Cuando las autoridades alertaron a la población, el agua ya había impuesto su ley devastadora.
Ahora sabemos que esas autoridades sabían y quienes debían no actuaron. Los ciudadanos de Utiel comprobaron desde la mañana que lo que los meteorólogos habían anunciado ya era evidente en sus calles. Y toda esa agua más pronto que tarde, era evidente, llegaría al llano, a la comarca de L’Horta Sud y a la de la Ribera.
La Consellera de Interior, Salomé Pradas, supo a las 12.00 que ya había barrancos desbordados y que había desaparecido un camionero en L’Alcudia. La Delegada del Gobierno, Pilar Bernabé, la llamó tres veces antes de la comida. Pasarían todavía más de seis horas para que la Generalitat emitiera la alarma mediante los teléfonos móviles. Ya había muchos muertos, muchos pueblos estaban anegados y la inmensa mayoría de la población de la zona estaba aterrorizada.
Por razones que no son objeto de estas líneas, la reacción de los responsables políticos se desarrolló como un guion de una mala película de desastres: ineptitud y desconcierto, insolvencia en la gestión y mucha mala fe en forma de mentiras, medias verdades y deseos inocultables de evadir su responsabilidad.
A la mañana siguiente, la respuesta de las autoridades era invisible para los miles de habitantes de las decenas de pueblos que el agua había destrozado. ¿Dónde estaban los recursos que se suponía estaban preparados para los grandes desastres?
Agua, comida, medicinas, rescate de personas aisladas, atención a la infancia, a los enfermos, a los ancianos, ¿dónde estaba? ¿Cómo era que no se atendían estas necesidades tan básicas? Dónde estaba el Gobierno, los gobiernos, el Estado, fue una pregunta que se hizo hasta dolorosa.
La ayuda y casi el primer consuelo llegó a la mayoría de los lugares de la mano de los voluntarios, conmovidos y espantados por las noticias que llegaban de las diversas Zonas Cero del drama. Ciudadanos y ciudadanas corrientes, con especial protagonismo de la juventud, llegaron por miles para dar una lección de compromiso y solidaridad que ha dejado boquiabiertos a unos y con lágrimas en los ojos a la mayoría.
Son muchos los testimonios que sostienen que nunca se agradecerá bastante ese coraje que puso a miles de jóvenes a caminar kilómetros con destino a las localidades anegadas en el barro, simplemente armados de lo más rudimentario que pudieron comprar en el bazar de la esquina o tomar de sus casas: pozales y cepillos de barrer, agua y latas de conserva, pan y leche, pañales para niños y mayores o alimento para las mascotas.
Se acuñó en ese contexto una idea, una frase, una sentencia, que hizo fortuna: “Solo el pueblo salva al pueblo”.
Esas propuestas políticas que hacen del “pueblo” su razón de ser tienen un difícil encaje en las democracias homologadas que conocemos
Fue asumida de buena fe por muchos, y difundida con entusiasmo por otros. La idea que transmite es que el Estado (el gobierno local, el regional y el central) es, por definición, inoperante y sometido a oscuros intereses partidarios. Por lo tanto, no quedaba otra: fue la gente normal y corriente, el pueblo, quien tuvo que hacerse cargo del desastre.
Pues bien, me perdonarán los que la han dado por buena, pero entiendo que se trata de una consigna profundamente populista y verdaderamente reaccionaria.
Conecta directamente con la informalización de la política y con lo que se denomina la política de la anti-política. Eso pasa, en buena medida, porque el lenguaje convencional actual, también el de los medios y, con una frecuencia preocupante, el de los mismos hombres y mujeres que se dedican a la política, no distingue entre política y partidismo. Y son dos cosas muy distintas.
La idea de que “solo el pueblo salva al pueblo” plantea, a mi juicio, muchos problemas. Pondré el foco en los que me parecen más evidentes.
1) Todos los políticos son iguales. Son inútiles, no sirven para nada y solo están a sus intereses particulares, cuando no para ser partícipes de corruptelas de mayor o menor enjundia. Por lo tanto, esos “políticos” están desconectados de las necesidades de la ciudadanía (el “pueblo”), y simplemente se aprovechan de este.
2) Los organismos y entes públicos gestionados por esos “políticos” son, por pura lógica elemental, “chiringuitos” que los mantienen con sueldos muy superiores a los de la mayoría. Eso, claro, redunda en un descrédito de las instituciones de representación política propias del sistema democrático.
3) La iniciativa privada es la buena, y la pública es mala por definición, por estar contaminada por intereses bastardos (¿políticos o partidarios?) Especialmente, aquello de lo público que esté bajo la dirección explícita de los “políticos”.
4) El “pueblo”, por oposición a los políticos, es noble, justo y solidario por definición. De hecho, solo se puede confiar en él.
Dicho lo anterior, conviene recordar que la categoría “pueblo” es la base y el eje de cualquier populismo político, ya sea partidario o sistémico. El pueblo es lo mejor, lo que no es pueblo es “élite” o “casta” o cualquier otra etiqueta similar que lo identifique como “enemigo del pueblo”. Uno de los grandes enemigos de ese “pueblo” es el Estado.
[Nota al margen: Hace unas pocas horas, en Estados Unidos, el enfrentamiento electoral entre los que dicen defender al pueblo contra la élite que lo desprecia se ha saldado, si aplicamos ese discurso simplista, con la victoria del que se dice “candidato del pueblo americano”. Se llama Donald Trump].
Esas propuestas políticas que hacen del “pueblo” su razón de ser tienen un difícil encaje en las democracias homologadas que conocemos. Un ejemplo histórico del populismo clásico valdrá para avalar la tesis.
Las dos primeras de las llamadas “20 Verdades peronistas” –años cincuenta del siglo pasado– dicen así: 1) “La verdadera democracia es aquella donde el gobierno hace lo que el pueblo quiere y defiende un solo interés: el del pueblo”; y, 2) “El peronismo es esencialmente popular. Todo círculo político es antipopular y, por lo tanto, no peronista”.
Muchas décadas después de Perón, el presidente argentino se llama Javier Milei, amigo y admirador de Donald Trump, que llegó con una motosierra a “defender al pueblo” de un Estado dominado por una élite de “zurdos”.
Volvamos a Valencia y el drama que nos ha azotado, y también a la consigna “Solo el pueblo salva al pueblo”.
El pueblo no ha salvado al pueblo… porque no podía salvarlo. El pueblo, entendiendo por tal a los ciudadanos corrientes, como usted o como yo, ha ayudado al pueblo
No, no es cierta, ni correcta. Y, además, es peligrosa por populista. El pueblo no ha salvado al pueblo… porque no podía salvarlo. El pueblo, entendiendo por tal a los ciudadanos corrientes, como usted o como yo, ha ayudado al pueblo. Extraordinariamente. Admirablemente. Tenemos el derecho de sentirnos orgullosos de vivir en una sociedad en la que miles de personas, jóvenes en su mayoría, se lanzaron a ayudar como fuera a los afectados por el desastre.
En nuestro caso, ese pueblo, esa gente, esos ciudadanos y ciudadanas, han ayudado y mucho, con su esfuerzo y su compromiso, con su solidaridad y su afecto. Pero no puede “salvarlo”, si por ello entendemos salir adelante, reparar los daños, renacer con fuerza tras haber sufrido una devastación como la que hemos vivido en nuestra tierra.
El pueblo no tiene maquinaria pesada, ni bombas de achique, ni grupos electrógenos, ni medios profesionales de intervención rápida, ni helicópteros, ni drones, ni geo-radares, ni perros adiestrados, ni bomberos, ni militares con sus inmensas capacidades. Ni policías, ni jueces para impedir que los saqueadores actúen. Esos medios los tiene, y así debe ser, el Estado (insisto, en sus tres niveles).
Las diversas administraciones son las que tienen medios y competencias para atender a quienes lo han perdido todo. Son ellas las que repararán las infraestructuras, las que asumirán el restablecimiento de los transportes, las que han dispuesto los ERE, etc., etc. Y el Estado actuará administrando sus medios, que mantiene con los fondos que recauda con su política fiscal, con los impuestos que pagamos todos.
Los que quieren más mercado y menos Estado, los que quieren reducir los impuestos de toda clase, los que querrían privatizar todo lo susceptible de dar beneficios, no explican qué tipo de sociedad nos proponen, pero se trata de una en la que priman el individualismo y el beneficio privado, en la que el mercado es la medida de todas las cosas. Si el Estado es inútil, si no es operativo en una situación como la que vivimos, el Estado sobra. Y sobra porque “solo el pueblo salva al pueblo”.
No nos equivoquemos. Esa gente anónima que se puso a caminar hacia la zona afectada, esos miles de hombres y mujeres, hicieron y siguen haciendo un trabajo impagable que nos honra a todos. Pero el Estado es imprescindible e insustituible, y la cruda realidad lo demuestra.
No nos engañemos, que ya hay bastantes mentiras circulando. El pueblo, la ayuda al pueblo, con heroísmo y abnegación, llega solo hasta donde puede llegar.
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Joan del Alcázar es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.
Cuando las autoridades alertaron a la población, el agua ya había impuesto su ley devastadora.