Con frecuencia, los sedicentes liberales españoles suelen advertir sobre las derivas iliberales de nuestras democracias. El auge del populismo, los extremos antipolíticos y la degradación de la convivencia democrática conforman sin duda un cóctel indigesto. A la vista de la expansión de fuerzas de extrema derecha por toda Europa, de fenómenos como el bolsonarismo o el trumpismo, o del voto refugio en la derecha radical o identitaria de muchos conciudadanos de clase trabajadora, especialmente en la periferia europea desindustrializada, no parece que la advertencia esté exenta de fundamento.
Sin embargo, confieso que siempre me ha sorprendido que se pretenda contener el populismo y los repliegues identitarios o nacionalistas sin enfrentar las causas sociales y económicas de los que se alimentan. Por ejemplo, la desigualdad económica, realidad sangrante en España, y los efectos que la globalización ha tenido en el mundo del trabajo.
Recientemente, un grupo de Estados miembros de la Unión Europea unió sus fuerzas para bloquear de nuevo la ley de empleo en plataformas digitales. En las últimas décadas, el mercado de trabajo ha experimentado una evolución inquietante. La aparición de múltiples plataformas que operan a través de aplicaciones tecnológicas ha cambiado incluso el aspecto de las principales urbes. Su modelo de negocio, lejos de aportar valor añadido alguno ni ser el resultado de una gran innovación tecnológica, consiste en el abaratamiento de costes laborales y la más descarnada explotación laboral.
No son pocos los trabajadores forzados a salir de la esfera de protección del Estatuto de los Trabajadores, convertidos en falsos autónomos. No se trata de una cuestión simbólica ni nominal, sino un fraude con implicaciones tangibles: para los trabajadores, con unos derechos laborales completamente mermados, para la Seguridad Social y para el conjunto de la sociedad. A lo que con frecuencia se denomina economía colaborativa, deberíamos más bien denominarla economía depredadora: la que pone a competir al último contra el penúltimo en condiciones de precariedad más propias de finales de siglo XIX e inicios del XX.
Las condiciones de un repartidor de Glovo, Uber Eats o Deliveroo son un claro ejemplo de explotación laboral. Lo anacrónico no es su denuncia, sino el inquietante blanqueamiento de aquella por los que descartan esta crítica calificándola de populista, trasnochada o tecnófoba. Los avances tecnológicos pueden y deben ser un instrumento para la emancipación de las personas, pero sin regulación y al servicio de determinados intereses económicos son sólo un instrumento de servidumbre para muchos trabajadores.
La así denominada uberización es un fenómeno cada vez más generalizado que ha ido descomponiendo progresivamente algunas conquistas históricas del movimiento obrero, como la negociación colectiva. Muy ligado a nuestro modelo productivo desindustrializado y a un sector servicios que es hegemónico en la economía española, ha ido proliferando una economía repleta de microempresas y autónomos.
Indudablemente, en un contexto global tan convulso es importante proteger nuestra economía productiva frente a la economía financiera de carácter especulativo. Sin embargo, no podemos obviar que las transformaciones productivas y del mundo del trabajo han ido generando un escenario cada vez más fragmentado, donde el trabajador es presentado como un emprendedor.
Una buena parte del liberalismo retórico no es sino un individualismo dogmático que responde a intereses económicos muy definidos en torno al rechazo del bien común y del Estado social. Un anarcocapitalismo cada vez más extendido
Este relato tramposo es peligroso: necesitamos una economía dinámica donde el talento y la creatividad fluyan –para lo que es imprescindible el concurso del Estado en la producción y la redistribución–, pero el camino para eso no es la barra libre de trabajo basura y contratos en fraude de ley, sino la mejora de la productividad de nuestras empresas, un sustancial incremento en la inversión en I+D, y la sustitución definitiva de un paradigma de devaluación salarial por un modelo productivo mucho más sostenible y diversificado, que incremente el peso industrial sobre el PIB y la calidad del trabajo.
Considerar “emprendedor” a un falso autónomo víctima de la explotación laboral no sólo es una caricatura injusta, sino que revela una doble derrota: la incapacidad de proteger las condiciones laborales del trabajador por cuenta ajena y la de fomentar las condiciones empresariales de un tejido productivo con frecuencia sometido a la competencia desleal con corporaciones multinacionales especializadas en la evasión fiscal, el dumping laboral y el medioambiental.
¿Por qué algunos autoproclamados liberales silencian una realidad tan lacerante como la de la economía uberizada, absolutamente incompatible con los derechos fundamentales de las personas? Uno de los principios históricos del liberalismo fue la limitación del poder. El gran error dogmático de los fundamentalistas de mercado, por decirlo en palabras de Tony Judt, es abandonar esta directriz cuando se trata de limitar las arbitrariedades del poder económico.
Lo observamos cuando callan ante la descomposición del derecho laboral, cuyo carácter de protección de los trabajadores emana de una desigualdad estructural entre las partes, y su sustitución por el derecho privado. Este último se regula por la autonomía de la voluntad de las partes. Este principio está completamente ausente en las relaciones contractuales entre partes desiguales: ocurre en el derecho laboral y también en el derecho bancario o, en general, en la protección de los consumidores y usuarios. ¿Por qué muchos liberales aceptan el relato neoliberal falaz, según el cual, en un préstamo hipotecario o un contrato de transporte aéreo, repletos de cláusulas abusivas, el Estado no debe “interferir” al ser resultado del libre acuerdo entre las partes?
Una buena parte del liberalismo retórico no es sino un individualismo dogmático que responde a intereses económicos muy definidos en torno al rechazo del bien común y del Estado social. Un anarcocapitalismo cada vez más extendido entre youtubers e influencers, que inunda las pantallas y genera una hegemonía cultural sombría. La formación de ciudadanos sustituida por la manipulación de jóvenes, a los que se convence de que el éxito pasa por convertirse en aprendices de “criptobros”.
Desde luego, es un liberalismo impostado aquel al que no le importa la limitación de poder, puesto que promociona las concentraciones de capital a espaldas de parlamentos y gobiernos democráticos; el que no respeta la separación de poderes porque somete al Estado de derecho a la arbitrariedad de entidades financieras y plataformas tecnológicas, convirtiendo a los poderes del Estado en auxiliares del poder económico; el indiferente ante la falta de libertad de muchas personas cuyos derechos fundamentales nominalmente garantizados distan mucho de ser tangibles y reales; el que promueve importantes desigualdades y desequilibrios en un marco global de libre circulación de capitales y múltiples “refugios fiscales” y “jurisdicciones fiscalmente no cooperativas”, que son los habituales eufemismos con los que algunos eluden el vergonzoso escenario de paraísos fiscales dentro de una Unión Europea que se presume social y democrática.
El detector de iliberalismo debería, por tanto, orientarse de forma correcta. No se encuentra sólo en los reaccionarios de la identidad, también en los gobiernos que conforman el grupo de Visegrado, con formaciones políticas que niegan los derechos civiles, el laicismo o la libertad religiosa y que criminalizan con su populismo a los migrantes, o en aquellos que quieren definir las comunidades políticas en torno a peligrosos criterios étnicos, sustituyendo la condición de ciudadanos por la de “nativos”.
Es indudable que el nacionalismo étnico y el populismo identitario son verdaderas agresiones democráticas. Pero nunca los atajaremos si partimos de la aceptación acrítica o el blanqueamiento de un orden social y económico cada vez más desigual e injusto para las clases trabajadoras, así como convulso, incierto y carente de estabilidad para unas clases medias precarizadas, cuyas condiciones de vida se resienten al tiempo que los estragos de las diversas crisis económicas se vuelven crónicos a nivel social. La desigualdad creciente y la concentración de riqueza en pocas manos son una termita silenciosa y letal que corroe nuestro Estado social y democrático de derecho.
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Guillermo del Valle es secretario general de la Izquierda Española
Con frecuencia, los sedicentes liberales españoles suelen advertir sobre las derivas iliberales de nuestras democracias. El auge del populismo, los extremos antipolíticos y la degradación de la convivencia democrática conforman sin duda un cóctel indigesto. A la vista de la expansión de fuerzas de extrema derecha por toda Europa, de fenómenos como el bolsonarismo o el trumpismo, o del voto refugio en la derecha radical o identitaria de muchos conciudadanos de clase trabajadora, especialmente en la periferia europea desindustrializada, no parece que la advertencia esté exenta de fundamento.