Plaza Pública
¿Volverán los hooligans a los estadios? De la violencia explícita y sus enemigos
‘Por favor, sálvenos de estos aficionados’. Así es como se dirigía la alcaldesa de Turín a las autoridades responsables del mundial 1990. Los hooligans ingleses llevaban años sembrando de terror las cosmopolitas ciudades de Europa y, además, esa ‘fiebre inglesa’ ya contagiaba a hordas de jóvenes de otros países. Pero ¿quiénes eran estos anacrónicos e insaciables hunos que volvían a amenazar a la civilización? ¿Unos simples chiflados?
Una tarde de 1982, Bill Buford –periodista norteamericano que residía en Gran Bretaña– se cruzó con los hooligans del Liverpool F.C. Tras presenciar una espiral de violencia para él insólita –un despliegue policial impactante, la destrucción de varios trenes e incluso el amago de prender fuego a un pasajero–, decidió convivir durante años con varios de estos grupos para conocer a fondo el fenómeno. Después se rodarían ciertos reportajes audiovisuales sobre estos vándalos e incluso, al jubilarse, los hooligans más reconocidos publicarían sus memorias. Lo cierto es que toda esta información, muy realista, se acogía con desazón. En numerosísimos casos ni el desempleo, ni la incultura, ni la carencia de afecto, ni la frustración, ni una moda pasajera, ni un fanatismo futbolístico o político, ni la carencia de empatía ni las adicciones podían explicar de forma determinante todo aquello. El salvaje estaba entre nosotros, era como nosotros, solo que con una extravagante y particular afición: la violencia.
No obstante, el fenómeno aún podía mostrar una cara más esperpéntica, si cabe. Ante la presión de las penas de prisión y las multas económicas los hooligans pactaban peleas lejos de los estadios, de las cámaras de vigilancia y de la policía, con reglas de respeto hacia el rival (así, hasta hoy). Desolador. Al tiempo que declinaba la utilización de la violencia como medio de acceder al poder o de reconocimiento social, surgía la gran contradicción: la violencia como cultura, gratuita y causa y fin de sí misma. En definitiva, una parte de la humanidad que en tiempos de la computación, de la ropa de diseño, de los vuelos low cost y de la tolerancia y códigos éticos quedaba atrapada en los albores de la historia, fiel a ese primer hombre que entona cantos tribales y trata de dominar por la fuerza al prójimo.
Fue el hombre liberal quien obligó al hombre de hýbris a renunciar al uso arbitrario y absolutista de la fuerza, poniendo esta al servicio de la libertad y seguridad de todos los ciudadanos y prometiendo así la paz. Pero en lo político, y como ya apuntaba Raymond Aron, tal libertad acaba priorizando la confrontación partidista sobre la unión nacional. Confrontación que no se detiene ante el sofisma, ante la demagogia ni ante la utilización de las víctimas y que, recientemente, en la cuna del liberalismo que son los EE.UU, ha provocado una tensión social casi insostenible. De cualquier modo, donde la cultura del agravio se manifiesta más nítidamente es en la libertad económica: en la búsqueda de la debilidad del prójimo para la consecución de una mayor rentabilidad en el ámbito de la producción –con situaciones de vejación sádica más frecuentes que excepcionales–, o la connivencia con el crimen hacia la infancia, las familias en riesgo de exclusión e incluso los ecosistemas en el ámbito del consumo.
El hombre fraternal prometió, tras diez días que estremecieron al mundo, acabar con toda forma de dominación y de hostilidad, ya fuera la de la fuerza o la del dinero. Pero ¿qué harán los soviets una vez hayan exterminado totalmente a sus burgueses?, se preguntaba Freud. Pronto, apenas acabada la guerra civil, ya Lenin –como cuenta Deutscher– percibía manifestaciones de odio y rencor personal entre los revolucionarios. Y ya en la segunda mitad de la década de 1930, precisamente cuando la sociedad soviética vivía una época de cierta calma y prosperidad, muchos fraternalistas eran perseguidos, torturados y asesinados por sus antiguos compañeros. Podríamos citar numerosos ejemplos históricos, así como evitar caer en la simplista tesis de la brutalidad de los gobernantes y la candidez del pueblo llano. Mejor no hablar de cómo el ateniense de esa primera sociedad de concordia utilizaba las herramientas de defensa de la democracia para satisfacer su rencor e interés personal, de cómo el parisino que acabó con el ancien régime traficaba con los certificados de buena ciudadanía, o de las propias delaciones arribistas entre mismos familiares en la Unión Soviética.
Al fin, es extraño que nos escandalice tanto la violencia como cultura si nunca hemos dejado de habitar una cultura del agravio, siempre en búsqueda de cualquier pretexto y cívico cuando la situación lo requiere: capaz de respetar al prójimo en la guerra en lugar de malherirlo, de beneficiarse económica y contractualmente de él en lugar de explotarlo, o de conspirar y agitar diplomáticamente contra él en lugar de depurarlo. Lo que parece escandalizarnos, más bien, es aquel tipo de agresión que no ejercemos nosotros, aquella en la que no somos virtuosos. Los hooligans volverán a los estadios al igual que toda violencia seguirá su curso. Eso sí, los salvajes siempre serán los otros.
La sociedad abierta o mercantil vive una de sus lunas de miel, ajustando cuentas con sus enemigos en retirada. Antonio Escohotado, en su obra Los enemigos del comercio –en la que trata de precisar quiénes, y en qué contextos, han sostenido que la propiedad privada es un robo y el comercio su instrumento–, escribe: ‘[…] llevan veinte siglos abogando por abolir compraventas y préstamos para defender a quienes obtuvieron peores cartas, son incapaces de autogobernarse o sencillamente no están dispuestos a tratar la vida como un juego, aunque sus reglas sean claras’. Es curioso. Otros llevan siglos abogando por abolir el uso de la fuerza y necesitando, para autogobernarse, de que la ley –por fuerza– proteja su derecho a la igualdad, a la libertad y a la propiedad. ¿Y por qué no también a paseos vespertinos por parques limpios? ¡Con todo el riesgo que prometía ese ‘juego de la vida’! Suponemos que ahora, frente a quien pudiera aceptar verdaderamente la vida como un juego sin cartas interesadamente abolidas, siendo capaz de exponer y de preservar su integridad física, de adquirir su libertad y de tomar aquello que le placiera o de lo que fuera capaz sin protección ni arbitraje metafísico o jurídico, habría que precisar quiénes (qué clase de pusilánimes con un sentido tan acusado de desprotección) y en qué contextos han sostenido que el saqueo constituye un robo y la violencia es su ilegítimo instrumento. En fin. Es evidente que todos estamos con Atenas frente a Esparta y con Sócrates frente al relativismo moral, y que el liberalismo es el sistema que logra mantener la violencia en un grado aceptable generando además prosperidad. Pero es paradójico que Escohotado tilde de enemigos de la realidad a quien adapta esta a ciertos intereses, para acabar adaptándola a otros distintos.El propio Escohotado, en una de sus firmas digitales, escribe: "El mercado existe siempre, aunque allí donde imperan los enemigos del comercio lo traficado son personas en vez de cosas". Yo creo que la hostilidad, hasta ahora, ha existido siempre, aunque allí donde imperan los enemigos de la violencia explícita lo vulnerado son la dignidad y la psiquis humana en lugar del cuerpo.Pobre hombre de la caverna, siempre despreciado, siempre denostado, que tuvo que deponer las armas y perecer no en pos de la paz o de la fraternidad, sino para que la guerra fuese llevada tras los micrófonos, las estilográficas, las tribunas o las oficinas. ¡Y este es, según Fukuyama, el fin de la historia y el último hombre! Yo no presencio sino el sempiterno homo homini lupus, la propiedad privada es un robo y el comercio su instrumento, ¿Y por qué no también a paseos vespertinos por parques limpios? enemigos de la realidad
la psiquis humana en lugar del cuerpo
Sé prudente con tus insultos (o cómo funciona la lógica de la crispación)
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el fin de la historia y el último hombrehomo homini lupus al mismo hombre de los albores de la historia, igual de malo aunque más falso y cobarde.
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Lorenzo Martínez Esparza es diplomado en Educación Social.