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La mala política y el periodismo perverso

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Baltasar Garzón

Hace más de dos meses que nos encontramos sumidos en nuestro particular Gran Hermano en el que las paredes de cada domicilio guardan las propias pasiones y rutinas, mientras en paralelo se desarrollan las historias singulares de millones de personas en otros tantos hogares de nuestro país y del mundo. La pandemia nos ha convertido por una vez en un universo de individuos que, desde la soledad, compartimos el miedo a la enfermedad y abordamos una vida extraña asimilada a velocidad de vértigo y a la que acompaña la incertidumbre por lo que vendrá después. Nos animamos, nos aplaudimos, nos mandamos emoticonos, vídeos, canciones, frases sacadas de cualquier parte, leemos y escuchamos los partes de sanidad con una especie de sordina y una cristiana resignación para los creyentes y un hartazgo total para los demás. Pero ahora, además, a las 21h suenan las cacerolas aporreadas por personas envueltas en banderas españolas. ¡Ah, las banderas!

Lo cierto es que tratamos de disfrazar nuestra inquietud, nuestro desasosiego, nuestro miedo frente a algo que no controlamos y que nadie controla, ni el Gobierno, ni la UE, ni la OMS, ni los mejores científicos y laboratorios, de momento. Tampoco sabemos cuánto durará, ni si vendrá una segunda y hasta una tercera ola, si retrocederemos de fase o si deberemos volvernos a confinar, mientras las finanzas merman y a ratos nos invade la desesperación. La gran duda que nos desborda es si cuando estemos en la nueva normalidad (expresión que detesto, con perdón) podremos encontrar las soluciones que aplazamos, los ingresos para nuestra economía familiar, el remedio para los corazones rotos, las separaciones impuestas, la ausencia de afectos, la exacerbación de la violencia, la desesperación por la falta de resultados, la frustración por no poder retomar nuestra vida anterior, tal y como la vivíamos antes de que el virus nos la arrebatara dejándonos al borde del precipicio económico en el que estamos, mientras, para colmo, quienes nos tendrían que proteger y guiar en este angosto camino (disculpen la expresión) nos joden. Sí, amigas y amigos, son cada vez menos los políticos que están a la altura de las circunstancias.

En estas condiciones, lo que antes era habitual, el encuentro con el vecino, el café con los compañeros en el bar, las reuniones en el trabajo, las citas con amigos, las comidas con los seres queridos, el placer de compartir la película en una sala en compañía de múltiples desconocidos, es decir, lo que nos hace parte de un colectivo, todo eso permanece en suspenso, y no sabemos si alguna vez lo volveremos a recuperar del todo. Hay quien ya dice que no. Esta mañana, cuando el reloj marcaba las 7.30, he salido a pasear con mi perro Nuk, un labrador chocolate cruzado con no se sabe quién. Nuk iba eufórico, pero yo avanzaba agobiado por la falta de fuerza en los pulmones, detrás de mi mascarilla y observando a las escasas personas que me encontraba. Poco a poco, la senda por la que caminaba se ha ido poblando de más gente. Miradas perdidas de quienes no iban protegidas, giros bruscos de quienes sí lo estaban y huían (se separaban) de aquellas; reproches en las miradas; algún que otro, "¡buenos días!"; escorzos para evitar ser atropellado por el enjambre de bicicletas y, eso sí, un día excelente con el sol asomando entre los pinos y encinas del lugar. Finalmente he podido soltar un rato a Nuk y este ha retozado celebrando su libertad, revolcándose en la tierra y entre los jaramagos exuberantes de esta primavera veraniega (que también preocupa). Todo estaba en calma e incluso bucólico con los mirlos y jilgueros trinando, como hacía mucho tiempo no escuchaba.

Finalizando mi paseo puse la radio y, en ese momento, el escaso tiempo idílico que he vivido conmigo mismo, con Nuk y la naturaleza rediviva, se me vino abajo. Ni siquiera los acordes del preludio de la Traviata de Verdi que voy escuchando me consuelan. De nuevo el agobio y la desesperación. En este punto y a partir de esta hora, entro de lleno en los sinuosos caminos de otra realidad, la realidad comunicada. Toca enterarse de las broncas políticas, de los desencuentros de Gobierno, de las descalificaciones de la oposición, de los rebotes de la patronal, de las discrepancias partidarias, de las frases lapidarias, de los aquelarres informativos. Es decir, la triste y cierta realidad que nos atenaza.

La comunicación fluye masivamente para todos, pero cada cual la recibe de manera personal y le impacta de manera diversa, lo que no supone necesariamente la conexión con el vecino. Un mundo diferente del que no es fácil salir ileso y que viene a resumirse en un pensamiento del filósofo coreano Byung Hul Chan cuando afirma que hoy en día prevalece la comunicación sin comunidad.

En este tiempo en que la comunidad desaparece, la comunicación se convierte en un arma formidable que despliega su capacidad de influir y transformar la apariencia en realidad, la mentira en verdad, haciéndonos dudar de qué es verdadero y qué no. En una situación tan excepcional como la que estamos viviendo, abundan los que mienten, los que manipulan, los que conscientemente saben que de esta forma alteran el equilibrio ciudadano y producen enaltecimientos que, en ocasiones, pueden llevar hasta la confrontación. La cuestión no es prohibirlos, sino desenmascararlos, descubrir sus artimañas y denunciarlas, educar y hacer pedagogía de la verdad contrastada.

Los medios informativos deberían cuidar la forma en la que proyectan lo que acontece, porque su responsabilidad es innegable en la formación de la opinión política y social de cada persona que sumadas configura la opinión pública. Es algo que conocen bien las fuerzas económicas propietarias de los medios de comunicación y de las redes sociales a nivel global que han convertido al usuario en un almacén de datos de donde obtener conocimientos sobre gustos e intereses, destinados a continuar alimentando el mercado.

Pero, si hay un espacio en el que la comunicación despliega su mayor capacidad de influencia es en la política. Quienes la ejercen, lo saben y aprovechan todas las posibilidades. Desgraciadamente, una parte considerable de las y los políticos no respetan siquiera el momento crítico que atraviesa la sociedad. Sus mensajes son todo lo contrario a las ideas de unidad, solidaridad o actuación común ante la tragedia. "En los políticos actuales está la naturaleza de lo mediocre", afirmaba el filósofo Alain Denault en una reciente entrevista. Y añadía: "…Pero ser mediocre no es equivalente a ser incompetente. Sino en ser del montón, no destacar. Lo que desaparece es la mente crítica. La política y las ideas han ido desapareciendo en favor de lo que los manuales de gestión llaman resolución de problemas y lo que se busca es una solución inmediata a un problema inmediato, que excluye cualquier pensamiento a largo plazo…".

Tienen la urgencia de evacuar del poder al oponente para asentar en el puesto las propias posaderas, para lo cual usan la falsa apariencia, la fatuidad y la mentira. Al igual que el hemiciclo, las tertulias radiofónicas y televisivas se convierten en un teatro de pasiones desbordadas en que se marca al enemigo y se le destroza. Nada es inocente. La ciudadanía asiste perpleja a las dentelladas dirigidas a la yugular de determinados profesionales que defienden como si les fuera en ello la vida los argumentos de los partidos con los que simpatizan.

El profesor Jesús Izquierdo escribía sobre este cinismo de los nuevos profetas en estas mismas páginas: "Ya nos vamos acostumbrando: ese elenco de políticos, periodistas y contertulios conservadores que nutren instituciones, radios y televisiones de pronóstico fácil se deja ver y escuchar; con la ventaja añadida de una audiencia sedienta de venganza por unos muertos que nunca deberían ser propiedad privada salvo que se pretenda esgrimirlos como justificación para un desquite injusto. Y sus palabras resuenan amplificadas en el golpeteo desleal de las caceroladas, con un sentido casi gregario, de tribu en fase rito de paso que busca su "libertad" en detrimento de la salud pública…".

Algunos políticos y periodistas han perdido la mesura, el equilibrio y la prudencia, virtudes olvidadas a las que hay que añadir otra ausencia notable: el respeto. Sus señorías se faltan al respeto verbalmente desde la tribuna. Los periodistas que siguen similares tácticas faltan al respeto hacia sus colegas y hacia el público. "Ahora mismo, mucho de lo que se llama periodismo es como un grifo del que sólo mana el grumo espeso del agua estancada. Y huele que apesta", escribía Alfons Cervera expresando en pocas palabras lo que muchos pensamos.

Estamos a expensas de lo que la televisión o Internet aproximan al universo personal de nuestro hogar en el que estamos confinados, sin el arrope de la comunidad que enmarcaba nuestro día a día para dotar de sentido a lo cotidiano. Nos encontramos al abrigo de la enfermedad, pero al descubierto de otro peligro que nos asalta en el salón de nuestra casa, originado por la mala política y transmitido por quienes se aprovechan del periodismo de forma perversa para incendiar el debate en unas condiciones de desigualdad que solo favorecen a las posturas y actitudes extremas y potencian los efectos del virus de la intolerancia que arrasa la democracia y abre la puerta al fascismo.

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Mientras tanto, me consuelo con la Golberg Variations, BWV988, nº 7 de Bach y eso me hace seguir creyendo que algún día lograremos superar la mediocridad y hacer algo realmente positivo en favor de los demás.

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Baltasar Garzón es jurista y presidente de FIBGAR

Hace más de dos meses que nos encontramos sumidos en nuestro particular Gran Hermano en el que las paredes de cada domicilio guardan las propias pasiones y rutinas, mientras en paralelo se desarrollan las historias singulares de millones de personas en otros tantos hogares de nuestro país y del mundo. La pandemia nos ha convertido por una vez en un universo de individuos que, desde la soledad, compartimos el miedo a la enfermedad y abordamos una vida extraña asimilada a velocidad de vértigo y a la que acompaña la incertidumbre por lo que vendrá después. Nos animamos, nos aplaudimos, nos mandamos emoticonos, vídeos, canciones, frases sacadas de cualquier parte, leemos y escuchamos los partes de sanidad con una especie de sordina y una cristiana resignación para los creyentes y un hartazgo total para los demás. Pero ahora, además, a las 21h suenan las cacerolas aporreadas por personas envueltas en banderas españolas. ¡Ah, las banderas!

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