Plaza Pública
Políticos y Universidad
Llevamos una temporada en que las televisiones, y los medios en general, echan humo con las noticias de tres tifones: el de Filipinas, el del Sudeste americano… y el nuestro. Cuando hablo del nuestro no me refiero a las inundaciones otoñales que castigan campos y pueblos; me refiero a la Universidad. Este baile de grados, créditos, másteres y tesis doctorales de políticos están sacando a la luz las miserias de una institución venerable que creíamos un oasis de paz, de trabajo, de inteligencia creadora y resulta ser una cloaca. Lo peor es que se intente dar la impresión de que se trata de cuatro casos contados cuando la realidad es que estos “cuatro casos” son sólo un síntoma de que el mal es muy grave. Bienvenidos sean estos “cuatro casos” si sirven de alarma para que la sociedad tome conciencia de que la Universidad hace tiempo que está herida de muerte.
La Universidad es una institución de origen medieval que no ha sabido librarse de las lacras que arrastra desde su fundación. Concebida teóricamente como un puente entre el pueblo y los saberes, en la práctica siempre ha padecido un cúmulo de malformaciones que la han convertido en un vertedero de intereses que la desfiguran hasta llegar al estado de postración en que se encuentra. Y no será por falta de intentos de regeneración. Todo lo contrario. Precisamente esta continua intromisión de “técnicos” reformadores, más bien arbitristas, es una de las causas de su mal funcionamiento.
Hace muchos años (¡siglos!) Alfonso X el Sabio lo tenía muy claro: para él universidad es el “ayuntamiento de maestro e de escolares que es fecho en algunt lugar con voluntad e entendimiento de aprender los saberes”. ¿Qué tiene que ver tal nobleza de miras con la innoble fábrica de títulos en que se ha convertido? Pervertida por una praxis estragada, un cúmulo de intereses bastardos y una legislación caótica, no es de extrañar que propicie casos como los que estamos presenciando.
Reformas ha habido muchas. La Universidad es un campo abonado para que los políticos, profesionales del escamoteo y el rifirrafe, y los pedagogos, expertos en lucubraciones y entelequias, se ganen la vida a costa de ella. Para no divagar, vamos a renunciar a hacer historia del reformismo. Descansen en paz don Claudio Moyano, don Fernando de los Ríos, don Manuel Lora Tamayo, don José Luis Villar y toda la saga que ocupó despacho en el controvertido Ministerio de Educación. La revolución, la auténtica revolución, llegó en 1983 con el felipismo y su LRU, parto de José María Maravall y su sombra, Alfredo Pérez Rubalcaba.
Maravall traía la experiencia de las universidades americanas. Se creyó que Lavapiés o el Ensanche eran la Quinta Avenida y diseñó la Universidad española a la medida de Columbia, Stanford o el MIT. Craso error. Ni sus bibliotecas y laboratorios eran los nuestros, ni tampoco sus presupuestos se parecían en nada. Y, lo que es peor, el puritanismo americano nada tenía que ver con nuestra picaresca y su política no era tan aficionada a meter la mano en el aula como lo es nuestra clase (casta) política. La reforma de Maravall-Rubalcaba en realidad produjo efectos devastadores. Añádase a esto el posterior toque europeo del Plan Bolonia y el resultado no puede ser más demoledor. Si para Valle-Inclán la realidad española es una desfiguración esperpéntica de la europea, la universidad española es el máximo esperpento de una universidad. Así nos va. A ver si el nuevo ministro astronauta trae la solución con la ayuda de algún grupo alienígena con el que haya coincidido en los espacios siderales.
Todo se mimetizó y degradó. Al calorcito de las autonomías, las universidades proliferaron como hongos hasta los límites del ridículo, con riesgo de depauperación, sobre todo mental. A las autonomías territoriales añádase la autonomía universitaria y la mezcla es explosiva. Los cargos se multiplicaron por mil. Los rectores actuaron como vulgares caciques. Los departamentos, la gran novedad, pronto se desnaturalizaron, convertidos en garitos y burdeles, con su chulo incluido. La selección del profesorado, por huir de las veleidades de los antiguos catedráticos, fue pasto de la manipulación. Se arbitraron titulaciones inútiles o pintorescas. Los planes de estudios se empezaron a hacer a la medida de los intereses de un profesorado advenedizo e incompetente. Las tesis, ¡ay las tesis!, ¡cuánto camelo!, ¡cuánto papel malgastado! Las antiguas oposiciones se convirtieron en auténticas meriendas de negros (con perdón de los negros), por más que se disfrazaran de comisiones evaluadoras, integradas en un alto tanto por ciento por tribunales de amigos y clientes, que hacían el paripé de unos ejercicios irrelevantes y sin auténtico control. La comunidad universitaria sabe muy bien lo que pasa, pero nadie levanta la voz.
Por si fuera poco, se puso en marcha ese engendro llamado ANECA, oficina de control de la calidad… (¡ojo!, controlada por los prebostes del Ministerio). Es quizá la covachuela más siniestra de todo este artilugio. Se presenta como el muro de contención y el instrumento de una justicia implacable cuando en realidad es el reflejo de todo este marasmo. Habría que ver cómo son elegidos los miembros de ese misterioso tribunal y con qué criterios actúan sus componentes. Por si sirve de ejemplo, da que pensar que se priorice el desempeño de un cargo académico sobre la publicación de un libro.
Esto pudiera parecer un ejercicio de exageración y masoquismo y es claro que no se debe generalizar. Antes de Maravall y después de Maravall hay en la Universidad gente admirable, profesionales rigurosos que hacen del ejercicio universitario un deber casi religioso. Están en el aula, en el laboratorio y en la biblioteca al servicio de los alumnos y de la disciplina de la que son responsables, con un sentido del deber y la rectitud de los que pocos profesionales pueden alardear. Son, sin duda, el honor de la clase universitaria. No puede saberse si son pocos o muchos, pero ahí están. Muchos no deben de ser, porque el sistema es perverso y patrocina otro tipo de profesor.
A la vista de panorama tan deprimente como el expuesto ¿a qué viene ahora rasgarse las vestiduras ante este baile de créditos, grados, másteres y tesis doctorales que, en el fondo, no son más que el chocolate del loro? Parece mentira que a estas alturas llamen la atención los modales de muchos políticos que, como es sabido, no se sonrojan cuando confiesan hacer del pragmatismo el primer principio de su actuación profesional. Que no nos vengan con cuentos de servir a unos ideales al servicio del pueblo. Cuando dejan el cargo o se hunden o es para disfrutar de sustanciosas sinecuras. Si la universidad ya está de por sí suficientemente contaminada, ahora vienen los políticos a añadir contaminación. De un país de avispados y madrugadores ¿qué se puede esperar?
En este asunto lo realmente preocupante no es tanto la presencia de unas irregularidades de tres al cuarto, sino el estado lastimoso de una institución como la universitaria, que se quiere presentar como respetable y modélica y no lo es. ______________________
Joaquín González Cuenca, filólogo y catedrático de Literatura Española, ha sido profesor en la Universidad Autónoma de Madrid, en la Universidad de León y en la de Castilla-La Mancha.