“La política” siempre llega tarde a “lo político”, y no por una evidente miopía de los partidos y sus líderes, sino por una oxidada dinámica que atiende más a las urgencias efímeras que a las importancias sustantivas. Así se pasó de siglo hace ya 19 años sin tomarse en serio algo que desde los 70 y 80 ocupó tiempo y energía de numerosos académicos y científicos aunque de escasas figuras políticas de peso. Me refiero a esa amenaza llamada cambio climático que tanto resuena en bocas de candidatos cuando sus nombres están en papeletas electorales. Digo “antes” porque después cae en saco roto: la derrota llega cuando se enfrenta a las lógicas productivas y de consumo que dibujan la emergencia que vivimos en la actualidad.
Emergencia, bajo un prisma democrático, es un término polémico. En una emergencia no hay lugar al acuerdo: o se ha consensuado previamente el modus operandi, o justifica cualquier acción que salve los muebles. Ninguna acción que suponga seguir y cimentar ciertos valores democráticos merece eliminar el apellido fundamental que encarna nuestra sistema político: la democracia. Con la ciencia en la mano la respuesta es clara; con el diálogo en el corazón la apuesta debe superar los caminos cortos, no por ser ineficaces, sino por no poder garantizar la estabilidad en el tiempo y que, en consecuencia, el camino recorrido se pueda deshacer fácilmente bajo la mirada de sentidos sociales débiles. Por eso es momento de crear, y no imponer, un hilo verde de discurso y contenido que inunde los parlamentos y las políticas públicas: desde la fuerza de la palabra, no desde la poesía homérica.
Discutamos sobre si preferimos pasear con una mascarilla en la boca porque el aire que respiramos es tan oscuro que no vemos más allá de una legislatura. Pensemos sobre si preferimos reducir nuestra factura de la luz porque hemos poblado nuestros tejados de placas fotovoltaicas o si preferimos seguir quemando carbón, dinero y nuestro futuro. Debatamos sobre si la Amazonía debe ser sustituida por pastos para aumentar el consumo de carne en el mundo o si, por el contrario, preferimos tener una dieta variada y sana que no hipoteque nuestra salud ni nuestra naturaleza. Hablemos sobre si nuestro tiempo libre −y parte del dinero público− debe ocuparse en aplaudir cómo un animal humano tortura a un animal no humano.
Decidamos sobre si queremos seguir comprando cambio climático en plástico cada vez que vamos al supermercado o si, más pronto que tarde, la única protección que llevarán algunos alimentos serán sus cáscaras o pieles. Dialoguemos sobre si la mejor política migratoria es agravar las causas ambientales que provocan millones de desplazamientos forzosos al año o si parte de la solución, al menos, pasa por no empeorar las condiciones climáticas de zonas especialmente vulnerables. Preguntémonos si la mejor manera de llegar al trabajo consiste en quedarse atascado cada mañana en la carretera con un coche que ensucia nuestra paciencia o merece la pena posibilitar un transporte público de calidad y asequible que nos dé más tiempo personal y “climático”. Son numerosas las preguntas que podemos hacernos, pero solo hay dos respuestas posibles a cada una de ellas: o verderizamos nuestra democracia, o hipotecamos su esencia.
No hay mejor ejemplo que escuchar, en los medios o en la plaza pública, qué camino han iniciado las mejores y más jóvenes energías de los países del mundo: sin más que palabras cargadas de democracia van torciendo el timón de un barco que se creía intocable. Ni una sola imposición, ha bastado con sacar el tema para no poder guardarlo de vuelta al cajón de “ahora no es el momento”. Sea como fuere, el siglo XXI empieza a despertar del sueño de los felices años 20 del pasado siglo para transformarse en el momento de los verdes años 20 del actual. No sabemos cómo de felices serán. Lo que sí sabemos es que la próxima década será verde. Eso, democráticamente, es imparable.
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Alberto Rosado del Nogal es doctorando en Ciencias Políticas y creador de Insostenible Podcast.
“La política” siempre llega tarde a “lo político”, y no por una evidente miopía de los partidos y sus líderes, sino por una oxidada dinámica que atiende más a las urgencias efímeras que a las importancias sustantivas. Así se pasó de siglo hace ya 19 años sin tomarse en serio algo que desde los 70 y 80 ocupó tiempo y energía de numerosos académicos y científicos aunque de escasas figuras políticas de peso. Me refiero a esa amenaza llamada cambio climático que tanto resuena en bocas de candidatos cuando sus nombres están en papeletas electorales. Digo “antes” porque después cae en saco roto: la derrota llega cuando se enfrenta a las lógicas productivas y de consumo que dibujan la emergencia que vivimos en la actualidad.