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Murió Quino

Fallece a los 88 años Quino, el creador de Mafalda

Darío Adanti

La dimensión de esta frase para este, uno de sus numerosísimos lectores que además es humorista gráfico, es de un calado similar al "Sócrates ha muerto" a oídos de Antístenes, Platón y el resto de discípulos de su secta. No por lo que yo tenga de estos últimos (nada), sino por lo que Quino tiene, a mi entender, del primero y por la relación indudable de aprendices y seguidores que ostentamos con orgullo muchos de los humoristas gráficos argentinos de mi generación y muchas de las generaciones posteriores.

La dimensión de esta frase –murió Quino– para cualquier humorista gráfico argentino de mi generación abarca toda su vida. Toda mi vida. Toda nuestra vida.

Eran tiempos en que el humor gráfico circulaba por doquier en aquel mundo analógico de finales del siglo pasado. Había humor gráfico en todos los periódicos, en las revistas deportivas, políticas, culturales, sociales, infantiles y en las revistas específicas de humor gráfico. Había humor gráfico en todos lados. Y el humor gráfico era parte de nuestra vida cotidiana.

La dimensión de la frase –murió Quino– implica para cualquier argentina o argentino de mi generación alguna democracia tambaleante con la violencia política instalada en las calles, un par de dictaduras sangrientas y criminales, una guerra absurda y suicida y una transición democrática complicada a esta, la democracia actual, tan compleja como toda democracia.

La frase –murió Quino– implica un buen número de crisis económicas, sociales, políticas, implica la abolición y reconstrucción de derechos, la injusticia y la justicia, las amnistías y las condenas, la desmemoria y reconstrucción de la memoria. Implica la aparición y desaparición de estereotipos sociales, su mutación en el tiempo, progresos y retrocesos, en pocas palabras, aquello que siempre está como eje vertebrador en la obra de Quino: la condición humana.

Como le gustaba a él reflejar en sus chistes: pura contradicción.

Porque la paradoja, lo sabíamos sus lectores desde siempre, era parte intrínseca de la existencia, y eso nos igualaba a todos en el barro, material, de lo cómico.

Y aquello que te hacía reir, esa contradicción, esa paradoja, era, también, la que te hacía intuir que, en un nivel profundo, estabas entendiendo algo muy difícil de entender.

Murió Quino. Puedo decir: murió el filósofo que más he leído y releído.

Incluso me atrevería a decir: que más hemos leído, todas, todos, al menos en Argentina, aunque supongo que, también, en gran parte del mundo de habla hispana.

Y no traigo aquí a colación a la filosofía para dignificar su oficio, el de humorista gráfico, que también es el mío, convirtiendo a Quino en un artesano de algún arte con más pedigrí que este de pintamonas. Lo digo con honestidad y sin un juicio de valor de por medio: creo que su obra lo acerca a la función social que, antaño, supongo, tenían los filósofos. Y esto lo digo sin detrimento a toda la gran gama de estilos y funciones que cumple el humor en el intrincado universo cultural humano. Lo digo, simplemente, como definición de su humor, el de Quino.

De alguna manera, en los tiempos modernos con sociedades ya industrializadas y las ciudades convirtiéndose en urbes inmensas y despiadadas a un ritmo de vértigo, en medio de esta batalla universal de aspiraciones y posibilidades que tensan nuestra convivencia reflejándose en el campo de lo económico, lo político y lo social, gran parte de la gente no tenía y no tiene tiempo de leer grandes volúmenes metafísicos. El tiempo, en estos tiempos, es un valor que se entrega a cambio de aquello que nos asegure la subsistencia: la paga. En aquella sociedad de mi infancia, que coincide con las primeras publicaciones de Quino, en aquella época, como, me temo, en esta, las clases medias y trabajadores no tenían tiempo de leer grandes tratados filosóficos y tampoco tenían tiempo de aprender el código necesario para descifrarlos. Otros éramos demasiado jóvenes para hacerlo. Pero todas, todos, leíamos a Quino, cada semana, cada mes, cada año, y lo hemos leído a lo largo de toda nuestra vida.

Y los chistes de Quino lograban y logran que nosotros, lectoras y lectores, reflexionemos, casi sin darnos cuenta, sobre los grandes temas de la filosofía presentes en nuestras situaciones cotidianas, y todo con una risa o sonrisa como premio y regalo ante semejante hazaña.

Y Quino no lo hacía con palabras sino con dibujos, con viñetas, con retratos minúsculos de personajes y situaciones que, muchas veces, ni siquiera necesitaban de palabras. Dibujos que en su simpleza y su silencio, tenían, muchas veces, la misma apabullante cantidad de información que la que tienen aquellos grandes libros metafísicos de tiempos anteriores.

Quino fue, para mí, el gran maestro en este difícil arte de decir cosas serias a través de lo cómico. Y lo hizo incluso en los peores momentos, cuando la inteligencia era peligrosa y la libertad de expresión, un acto subversivo. Un humor que no era «humor inteligente» en el sentido de que el chiste te hacía notar lo inteligente que era el autor, sino de un humor inteligente mucho más difícil y, por otro lado, muy al gusto del método socrático: los chistes de Quino te hacían sentir que tú, lectora, lector, eras, en realidad, el inteligente.

Aunque, mejor, para cerrar esta despedida, le devuelvo al maestro el término que nos define: humorista gráfico. Porque su obra rescata lo que la palabra humor siempre ha tenido de extensa, compleja y difusa.

Mafalda se queda huérfana

Mafalda se queda huérfana

Murió Quino.

La dimensión de esta frase sólo puede ser contemplada a través de las múltiples y profundas implicaciones que encierran esas dos palabras sin más: murió Quino.

Darío Adanti es humorista gráfico, fundador y miembro del consejo de redacción de Revista MongoliaRevista Mongolia

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