Plaza Pública
No seamos hipócritas: somos cómplices
Había nacido en Malí hace 14 años y era un buen estudiante. No contaba con un visado que le permitiera entrar en Europa, pero estaba convencido de que su mejor salvoconducto iba a ser su boletín de notas. Cuando los europeos comprobaran cuánto se había esforzado en matemáticas y lo bien que se le daba la física, tal vez le dejaran quedarse con ellos y emprender una nueva vida en el Viejo Continente. Un sueño lejos de la miseria de casa. Para evitar perder el expediente durante los más de 3.000 kilómetros que le quedaban de viaje o que se lo robaran los ladrones y traficantes, el muchacho lo escondió en un bolsillo secreto que cosió a su chaqueta. Ahí permanecería hasta que llegara la hora de sacarlo a la luz con cierto orgullo delante de un funcionario encargado de inmigración. Le haría ver que él era un chico trabajador y serio, digno de que se fiaran de él y de que le dieran una oportunidad en la tierra de los ricos. Darío Menor, El ideal.
Desde que supimos de los horrores de los campos de exterminio nazis, Occidente se repite una pregunta hipócrita por retórica: ¿cómo es posible que los alemanes no impidiesen el genocidio de los judíos? ¿Cómo explicarnos la complicidad del pueblo alemán con la progresiva matanza de sus conciudadanos? Como si nosotros, ciudadanos ejemplares y solidarios, no pudiésemos dar crédito a la complicidad, a la supuesta ignorancia, al mirar hacia otro lado o a la negación de que dieron muestra los alemanes cultos que cerraron los ojos ante un crimen que, aún hoy, sí, seguimos considerando el más deleznable del siglo veinte: el uso de la lógica de la industrialización aplicada al exterminio de un pueblo, como argumentó Bauman. Como si nosotros, insisto, ciudadanos tan cultos como los alemanes y mucho mejor informados que ellos, no fuésemos igualmente cómplices de las catástrofes humanitarias que nos han acompañado en los últimos años del siglo XX y primeras décadas del XXI. Repasemos solo unas pocas.
El genocidio tutsi: la cruel matanza de los hutus contra los tutsis en la Ruanda de 1994, donde murieron asesinados a machetazos más de 800.000 personas (el 75% de la población tutsi), en cien días, ante la indiferencia de las potencias occidentales, que habían previamente armado con machetes chinos a las milicias hutus.
La guerra de Siria, que ha producido un éxodo de refugiados indefensos, hacinados en campos de concentración en Líbano, Jordania, Turquía y Grecia, con más de 500.000 muertos en siete años.
La sistemática matanza de los rohingya, desde 2017, a manos de sus compatriotas budistas, programada insidiosamente por el gobierno de Myanmar, antigua Birmania, a cuya presidenta Aung San Suu Kyi, aplaudimos y defendimos hace años, cuando estaba prisionera de los militares de su país, hasta se le otorgó el Premio Nobel de la Paz. Luego, ya en el poder, dejó que se aislara y se desprotegiera a los rohingya; propició que no se les reconociera como ciudadanos, que se les persiga y asesine por ser musulmanes –en el país budista, oh, el loado pacifismo de los budistas–, hasta el éxodo de poblaciones enteras. Más de 270.000 personas de esta etnia malviven hoy en la vecina Bangladés.
La llamada eufemísticamente “crisis de los refugiados”, las muertes en el Mediterráneo, que solo en 2018 alcanzaron los 2.262 ahogados. Entre ellos el pequeño Aylan, cuyo cadáver nos provocó ríos de lágrimas, sin que cambiase para nada nuestra política europea de asilo. Eso sí, en la estación de metro de Passeig de Gràcia se ha exhibido hasta hace unas semanas 'La Lista', de la artista turca Banu Cennetoglu que forma parte del proyecto socioartístico Umbral, impulsado por el Ayuntamiento de Barcelona "para contribuir al debate sobre el fenómeno migratorio y su llegada a la ciudad" y "combatir el discurso del odio", en palabras de la alcaldesa, Ada Colau. Qué buenos que somos. Ellos, los muertos, ya son una larga lista de 35.597, según la artista turca.
En fin, ustedes, si están atentos al mismo mundo que yo, ya saben de sobra a qué me refiero: a nuestra confortable indiferencia.
La misma que tuvieron los alemanes durante el exterminio de los judíos. Así pues, no sigamos hipócritamente preguntándonos qué pasó entonces, cómo es posible que aquel exterminio fuera exitoso. Está muy bien explicado. Lo hicieron Bauman, Lanzmann, y tantos otros. Lo explicó “científicamente” el experimento Milgram, quien, en 1977, en su libro Los peligros de la obediencia, escribió:
La férrea autoridad se impuso a los fuertes imperativos morales de los sujetos (participantes) de lastimar a otros y, con los gritos de las víctimas sonando en los oídos de los sujetos (participantes), la autoridad subyugaba con mayor frecuencia. La extrema buena voluntad de los adultos de aceptar casi cualquier requerimiento ordenado por la autoridad constituye el principal descubrimiento del estudio.
Los participantes creían que suministraban corriente eléctrica a los actores del experimento, sin saber que no la recibían, hasta alcanzar descargas letales. Todo ello siguiendo obedientemente las instrucciones de la autoridad, sin interrogarse, con pocas excepciones. La banalidad del mal, Eichman, Hannah Arendt, ¿les suena?
Nuestras autoridades cierran los ojos y nosotros con ellos.
Lo explicaron desde Dante hasta Gramsci, al señalar, respectivamente, el desprecio y el odio que merecen los indiferentes. Si entonces, cuando todavía los modernos alemanes podían alardear de una conciencia moral activa, un aparato psíquico completo, un Superyó robusto con su brillante ética represiva de hombres y mujeres modernos; si entonces ya se hicieron los sordos, ¿qué no pasará ahora, qué no está pasando ya, con la epidemia de normópatas indiferentes, posmodernos hiperadaptados a la amoralidad de un neoliberalismo voraz, que sustituye la ética por una fantasía de libertad omnipotente? Imaginemos lo peor.
Estoy enfadada y escribo, para nada o para muy poco, porque, como muchos de ustedes, no soy capaz de actos más heroicos: morir en una huelga de hambre indefinida ante la inoperante Comisión Europea; hacerme un sangriento harakiri a las puertas de un Congreso cuyas hipócritas políticas cortoplacistas nunca sobrepasan los cuatro años, mientras que esto que les digo, lo sabemos, necesita para subsanarse proyectos globales ambiciosos que requieren de mucho más tiempo.
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Mientras tanto, en espera de que un gigantesco tsunami se lleve por delante nuestros confortables asientos –el cambio climático queda también fuera de las agendas políticas –, sigamos hablando en las tertulias de lo más puntual y anecdótico, hagamos del debate electoral una pelea de gallos que excluye la catástrofe medioambiental, las políticas de asilo, el destino incierto de nuestros jóvenes, singularicemos la queja en el cómodo sofá de nuestras confortables viviendas.
Deja que llore mi suerte cruel, compuso Haendel. _____
Lola López Mondéjar es psicoanalista y escritora. Su último libro es Qué mundo tan maravilloso (Páginas de Espuma, 2018).