LA PORTADA DE MAÑANA
Ver
Europa camina hacia la reducción de jornada mientras en España la patronal permanece parada

Una utopía neoliberal para Palestina

Álvaro Zamarreño

Cuando España reconoció oficialmente el Estado de Palestina en mayo, desde Israel empezaron a llegar amenazas muy poco disimuladas sobre represalias. Durante muchos años, las declaraciones oficiales sobre Israel salían acompañadas de la muletilla injustificada de “país aliado y amigo”. Los expertos en seguridad insistían siempre en la importancia de estar a buenas con un país con el -supuestamente- mejor servicio de espionaje del mundo, y fabricante de la tecnología más avanzada en el campo militar y antiterrorista. Y, a la primera de cambio, ese ‘aliado y amigo’, se ha convertido en una amenaza en cuanto España ha dejado de seguirle fielmente el juego. 

En realidad, el papel de Israel en seguridad y antiterrorismo, se asemeja más bien al de la mafia ofreciéndose ‘amablemente’ a proteger edificios en obras o empresas en las ciudades italianas. A mayor inseguridad, mayor beneficio para la mafia, que a su vez es fuente de esa amenazante inseguridad. Y eso es lo que pasa con el complejo militar-securitista israelí: cuanto mayor es la inseguridad y la violencia en Oriente Próximo, y en el mundo en general, mayores son las oportunidades de negocio para las empresas de ese complejo. 

Esta paradoja es uno de los puntos centrales de El laboratorio Palestino, del periodista australiano Antony Loewenstein, recién aparecida en España. Frente a las obras que nos pretenden explicar la situación en Palestina en función de variables religiosas, geopolíticas o históricas, la virtud de esta publicación es que, de manera resumida, expone los intereses que explican la verdadera dificultad para poder poner fin a la violencia: la sociedad israelí necesita de esa violencia, porque representa una parte muy importante del producto interior bruto y de las exportaciones del país. Y esa violencia, necesita de los palestinos, que son el campo de prueba que permite vender la tecnología israelí como “probada en combate”. 

En los dorados días del proceso de paz de Oslo, cada vez que Israel lanzaba su garra violenta sobre la sociedad palestina, los grandes medios de comunicación se poblaban unos meses después de publirreportajes sobre cómo sería la reconstrucción. Si se habían destruido edificios públicos, bloques de viviendas, empresas, campos de cultivo, carreteras, era fruto de una violencia preexistente al ataque, desencadenada por los grupos armados palestinos. Así que, los planes de reconstrucción, que The New York Times o sus equivalentes recogían con alborozo, tenían que servir para, esta vez sí, hacer las cosas bien: empoderar a los palestinos buenos (aquellos plegados a lo que dictara la política estadounidense y europea del momento), y asegurarse de que eran ellos los que controlaban esa reconstrucción. 

Ese verdadero ‘subgénero periodístico’ del reporterismo en Oriente Próximo, nos presentaba una Gaza que sería una especie de Silicon Valley -de tercera-, un oasis de teleoperadores, un cibervivero de no sé qué, hiperconectado con la economía global mediante fibra, y quizás con Cisjordania y un aeropuerto en una isla artificial, mediante un monorrail o un hyperloop. Las distopías neoliberales venían a solucionar, de manera fácil (y estética) el ‘irresoluble’ problema de la violencia en Oriente Próximo.

Todas esas miradas falseaban los más elementales hechos, e ignoraban el más básico contexto histórico, político o social. Pero, sobretodo, ignoraban algo aún más importante: que esa violencia -y dejemos de lado por un momento cuál era su origen-, es la verdadera levadura de la economía israelí

El libro de Loewenstein coge esa ‘masa madre’ de la economía israelí, y como en un libro de cocina práctica, nos lo sintetiza y explica, enlazando elementos de la política y la sociedad israelíes, con los de Estados Unidos o la Unión Europea, o elementos de la geopolítica mundial. Uno de los logros más sobresalientes en el discurso de este periodista australiano, es explicar el peso que el control de las migraciones internacionales tiene en el desarrollo de la industria securitista israelí. Su otro complemento es el de la necesidad que las dictaduras de medio mundo tienen de las tecnologías de control desarrolladas por el complejo investigador-militar israelí. 

La sociedad israelí necesita de esa violencia, porque representa una parte muy importante del producto interior bruto y de las exportaciones del país. Y esa violencia, necesita de los palestinos, que son el campo de prueba que permite vender tecnología “probada en combate”

Volviendo al símil inicial de la mafia italiana ‘protegiendo’, vemos cómo países y empresas extraen recursos de las partes más empobrecidas del planeta, y levantan todo un rosario de medidas de opresión para que quienes sufren ese extractivismo, ni se puedan levantar contra sus poderes locales, ni puedan emigrar para dignificar su existencia. Y en todo este proceso, las empresas israelíes les ofrecen su apoyo ‘experto’. 

A esto añadamos el azuzamiento de ‘avisperos’ geopolíticos, para que surja la violencia para la que te ofrecen el antídoto. Loewenstein repasa el apoyo que Israel ha dado a las dictaduras de Chile, los ‘paras’ en Colombia, o los diferentes gobiernos títere de América Central. Para terminar ofreciéndose como ‘solucionador’ en la frontera Sur de Estados Unidos, con sus sistemas y tecnologías de control. Lo mismo en el caso de Europa, pero cambiando al demonizado Trump por nuestra agencia de control de fronteras Frontex, de la que España es tan responsable como el resto de gobiernos de la Unión por la muerte de miles de seres humanos. 

Israel no es, obviamente, el único país que fabrica armas y las exporta, sin que su uso posterior para matar o controlar a población inocente importe demasiado. Pero las dos particularidades de este caso son: por un lado, la importancia que el complejo securitista-armamentístico tiene en todas las demás decisiones del Estado; y la utilización sin pudor de la sociedad palestina como banco de pruebas. Loewenstein -que apenas entra analizar la perspectiva palestina, o lo legítimo de su resistencia armada-, sí que sostiene claramente que los dirigentes del país en este momento pueden ser un poco peores que los de antes, pero que las políticas perversas de destrucción de la sociedad palestina, están ahí desde el principio, desde antes de 1948 (cuando el movimiento sionista logró el control de la mayoría del territorio, creando su propio estado). 

Controlar la vida de siete millones de palestinos requiere un esfuerzo adaptativo constante. Y ese es el aliciente que, para Loewenstein, tiene el sector armamentístico israelí. Si, en escenarios de guerra clásicos, como los de los años 40-60, Israel necesitaba armamento pesado, el control de población civil requiere una tecnología muy diferente. Desde finales de los 80, con la Intifada, Israel no se enfrenta a una fuerza militar clásica. La Intifada fue un movimiento popular de resistencia, que precisamente por su carácter no armado, desbordó a un ocupante más habituado a tanques y aviones. El último escalón en estas sofisticadas estrategias de control se desarrolló en Gaza, a partir de 2006. En unos meses, convirtió la franja en algo parecido a esos espacios del zoo en los que las visitas contemplan a las ‘fieras’ desde la seguridad de un parapeto de hormigón. 

En esta última década, Israel pareció alcanzar su éxito: sometía a dos millones de personas en un territorio de tamaño ridículo, reduciéndolos a la mera supervivencia, y sin pagar ningún precio, ni político ni económico, por ello. El laboratorio palestino nos rememora cómo La Gran Marcha del Retorno, una protesta de miles de personas en 2018 que caminaban hacia la verja de seguridad israelí con su cuerpo como único escudo, fue un expositor de los últimos desarrollos ‘securitistas’ israelíes. No sólo se mató a capricho a manifestantes desarmados, sino que se empleó munición, drones, cámaras de alta resolución, gases lacrimógenos, para amedrentar a los gazatíes. Un amedrentamiento que, como analizó Médicos sin Fronteras, supuso que miles de chicos y chicas perdieron un ojo, un brazo, una pierna… 

Aunque quien quiso pudo ver aquello, nada cambió para la vida de los gazatíes. Y, perversamente, si algo cambió para la de los israelíes fue por el aumento en la cuenta de resultados de sus empresas punteras, esas que diseñan drones, balas mutiladoras, etc. Esa sí es la verdadera utopía neoliberal que el sistema israelí ofrecía a su propia sociedad: se podía someter al pueblo de Palestina hasta el límite, sin pagar ningún precio por ello. Ni siquiera el ‘recibo’ de que, como ocupante, Israel tiene la obligación de proveer de servicios a la población ocupada. Para eso estaban las agencias de la ONU, las organizaciones internacionales, y los gobiernos europeos, que al día siguiente de cada sangrienta ofensiva, empezaban una nueva ‘reconstrucción’, esta vez sí, la definitiva, la de los palestinos buenos. 

Y esa es la triste moraleja del 7 de octubre (la edición original del libro es anterior a esa fecha). Una moraleja que los reportajes sobre la utopía neoliberal para Palestina siempre dejan fuera: ocupar, explotar, asesinar, encarcelar, torturar, expulsar a un pueblo, no sale gratis -aunque el paraguas del derecho a resistir no lo cubre todo, ni legitima a una milicia a actuar en nombre de todo un pueblo-. Desde octubre, la factura no ha dejado de crecer. Y, tarde o temprano, llegará a la sociedad israelí. Es el precio del uso y disfrute del ‘laboratorio palestino’.

Álvaro Zamarreño es periodista y ha informado sobre Palestina durante dos décadas.

Más sobre este tema
stats