En estos tiempos, la dialéctica pública nos ofrece a menudo ejemplos de absurda sinrazón. Escuchamos a los herederos y nostálgicos del franquismo apelar asiduamente al constituyente de 1978 y reivindicarse como intérpretes auténticos del espíritu constitucional cuando no sólo no votaron la Constitución, sino que, en su día, la combatieron. En este sentido, provoca perplejidad y sonrojo oír autocalificarse como “constitucionalistas” a aquellos que, día a día, niegan, con total descaro, la esencia y los valores constitucionales.
Es por ello que la elección de los nuevos vocales del Consejo General del Poder Judicial constituye el momento idóneo para apelar a los valores constitucionales y reivindicar el valor del pacto, el mérito del acuerdo y la virtud del diálogo.
Porque el acuerdo es origen y esencia del pacto constituyente. La Constitución es una invitación permanente al pacto. No cabe resignarse a otear las posibilidades de acordar como una entelequia o un mero desiderátum porque en ello reside el verdadero músculo y nervio de la vida política del régimen constitucional. Sin acuerdo político, nuestra Constitución flaquea. Pactar y acordar no es traicionar, y no hay demérito ni vergüenza en el acuerdo. Todo lo contrario, el acuerdo constituye ejemplo máximo de grandeza y dignidad por cuanto supone renuncia de lo propio en beneficio del interés general.
La Constitución pertenece a todos los que alguna vez soñaron el ideal ilustrado de la fraternidad y a todos los que ambicionamos una sociedad más justa, decente y digna
Recelemos de quienes abominan del pacto calificándolo como “mercadeo, compadreo o pasteleo” porque no han entendido su fuerza integradora como esencia del constitucionalismo democrático: sin pacto político no hay Constitución, habida cuenta de que la Constitución está preñada de exigencias de acuerdo. Y sin política —la buena política, la del acuerdo y la transacción— la Constitución sufre y no merece que la sigamos poniendo a prueba.
Cinco años y medio sin cumplir la Constitución no salen gratis: desprestigio de las instituciones, descrédito de la Justicia, coste económico incalculable, desmotivación de los profesionales, retrasos, dilaciones, etc.; en definitiva, conculcación del derecho fundamental a la tutela judicial. La Justicia ha sufrido y tardará en reponerse. Aprendamos la lección.
Los vocales del CGPJ que acaban de ser elegidos gozarán de una inmensa legitimidad: como los anteriores, ostentarán la colosal legitimidad que otorga una urna ubicada en la tribuna del Congreso de los Diputados donde depositan su voto los 350 representantes del pueblo español, y en el Senado, con sus 260.
Renovar el CGPJ significa cumplir (por fin) la Constitución. ¡Aleluya! Pero la Constitución debe cumplirse ahora y siempre, cuando conviene y cuando no; con lealtad. No se puede respetar la Constitución sin respetar al Tribunal Constitucional, porque lejos de merecer ignominiosas apelaciones, en él reside la extraordinaria condición de supremo intérprete de la Constitución. Cuestionarlo y erosionar su credibilidad supone torpedear los cimientos del edificio constitucional.
Así que debemos honrar el pacto constituyente de 1978 que tanto ha servido y sirve a la causa de la libertad y del progreso; sin exclusiones y sin dar lecciones de constitucionalismo. La Constitución pertenece a todos los que alguna vez soñaron el ideal ilustrado de la fraternidad y a todos los que ambicionamos una sociedad más justa, decente y digna.
Artemi Rallo Lombarte es portavoz socialista en la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados y catedrático de Derecho Constitucional
En estos tiempos, la dialéctica pública nos ofrece a menudo ejemplos de absurda sinrazón. Escuchamos a los herederos y nostálgicos del franquismo apelar asiduamente al constituyente de 1978 y reivindicarse como intérpretes auténticos del espíritu constitucional cuando no sólo no votaron la Constitución, sino que, en su día, la combatieron. En este sentido, provoca perplejidad y sonrojo oír autocalificarse como “constitucionalistas” a aquellos que, día a día, niegan, con total descaro, la esencia y los valores constitucionales.