De acuerdo con la ONU, la pérdida de biodiversidad, la contaminación y el cambio climático son las tres principales emergencias medioambientales que amenazan el planeta. El punto clave es que ninguna de las tres actúa de forma aislada, sino que todas ellas están estrechamente relacionadas y su coexistencia agrava los efectos causados, pero, ¿y cómo se produce ese efecto dominó?
El cambio climático, consecuencia del calentamiento global del planeta, incide directamente sobre la pérdida de la biodiversidad de los ecosistemas, al modificar sus condiciones físico-químicas, causando perturbaciones en estos que dificultan su supervivencia. Es el caso, por ejemplo, de lo que sucede con los arrecifes de coral, un tipo de ecosistema submarino de gran diversidad biológica y que está siendo sometido a un enorme estrés, causado, entre otros factores, por el incremento de la temperatura de los océanos y por su acidificación, consecuencia directa del aumento de la concentración de gases de efecto invernadero (GEI) en la atmósfera. Desde 2009 hasta 2020 se ha perdido el 14% del coral del mundo, según la Red Mundial de Vigilancia de los Arrecifes de Coral (GCRMN).
En nuestro país la protección ambiental nunca fue una prioridad y las continuas multas de la UE por incumplimientos de directivas ambientales europeas lo demuestran
El cambio climático no solo provoca pérdidas directas de biodiversidad en los ecosistemas. La existencia de ecosistemas frágiles y degradados debido a la intervención humana hacen que los efectos del cambio climático sobre ellos aumenten exponencialmente. Esto se entiende mejor con otro ejemplo, los manglares: un tipo de ecosistema costero, de áreas intermareales, vinculados a la desembocadura de los ríos presentes en zonas tropicales y subtropicales del planeta. Están formados por especies arbóreas de porte medio y resistentes a altos niveles de salinidad, cuya función principal es la de protección costera contra la erosión eólica y el oleaje, además de ser una zona de refugio y cría de especies marinas y actuar de filtro natural favoreciendo la mejora de la calidad de las aguas.
En muchos países, estos ecosistemas están desapareciendo por la corta indiscriminada del mangle, al ser utilizada su madera directamente como combustible o para la fabricación de carbón vegetal. Se estima que se pierde un 2% de la superficie mundial de manglares al año (The Blue Carbon Iniciative). Esta destrucción provoca que este tipo de ecosistemas se debiliten, perdiendo su capacidad de resiliencia ante perturbaciones, es decir, pierden su capacidad de adaptación al cambio, como puede ser la subida del nivel del mar o episodios extremos de sequías y/o inundaciones, fenómenos cada vez más frecuentes y virulentos debido a la elevada concentración de humedad en la atmósfera y que causarán, a su vez, un impacto mucho mayor sobre las infraestructuras, los ecosistemas y las comunidades que los habitan.
Es por todo lo anterior que la restauración de ecosistemas se ha convertido en una pieza más del puzle de medidas que buscan frenar el cambio climático, logrando un triple objetivo. Por un lado, se obtendría la recuperación de la propia biodiversidad y complejidad estructural de los ecosistemas, logrando que estos sean más resistentes y resilientes ante perturbaciones como las causadas por el cambio climático. Por otro, con la restauración ecológica se estaría frenando la deforestación, evitando así más emisiones de GEI a la atmósfera y, finalmente, se aumentaría la capacidad de captura y posterior almacenamiento del CO2 atmosférico en los propios ecosistemas, mitigando el cambio climático.
No es casualidad que la ONU haya declarado la década 2021-2030 como la ‘Década para la Restauración de los Ecosistemas’, y que varios de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) estén vinculados a la protección de los mismos. Aunque no solo la ONU apunta a la pérdida de la biodiversidad como un elemento central sobre el que trabajar desde ahora y durante los próximos años para luchar contra el cambio climático. El Global Risks Report 2023 que publica a principios de cada año el World Economic Forum apunta a que seis de los diez principales riesgos globales a los que nos enfrentaremos en los próximos diez años están vinculados al medio ambiente. De esos seis, cuatro ocupan los primeros puestos, en este orden: el fracaso en la mitigación, el fracaso en la adaptación al cambio climático, desastres naturales y eventos climáticos extremos y pérdida de biodiversidad y colapso de los ecosistemas.
Y ante tal panorama, ¿se está haciendo algo? La Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP27), que tuvo lugar en Egipto el pasado noviembre, no logró un mayor compromiso de descarbonización de los países firmantes del Acuerdo de París. Teniendo en cuenta que dichos compromisos no permitirán alcanzar, de acuerdo con el Panel Intergubernamental para el Cambio Climático (IPCC), los objetivos marcados para 2030 y 2050, no podemos hablar de una COP exitosa. La parte positiva la aportó el gran número de jóvenes activistas climáticos allí presentes en representación de diversas organizaciones climáticas, así como las numerosas iniciativas y acuerdos bilaterales entre instituciones públicas y privadas, ONG y empresas, que “salvaron” la imagen de una cumbre que, año tras año, se caracteriza por su lentitud en términos de avances y por su inacción ante la magnitud de los efectos que está produciendo la crisis climática.
Atendiendo a las medidas tomadas en los últimos tiempos, es imposible no pensar que la mayor parte del esfuerzo en la lucha contra el cambio climático recae en los ciudadanos comunes, que somos quienes menos responsabilidades tenemos en todo este proceso y los que más vamos a sufrir sus consecuencias, en especial las comunidades más desfavorecidas de los países en desarrollo y de los pequeños países insulares. Vista la gravedad de la situación, ¿se están tomado estos aspectos en cuenta en la toma de decisiones y en el diseño de políticas climáticas? Si nos atenemos a las conclusiones de la COP27, poco. Pero tampoco necesitamos ir tan lejos.
En nuestro país la protección ambiental nunca fue una prioridad, y las continuas multas de la UE por incumplimientos de directivas ambientales europeas lo demuestran. La defensa del medio ambiente y la lucha para frenar el calentamiento global no pueden depender de bandos políticos, ni de diseñar políticas, planes y programas no vinculantes y sin obligaciones legales y cuyo cumplimiento dependerá de la buena voluntad de las empresas adheridas. Si las políticas locales, autonómicas o nacionales no están alineadas con las políticas europeas y los principales acuerdos internacionales en materia de protección ambiental —lucha contra el cambio climático y lucha contra la pérdida de biodiversidad de los que España es parte firmante—, poco vamos a poder conseguir.
Y en medio de toda esta negrura, de todo este pesimismo, hay aún lugar para la esperanza y para creer que no todo está perdido. A pesar del fiasco de la COP27, hubo otra COP a finales de diciembre en Montreal, conocida como la Conferencia de las Partes del Convenio sobre la Diversidad Biológica (COP15) y que tiene como objetivo abordar la pérdida de biodiversidad, la restauración de ecosistemas y proteger los derechos de los pueblos indígenas, donde se logró un acuerdo histórico entre los 188 gobiernos presentes. Según el Programa para el Medio Ambiente de las Naciones Unidas (UNEP), el acuerdo, denominado Marco mundial Kunming-Montreal de la diversidad biológica (GBF), recoge medidas concretas para detener y revertir la pérdida de la naturaleza, incluida la protección de, como mínimo, el 30% del planeta y de restaurar el 30% de los ecosistemas degradados del mundo para 2030. El plan incluye también propuestas para aumentar la financiación destinada a los países en desarrollo y reducir a cero la pérdida de áreas de elevada biodiversidad, entre otros objetivos.
Ojalá acuerdos como estos sirvan para que las naciones firmantes tomen nota y adapten al derecho nacional de sus respectivos territorios medidas concretas, vinculantes, ambiciosas y ejecutables que permitan cumplir con los objetivos acordados. La sociedad está preparada para afrontar esta crisis sin precedentes, y la juventud lleva años movilizándose para remover conciencias, pero se necesitan compromisos reales y creíbles tanto de las instituciones públicas, con políticas y financiación adecuadas, alineadas con la lucha contra el cambio climático y la protección de los ecosistemas, como del sector privado, de las grandes multinacionales e industrias, que están llamadas a hacer grandes cosas no solo por su elevado grado de responsabilidad en esta crisis, sino también por su enorme capacidad de hacerle frente con una toma de decisiones valiente. Sin todos los actores implicados remando hacia el mismo lado, los esfuerzos serán en vano.
Estamos en los minutos de descuento, ¡pero lo podemos conseguir! ¡Vamos a por ello! Los jóvenes, especialistas capacitados y actores involucrados en dar soluciones al cambio climático estamos poniendo todo de nuestra parte para que iniciativas con un impacto positivo se materialicen y dejemos a nuestros descendientes un planeta mejor que el que nosotros conocimos.
_______________
Saleta Ameixeiras Rodríguez es consultora de Cambio Climático-ALLCOT, líder climática en The Climate Reality Project y colaboradora de la Fundación Alternativas.
De acuerdo con la ONU, la pérdida de biodiversidad, la contaminación y el cambio climático son las tres principales emergencias medioambientales que amenazan el planeta. El punto clave es que ninguna de las tres actúa de forma aislada, sino que todas ellas están estrechamente relacionadas y su coexistencia agrava los efectos causados, pero, ¿y cómo se produce ese efecto dominó?