La superación de la escuela neoliberal: se acabó el saber y ganar

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Albano de Alonso Paz

Tenemos un sistema educativo en permanente tensión, acrecentada en estos dos años de pandemia. Se debate en un vaivén entre un modelo de corte clásico, que liga la idea del fracaso y el mérito a lo personal, y una propuesta más acorde con la contemporaneidad, que centra sus esfuerzos en destinar recursos a la personalización del aprendizaje, al acompañamiento de los más vulnerables y la diversificación de los saberes, según los contextos y las características del estudiante. A esto último, muchos —en la posición más reaccionaria pero conservadora a la vez— lo llaman bajada de nivel o empobrecimiento de la escuela; cree esa corriente que si se alivia la sobrecarga de contenidos de los currículos y se incrementa la autonomía pedagógica, se está perjudicando al más débil, puesto que este puede y debe aspirar a máximos sin concesiones, como los demás. 

Para este alumnado, como para cualquier otro, la educación se traduce así de forma mecánica en un saber y ganar, en alusión al título de este popular concurso televisivo. "Podar" los contenidos propuestos en las leyes —se defiende—, que por otro lado casi nunca llegaban a darse por motivos diferentes, condena per se al fracaso a ese grueso de estudiantes que presenta dificultades: serían los grandes perdedores de un juego educativo en el que la clave, dicen, es esa: saber mucho. 

Pero en el fondo de este debate se encierran ideas nutridas de un mecanismo simplista de causa-efecto que, en algo tan complejo como la educación, ofrece muchas limitaciones, tantas como aristas en sus interpretaciones; subyace la pervivencia incrustada en raíces culturales heredadas de esa escuela en la que aprendimos, con perfil neoliberal, cuya hipótesis se basaba en centrar el éxito o el fracaso en el estudiante, en lo individual. Este, como en el ya legendario concurso citado, es elegido o no en función de lo que sabe, dentro de un proceso estratificador de oferta-demanda que lo selecciona para una siguiente fase o lo rechaza, en una concepción mercantilista de la educación. Por ello, para suplir su déficit personal, el sistema debe proveerlo de muchos contenidos, como si hablásemos de habitáculos vacíos sin ningún bagaje identitario previo. Porque, en el caso contrario, un fracaso personal —que no fracaso del sistema— traerá consigo, como castigo, su falta de idoneidad, lo cual se traduce, en la jerga escolar, en suspenso, repetición o abandono. 

Y así es como, con la defensa de esa tesis ideológica de raigambre capitalista (estudiante visto como capital humano) se hace subsistir, encadenada en la semilla del entramado educativo, una visión distorsionada de la diversidad y la heterogeneidad en las aulas: aquellos que se separen de la estandarización a la que se tiende de forma preponderante a través del resultado exclusivo de un examen no caben en este proceso de selección de la escuela neoliberal. Ello, pues, justificaría la creación de itinerarios —a los que siempre van a dar desde pronto los inadaptados, bajo el eufemismo de que presentan “otro perfil”—, la segregación por cualquier condición, la creación de centros gueto, y la presunta “libertad” de elección también para aquellos que, de forma paradójica, no pueden elegir, así como el desvío de recursos no a los más vulnerables, sino a los que lo merecen por su esfuerzo personal. Saber, así, es sinónimo de ganar. 

Distanciada de toda perspectiva empresarial, la educación es un bien público, común, que debe blindarse por una apuesta colectiva centrada en la universalización y en la inclusión

Pero la escuela encierra historias de derrotas que no cuadran en el concurso mediático que las políticas conservadoras perfilan como educación de calidad; historias que el pedagogo Henry Giroux encajaba dentro de lo que llamaba la “cultura de privación”, que afecta sobre todo a jóvenes de colectivos minoritarios. Esta forma enrevesada de entender la calidad educativa se ciñe al planteamiento homogeneizante de un currículo mal enfocado y sobrecargado de contenidos para buscar la presunta excelencia, alejada de la búsqueda de un sentido integrador de lo que hacemos, en el que todos tengan cabida, no solo los elegidos. Se defiende así, en ese sistema educativo férreo, una visión nutrida de la selección para el éxito de aquellos que arrancan su periplo en condiciones de partida privilegiadas, plasmación de un proceso que se reproduce en otras facetas de la vida. Pero la escuela es mucho más que eso y, por ello, debe alejarse de eso. 

Distanciada de toda perspectiva empresarial, la educación es un bien público, común, que debe blindarse por una apuesta colectiva centrada en la universalización y en la inclusión. Por ello, en los nuevos planteamientos, tan rechazados por esa corriente conservadora, no caben ya tanto medidas como la repetición (que afecta de forma particular a aquel alumnado que parte de una situación de desventaja), la clasificación por notas numéricas en la educación básica, la bifurcación desde niveles elementales para crear sistemas paralelos o la estigmatización creada a partir de la noción de esfuerzo y mérito personal como único requisito para el éxito. 

La escuela no es un escaparate de fuertes ni de débiles. Tampoco un adiestramiento para una vida donde el castigo o el premio marcan el destino de las personas y las determina hacia la marginación o la culminación de las perspectivas previas de triunfo de algunos. Las nuevas raíces de la educación se alejan de ese saber y ganar cíclico y se acercan a la idea de mecanismo de progreso, de palanca para la justicia social, de modernización y avance que perfila una apuesta definitiva por la enseñanza pública como signo de equidad, para lo cual hay que exigir también una inversión sin precedentes. Y, cuando se habla de recursos, se habla de una apuesta firme por una formación docente también de calidad, basada en la cooperación, el diálogo, la creación de redes y el aprendizaje entre iguales, cimientos que también deben nutrir de forma definitiva el trabajo en clase. 

Esa enseñanza alejada del saber y ganar tiene que venir acompañada, a la par, de una significativa bajada de ratios; un incremento de docentes o una disminución de la cantidad de estudiantes por aula sobre todo en los contextos con más alumnado en situación de riesgo. Esta medida es una señal necesaria de mejora, el pistoletazo de salida que supone la esperanza para un cuerpo docente hastiado de promesas para una foto que no retrata la realidad de aulas plagadas de signos de marginación estructural. Porque un cambio en esa escuela anclada en el pasado, en el saber y ganar, implica también un novedoso rumbo en las prioridades políticas, viraje que insufle confianza y sosiego a los únicos capaces de gestar una reforma de este calado: el profesorado de ese país. 

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Albano de Alonso Paz es director del IES San Benito (Tenerife, Canarias) y profesor de Lengua Castellana y Literatura.

Tenemos un sistema educativo en permanente tensión, acrecentada en estos dos años de pandemia. Se debate en un vaivén entre un modelo de corte clásico, que liga la idea del fracaso y el mérito a lo personal, y una propuesta más acorde con la contemporaneidad, que centra sus esfuerzos en destinar recursos a la personalización del aprendizaje, al acompañamiento de los más vulnerables y la diversificación de los saberes, según los contextos y las características del estudiante. A esto último, muchos —en la posición más reaccionaria pero conservadora a la vez— lo llaman bajada de nivel o empobrecimiento de la escuela; cree esa corriente que si se alivia la sobrecarga de contenidos de los currículos y se incrementa la autonomía pedagógica, se está perjudicando al más débil, puesto que este puede y debe aspirar a máximos sin concesiones, como los demás. 

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