Ni éramos más listos antes, ni es peor la escuela de ahora
En 2015, la emisora de la BBC británica Radio 4, en el programa The Human Zoo, lanzaba una encuesta con resultados demoledores: siete de cada diez personas del Reino Unido pensaban que las cosas estaban peor de lo que solían estar antes. Avances demostrados en salud, ciencia y educación, y aún mucho por hacer en brechas, desigualdad y pobreza, pero daba igual.
Todo, en el momento de la encuesta, era más negativo que en la época en la que fuimos jóvenes. Así dio la coincidencia, poco después, de la celebración del referéndum que originó el brexit: un 52 por ciento de la ciudadanía británica encuestada apoyó abandonar la Unión Europea.
El enfoque interpretativo nutrido de sesgos y "recuerdos" personales, latente en el mundo educativo, conforma lo que una parte de la psicología social llama declinismo o retrospectiva idílica: un fenómeno convertido en filón comercial para conformar no solo estados de opinión sobre hechos de nuestro tiempo, en busca del clickbait, sino también para vender productos comerciales (recordemos cuál es el motivo de muchas campañas publicitarias navideñas, centradas en la añoranza de una niñez "bucólica"). La nostalgia de un pasado escolar que nunca existió, junto con la magnificación de algunos problemas actuales, vende.
Fagocitar los avances educativos por parte de una tendencia conservadora se ha convertido en el timón que usan los titulares alarmistas y negativos para perpetuar la tesis de que la escuela de antes era mejor y que el alumnado de ahora no tiene nivel. El interés por reforzar relatos de decadencia se expande también en grupos de WhatsApp y redes, espoleados a veces por el anonimato. Todo sea por replicar el eco de una alarma social que por costumbre hace tambalearse a los servicios esenciales -casi siempre sin propuestas concretas-, entre ellos la educación pública.
La labor de determinados medios envueltos en el fragor de la caza de portadas sensacionalistas refuerza una narrativa decadente que, mirando los datos en profundidad, no es cierta, pero abre la puerta a movimientos reaccionarios en educación. No vamos a discutir la necesidad o no de hacer determinados estudios, y mucho menos de su difusión. Sin embargo, como parte de la opinión pública afectada sí debemos reflexionar sobre por qué el tratamiento informativo se da muchas veces sin el suficiente acompañamiento a periodistas.
Una situación especialmente delicada en un contexto de contrarreforma educativa como el actual, en el que se quieren dar pasos atrás en aspectos clave para garantizar el derecho colectivo a la educación, como son la escolarización obligatoria hasta los dieciséis, el avance hacia una educación activa en su metodología, la democratización de las estructuras, o la eliminación de barreras para favorecer la inclusión.
Es necesario apelar a la responsabilidad de todos los agentes para abordar las cuestiones relacionadas con la educación desde un debate calmado, razonado, con datos, que huya del sensacionalismo y se oriente al bien común.
Ni éramos más listos antes, ni es peor la escuela de ahora. La percepción sobre el estado de la educación es eso, una percepción en la que, a diferencia de otros ámbitos, todos tenemos una experiencia y algo que contar.
En ese imaginario, y en lo que decimos sobre él, influye cómo interpretamos nuestro propio pasado educativo, momento en el que entran en juego los sesgos particulares que confirman en bucle un “relato” social radicalizado sobre la educación.
Este imaginario recuerda a una idea que mantiene Daniel Innerarity en La libertad democrática (2023), cuando habla del cuestionamiento de lo políticamente correcto por parte de posiciones ultraconservadoras: “No lo hacen con el ánimo de negociar una norma compartida, sino con la intención de situarse por encima de cualquier norma”.
Los relatos se construyen a partir de visiones estereotipadas de realidades. Lo vemos, por ejemplo, con la inmigración, y cómo desde determinadas posiciones políticas se manejan percepciones racistas para propagarlas sin tapujos.
Pero la realidad de los datos nos dice que la educación española, tremendamente afectada por deficiencias estructurales -no lo vamos a negar- es, con todo, un caso de éxito. Y, para ello, tenemos que revisar el camino recorrido: a partir de la radiografía de aquella escuela seleccionadora de hace treinta años en la que cuatro de cada diez estudiantes abandonaban sus estudios tempranamente
El compromiso social de la educación tiene que ir en la línea del trabajo sobre las carencias sistémicas cuando se detectan, pero siempre a partir del blindaje de los logros alcanzados en universalización, esperanza de vida escolar, nivel de estudios alcanzado por la mayoría, descenso de repetidores y grado de adquisición de competencias en jóvenes frente a los mayores, según el Programa de Evaluación de Competencias de Adultos (PIAAC de la OCDE).
Lo que tenemos que mejorar, donde sí debemos unirnos, es en la necesaria reivindicación colectiva, que tiene su punto de partida precisamente en las mismas variables que nos permiten decir que la educación de hoy es mejor que la de antes: el abandono temprano, la desigualdad educativa, brechas socioeconómicas, indicadores de segregación, desajustes en el porcentaje de alumnado que está matriculado en el curso que le corresponde por su edad o en la precaria capacitación inicial docente.
Todos estos elementos han sido contrastados por la investigación como limitadores de una educación de calidad, entendida esta como la creación de un entramado escolar generador de oportunidades para todas.
Fagocitar los avances educativos por parte de una tendencia conservadora se ha convertido en el timón que usan los titulares alarmistas y negativos para perpetuar la tesis de que la escuela de antes era mejor y que el alumnado de ahora no tiene nivel.
Plantear como algo negativo, como a veces escuchamos, el hecho de que muchas personas alcancen la educación superior o el que se promuevan medidas que ayuden a la permanencia de muchos y muchas en el sistema educativo durante más años no parece una postura muy ética.
Alimentar el pánico moral para defender la recuperación de una escuela que excluía a porcentajes altísimos de la población joven el derecho a aprender a lo largo de la vida no parece ni la mejor ni la más justa de las opciones.
Y no lo es porque desvía la atención de asuntos mucho más urgentes y relevantes que reclaman nuestra atención en las aulas y en los centros educativos, y porque afecta siempre a los colectivos más vulnerables.
Se trata precisamente de trabajar en una amplificación del alcance de nuestro sistema educativo (más personas formadas, durante más tiempo y con más nivel de estudios) y, por otro lado, de mejorar la “riqueza” de los aprendizajes que la educación pública ofrece a la universalidad, como ya se entresaca del último Informe PISA.
Lo que tiene que ver con cambios estructurales (aumentar las opciones en la secundaria no obligatoria o mejorar las transiciones entre etapas dando más importancia a la orientación, por ejemplo), cambios redistributivos, de organización, curriculares o metodológicos. Todos deben estar en la agenda no solo de cualquier política, sino de los planes de mejora de los centros escolares.
Lo mantenido pasa por incrementar la dotación presupuestaria de nuestro sistema educativo, una reivindicación prioritaria. Una vez esta se haga realidad, urge orientar las políticas, no solo las educativas, hacia el trabajo en los contextos y condicionantes escolares que impiden la buena marcha de los estudiantes más vulnerables -los que en otra época permanecían invisibles y eran expulsados tempranamente-, que no son ni menos listos que los de antes ni estudian en una escuela peor, sino que son fruto de su tiempo: un tiempo complejo plagado de injusticias donde la educación representa la conquista de un derecho ampliado para el bien común. Y es todo esto lo que debe hacernos reflexionar sobre qué pensamientos hay tras cualquier idea extrema de un brexit educativo que nos hará retroceder en conquistas, o bien perder el norte en la búsqueda de nuevas metas compartidas para avanzar en este derecho fundamental del que nacen todos los demás.
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Albano de Alonso Paz es profesor de Lengua Castellana y Literatura y Cruz al Mérito Civil por su labor en el campo de la enseñanza, y Carlos Magro Mazo es Presidente de la Asociación Educación Abierta. Ambos son miembros del Colectivo DIME, de Docentes por la Inclusión y la Mejora Educativa.