La primavera de Stravinski y los monstruos

Beatriz Gimeno

Supongo que no soy nada original ni especialmente brillante si digo que la exposición Tiempos inciertos, Alemania de entreguerras me encogió el corazón por las evidentes similitudes con los tiempos actuales. De más está decir que ningún tiempo es igual que otro y que las diferencias también son apreciables, depende de dónde se ponga el foco. Me pasó, hablando con amigas que también habían ido a verla, cuando me di cuenta de que habíamos puesto diferentes miradas sobre la misma realidad. Yo me quedé toda la expo enganchada de la primera imagen que se nos ofrecía antes de empezar el recorrido, a modo de prólogo o, quizá, incluso de título. En una sala que simulaba ser un salón de principios de siglo se proyectaba en las paredes, convertidas en pantalla, la imagen de la primera representación, en 1913, de La consagración de la primavera de Stravinski. Sobre el escenario, un baile extraño, nada que ver con lo que entendemos como ballet clásico. Enseguida la representación terminaba, la cámara se iba al público y lo que se veía era una especie de batalla campal en el patio de butacas. La gente se agitaba, gritaba, abucheaba, golpeaba los asientos, se peleaba con el de al lado. Un escándalo en toda regla. Al día siguiente los periódicos no hablaban de otra cosa.  Aquí, en febrero del 2025, una voz en off nos devolvía a la realidad para explicarnos que el escándalo producido por La consagración de la Primavera no fue una anécdota, sino que ocultaba una tensión muy profunda que terminaría explotando con el ascenso del nazismo y el fin de la república de Weimar.  

Después, el resto de la expo nos mostraba, de muchas maneras, esa relación, aparentemente no visible, entre la obra de Stravinski y el ascenso del nazismo. Este tuvo que ver con la hiperinflación, con la reconfiguración colonial del mundo, con la humillación del tratado de Versalles… pero también con el choque brutal entre dos mundos, sin el cual lo que ocurrió no hubiese sido posible. Chocaron dos continentes: el del mundo autoritario del siglo XIX, de la disciplina, del orden, las certezas, que estaba desapareciendo por entonces en Europa o que, al menos, estaba siendo tensionado, y el de la aspiración a la libertad y la democracia, el del cambio, el de la redefinición completa de lo conocido: de los saberes, las costumbres, los roles de género, las ciencias, los comportamientos públicos y privados, los derechos de los homosexuales y trans y también las chicas de pelo corto y faldas cortas. Un momento de profunda ruptura, de quiebra de las certezas que nos sostienen y de aparición de lo desconocido y nuevo, que siempre produce temor e inseguridad a la mayoría y que es muy sencillo manipular para producir odio. El odio que podía verse en la gente que, enloquecida, se oponía a la pieza de Stravinski como si le fuera la vida en ello; y es que, aunque suene exagerado, algo de sus vidas sí que estaba poniéndose en juego. 

El cambio que estamos viviendo ahora se parece mucho al de entonces, aunque es aún mayor y mucho más rápido. Es una transformación estratosférica en lo que se refiere a elementos fundamentales de la subjetividad y también en lo que hace a la velocidad con la que se están produciendo: redefinición profunda de los roles de género, aparición de nuevas identidades sexuales, nuevos sujetos, nuevos derechos, nuevas ciudadanías, nuevas epistemologías, nuevas maneras de comunicarnos, de relacionarnos, de amarnos, de ser madres y padres, de habitar y comprender el mundo en definitiva… ruptura de la mayoría de los consensos sociales, con las dudas y el miedo que esto produce. Definitivamente, hay un mundo que está naciendo y hay un mundo que se resiste y que se siente inseguro. Sí, el capitalismo tiene sus propios intereses, pero siempre necesita el odio para que lo inimaginable sea posible, para que lo inhumano sea pensable, como dijo Tilda Swinton, el otro día desde su propia inclasificable presencia física, como si ella misma encarnara lo nuevo que viene de ese otro mundo. 

Un momento de profunda ruptura, de quiebra de las certezas que nos sostienen y de aparición de lo desconocido y nuevo, que siempre produce temor e inseguridad a la mayoría y que es muy sencillo manipular para producir odio

De repente, conozco a gente que ha reconvertido su activismo social y a favor de los DD.HH, en un activismo contra los derechos de las personas trans, que vive, literalmente, pensando en ello, que le parece que es normal vivir en la obsesión por una población que no llega al 1% y que, además, es muy vulnerable. Conozco a mujeres que se muestran menos preocupadas porque Trump acabe, literal y radicalmente, con los derechos de las mujeres, con tal de que se tomen medidas contra los derechos de las personas trans. Tengo compañeros en mi oficina que no duermen pensando en unos ocupas fantasmáticos que van a entrar en sus pisos mientras se van de vacaciones, y que no creen en absoluto en las cifras reales, esas que muestran que la ocupación de pisos privados no es un problema. Conozco gente, gente real, que me argumenta, con toda seriedad, que Pedro Sánchez tiene la íntima intención de acabar con la propiedad privada en este país. Conozco también a personas que eran agradables, que parecían buena gente y que ahora insultan a los migrantes y están convencidas de que cuando llegan aquí el Gobierno les proporciona de manera gratuita una vivienda. Tengo algunos conocidos que sostienen, con toda seriedad, que este mundo es uno en el que los hombres viven dominados y subyugados por las mujeres, y no les hables de las cifras de la desigualdad, es imposible. Y sí, aunque hace tiempo parecía una broma, ya conozco gente “normal” convencida de que todo, absolutamente todo lo que hasta ayer mismo sabíamos, es mentira, desde que la Tierra es redonda a que las vacunas evitan enfermedades. Y con todas estas personas cualquier charla, explicación o argumento es completamente inútil. Sus convicciones son irracionales, son identitarias (es la derecha, en realidad, la que se ha vuelto identitaria) responden a la inseguridad que les produce sentir que el suelo bajo sus pies se está moviendo, que sus antiguas certezas se diluyen en medio de una ola imparable de cambio. 

La izquierda tiene muchas veces la tentación de culpar de todo esto a grandes problemas estructurales: la desigualdad, la inflación, la falta de viviendas, la nueva reconfiguración del poder mundial, la necesidad inagotable del capitalismo por expandirse. Pero lo cierto es que todo eso, por sí solo, no necesariamente resulta en odio reaccionario ni en fascismo; que la balanza vaya en una u otra dirección depende de muchas cosas, de la dirección de las emociones sociales. Para que el odio se haga carne y la gente decida ejercerlo contra los más débiles se necesita que muchas certezas se derrumben y que los cambios produzcan temor en lugar de emociones positivas, como ha ocurrido también en otros momentos históricos. Por eso no basta con tener un proyecto económico mejor que el que ellos proponen (casi cualquier cosa es mejor que el fascismo). No ganaremos esta batalla con la razón, sino con la emoción. La lucha es por la hegemonía política, es decir, por la visión del mundo, por los valores que pensamos deben imponerse. ¿En qué momento asumimos la equidistancia entre lo mejor y lo peor, entre lo bueno y lo malo? Fue cuando nos convencieron de que no reivindicáramos la superioridad moral de la izquierda porque así no se ganaba. Y ganaron ellos cuando se burlaron de los buenos llamándoles buenistas y woke

Para ganar hay que radicalizar lo woke y nunca negarlo. No hemos ido demasiado lejos, sino que aún no hemos ido lo bastante lejos. Abracemos el cambio, celebremos la diversidad como la base de cualquier sociedad radicalmente democrática. Pensemos en la primavera de Stravinsky y que siempre que nace un mundo trae nuevos protagonistas, nuevas esperanzas, nuevos deseos; también nuevos temores, nuevas paradojas y contradicciones, incluso nuevas zonas oscuras, nuevos desajustes... que tendremos que afrontar. Pero por ahora construyamos un orgullo woke resiliente y valiente, que tenga claro que lo que está en juego es la defensa de lo mejor del ser humano contra lo peor. Radicalicemos la defensa de los DD.HH,  de la solidaridad social, de la empatía, de los vínculos… pero también radicalicemos la defensa de los servicios públicos desde el punto de vista no sólo de su financiación sino, sobre todo, ideológicamente, como el pilar que son de la sociedad que defendemos, como la herramienta imprescindible que hace habitable un mundo que es mucho mejor que el que nos están preparando. Hablemos de “desprivatizar” y no sólo de financiar mejor. Porque lo que nos mueve, lo que mueve a la mayoría de la gente, no es cómo vivimos, sino cómo queremos vivir. Dibujemos ese mundo sin miedo y pongamos emoción en abrazar y sostener la esperanza para acabar con los monstruos. Sólo así será posible.

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Beatriz Gimeno es la ex directora del Instituto de las Mujeres.

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