Las infracciones éticas tienen también su origen en las complejidades de la psicología humana, no sólo en la integridad. Estamos programados mucho más fuertemente para el comportamiento poco ético que para la integridad. A la vista están algunos de los escritos con los que ciertos sujetos alardean en los medios de sus supuestas competencias expertas para aleccionar a un impreciso responsable de un acontecimiento (la dana) que, mayormente, debe su trágico resultado a un fenómeno natural de dimensiones impensables. Tanto es así que no deja de sorprender la más que arrogante puesta en escena de esos mismos individuos que, en el mejor de los casos, con su actitud alimentan más la desmesura de su ego y, en el peor, alardean de un cinismo propio del que predica sin dar ejemplo. Véanse los casos de quienes instruyen sobre la comunicación de crisis, la gestión de catástrofes, el ocaso de las administraciones, los liderazgos, la confianza, etc., elementos que, a modo de ejemplo, se pudieron constatar también en la denostada pandemia, cuando algunos de esos mismos sujetos fueron cómplices en su deplorable gestión. No hace falta recordar los innumerables fallecimientos que fueron debidos, también en parte, a esa dejadez de funciones. Para mayor escarnio hemos sido testimonios de una inexistente exigencia de responsabilidades, que en algunos casos incluso se ha retribuido con posteriores nombramientos para cargos políticos.
Cuando nos comportamos de manera poco ética solemos ser expertos en desviar las culpas y racionalizar nuestro comportamiento, si bien olvidamos recordar cuál debiera haber sido (o ha sido) nuestra manera de comportarnos en situaciones similares. En este sentido resulta fácil (o suele serlo) decretar estados de emergencia cuando previamente hemos sido espectadores atónitos de la desgracia ajena. Esto no nos convierte en sujetos más previsores, sino en aterrados seres aferrados a nuestros cargos y posesiones. De nuevo, la adversidad del otro rinde culto a la inoperancia de un ecosistema (político, económico, climático, social, jurídico) que ya viene dando señales de debilidad e indolencia. Dado que la experiencia en las organizaciones sociales a menudo adolece de señales débiles, de ruido sustancial y de muestras pequeñas, es muy probable que la historia realizada se desvíe considerablemente de la realidad subyacente.
La ceguera motivada que acompaña la tragedia de Valencia trae a colación el sinfín de tesituras que se descubren en el comportamiento humano
La ceguera motivada que acompaña la tragedia de Valencia trae a colación el sinfín de tesituras que se descubren en el comportamiento humano: la controversia sobre la celebración de ciertos espectáculos deportivos (habidos y por haber) es un ejemplo de la más que cuestionable actitud de una parte que tiene interés en pasar por alto el comportamiento poco ético de la otra. Igualmente sucede con la conducta de quienes aprovechan las luctuosas circunstancias para intoxicar con rumores infundados y amargar aún más, si es posible, las dolorosas circunstancias presentes.
De este modo, la mayoría de nosotros consideramos que nuestra contribución, sea ésta a un grupo, organización o a alianzas estratégicas, es más importante y sustancial de lo que la realidad puede sostener. Atribuirse este mérito hunde en parte sus raíces en nuestra limitada ética. En realidad, sobrevaloramos nuestra visión, excluyendo información importante y relevante en nuestra toma de decisiones al establecer límites arbitrarios y funcionales a nuestra definición de lo que es un problema —normalmente de forma egoísta— . Esta es parte de la base por la que no logramos ponernos de acuerdo en los desacuerdos: prestamos atención a datos diferentes. Diferencia que casi siempre es intencional, dado que ello nos ayuda a que nuestra mente absorba aquella información que coincide con nuestras creencias y descarte aquella otra que las cuestionen.
Una sociedad que se precie ecuánime y decente debería incluir un programa de sanciones que desalentaran los comportamientos poco éticos (del tipo que sean), a través de los mecanismos que se consideren más eficaces. El problema es que estos programas suelen tener el efecto contrario fomentando el comportamiento que deberían desalentar: eliminan la consideración ética y lo convierten en una decisión empresarial basada en el cálculo coste-beneficio del sujeto. Somos demasiado confiados, por lo que informarnos sobre nuestros puntos ciegos no parece ayudarnos a tomar mejores decisiones. Tendemos a creer que, aunque otros pueden caer presa de sesgos psicológicos, nosotros no. Si nos dejamos llevar por nuestros propios miedos subestimamos drásticamente el grado en que nuestra propia conducta se ve afectada por incentivos y motivaciones alejados de la tragedia humana.
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Anna Garcia Hom es socióloga y analista
Las infracciones éticas tienen también su origen en las complejidades de la psicología humana, no sólo en la integridad. Estamos programados mucho más fuertemente para el comportamiento poco ético que para la integridad. A la vista están algunos de los escritos con los que ciertos sujetos alardean en los medios de sus supuestas competencias expertas para aleccionar a un impreciso responsable de un acontecimiento (la dana) que, mayormente, debe su trágico resultado a un fenómeno natural de dimensiones impensables. Tanto es así que no deja de sorprender la más que arrogante puesta en escena de esos mismos individuos que, en el mejor de los casos, con su actitud alimentan más la desmesura de su ego y, en el peor, alardean de un cinismo propio del que predica sin dar ejemplo. Véanse los casos de quienes instruyen sobre la comunicación de crisis, la gestión de catástrofes, el ocaso de las administraciones, los liderazgos, la confianza, etc., elementos que, a modo de ejemplo, se pudieron constatar también en la denostada pandemia, cuando algunos de esos mismos sujetos fueron cómplices en su deplorable gestión. No hace falta recordar los innumerables fallecimientos que fueron debidos, también en parte, a esa dejadez de funciones. Para mayor escarnio hemos sido testimonios de una inexistente exigencia de responsabilidades, que en algunos casos incluso se ha retribuido con posteriores nombramientos para cargos políticos.