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Del zapping al caleidoscopio. Evolución e involución del consumo informativo

Beatriz Gallardo Paúls | Rafael R. Tranche

Cuando en 1950 surgió el primer mando a distancia, el Lazy Bones, todavía estaba unido al televisor por un cable, pero el primer modelo inalámbrico apenas tardó cinco años. Se trataba sin duda de un instrumento revolucionario, pues permitía al telespectador cambiar a su antojo los canales. En realidad, sus implicaciones fueron mucho más profundas; con el zapping surgieron nuevos modos de ver, en los que lo fragmentario y aleatorio se imponía al monótono discurrir de un solo programa. Nos daba, además, la sensación de poder elegir: surfear sobre lo simultáneo era más estimulante que seguir sentados ante lo sucesivo.

Podríamos hacer una trasposición de este cambio de paradigma al mundo actual, donde el acceso a internet ha trastocado por completo nuestro modo de percibir el acontecer. Por decirlo llanamente: las cosas ya no “ocurren”, fluctúan magmáticamente en la infinita marmita de la web. Articular un relato o un argumento que nos permita conectar hechos dispares y complejos resulta una tarea ímproba ante la frágil inconsistencia de multitud de inputs que pugnan por fraguarse en nuestra mente. Esta, aturdida por una suerte de pareidolia digital, busca zonas de confianza (“filtros burbuja”, como señala Eli Pariser), apriorismos, lugares comunes o simplificaciones para soldar lo informe. Del mismo modo que interrogamos a las nubes buscando formas con sentido —pues eso son las pareidolias—, nuestro entorno nos lanza infinidad de estímulos desde múltiples pantallas, y a partir de ellos intentamos trazar los puntos de unión persiguiendo coherencia, integridad, significado. Ahora, el mando a distancia está en nuestra cabeza, pero no acertamos a saber dónde o qué mirar.

Simultáneamente, esos cambios tecnológicos que se instalaron en el consumo individual de nuestros salones han alterado también el escenario global de construcción de la opinión pública, y la misma naturaleza de esos mensajes que recibimos. La mediación delegada desde fines del s.XIX en los medios de comunicación de masas, que había culminado en el XX con las cadenas de televisión, ha perdido también sus puntos de apoyo como consecuencia de los nuevos medios digitales y su multiplicidad de voces. Así, cuando en abril de 2002 apareció Google News, un índice de noticias de todos los medios, se plantó la semilla para desbancar la hegemonía de los medios en el control y determinación de lo noticiable y, por tanto, de los temas que constituyen la actualidad y de los contenidos a los que otorgamos valor de verdad, de “realidad”. En paralelo, las redes sociales y los grupos de mensajería instantánea se han convertido en pocos años en la principal vía de acceso a la información —y a la desinformación— para la mayoría de los ciudadanos. De manera que más medios, y más canales para distribuirlos, no producen necesariamente más y mejor información; muy al contrario, la reproducen exponencialmente, desvirtuando con frecuencia sus ingredientes de partida con una entropía imparable. A su vez, la información se ha mistificado y puede ser remedada a través de nuevas prácticas comunicativas donde la fiabilidad puede detentarla también el grupo, el círculo de contactos o un robot programado, y no solo el periodista o el medio. Aún peor: el desprestigio instilado contra los medios (“el enemigo del pueblo”, Trump dixit) hace que la información circule como una creencia más.

En un universo por el que transitan simultáneamente millones de datos, la información tradicional se ha convertido en un estímulo más, una pieza igualable a las otras (un tuit, un meme) que integran el puzle completo. La multiplicación incesante de contenidos noticiosos —y especialmente, pseudonoticiosos—, vacía de sentido la verdadera información, por acumulación e igualación de todo tipo de asuntos. Todo se presenta como relevante, mientras caemos atraídos por lo irrelevante. Y el puzle, finalmente, deviene calidoscopio.

En un universo por el que transitan simultáneamente millones de datos, la información tradicional se ha convertido en un estímulo más, una pieza igualable a las otras (un tuit, un meme) que integran el puzle completo

Esta capacidad de amplificación y reduplicación de internet sumerge a los medios en un nuevo orden, (des)regulado por otras lógicas e intereses, al que hay que añadir la dilución de la información en un sistema mucho más vasto de búsqueda, reutilización e intercambio de contenidos. El resultado es una realidad en disputa entre diversos actores, sin mediadores legitimados para dirimirla. Los medios, tradicionalmente encargados de esta labor, parecen estar fuera de juego, desautorizados ante la emergencia de movimientos de signo (anti)político que utilizan sus ideas como meras palancas de confrontación antagónica frente a lo que, en la esfera del bien común, debería ser apodíctico, irrefutable. De ahí que buena parte del debate público no trabaje ya con ideas ni ideales, sino con imprecaciones al contrario. La arenga, el exabrupto o el zasca han ocupado el lugar de los argumentos.

Las prácticas comunicativas, por su parte, enfrentan continuamente al ciudadano a la gestión de lo fragmentario y desestructurado. Se estima que cada día hay más de tres mil millones de búsquedas en Google, y la cifra crece continuamente. Esta realidad digital nos lleva a habitar un mundo paralelo que nos exige trabajo y dedicación constantes y que, cada vez más, intenta subsumir hacia sí actividades que antes —antes de internet— desarrollábamos en la vida “real”. Gran parte de su poder de seducción se basa en hacernos sentir que vivimos plenamente el presente, que el mundo online es inmediato, directo, y el mejor modo de percibirlo es a través de estímulos que zapean el cerebro a la vez que transforman esa servidumbre en indispensable; pero son estímulos inestables, sin estructura ni jerarquías internas, cuya asimilación completa nos resulta imposible.

Por tanto, no creemos exagerado afirmar que esta (pre)disposición mental hacia el universo digital está transformando nuestra forma de entender la realidad —bifurcada ahora en vivencial y virtual— y de interactuar con ella, especialmente en lo referido a nuestro consumo informativo y, con él, a nuestra vivencia social y política. Y esta es la situación “natural” para las generaciones jóvenes, para quienes nuestro relato de los ritmos comunicativos analógicos es apenas percibido como un ejercicio de nostalgia. De modo que cabría plantearse, sin caer en catastrofismos, si la evolución digital no está adquiriendo en algunos aspectos comunicativos naturaleza de involución.

La cuestión afecta tanto a lo privado como lo público, y tiene en ambos casos clara relevancia política: por un lado, qué parte de nuestra vida “real” queremos confiar a la digitalización; y por otro, qué tipo de información pública queremos preservar para los circuitos comunicativos tradicionales, los que permiten el procesamiento concentrado y reflexivo. No cabe la opción de evadirse de la red, y gran parte del esfuerzo colectivo contemplado en los planes de la Next Generation —la Próxima Generación— está precisamente dedicado a disminuir todo tipo de brechas digitales. Las propuestas más o menos ingenuas de desconexión, o de recuperar las bondades de un utópico mundo analógico, carecen de sentido, al tiempo que son indudables los beneficios introducidos por los cambios tecnológicos en nuestras vidas.

Pero creemos que tampoco deberían asumirse los riesgos de involución descritos como algo inevitable, como una suerte de efectos perversos colaterales ante los que, como sociedad, claudicamos resignadamente. No solo porque corremos el riesgo de convertir definitivamente la información en una mera mercancía, producto además de deseos inducidos previos, sino porque la propia noción de realidad como un constructo colectivo sobre el que establecer tanto consensos como disensos está también amenazada.

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Beatriz Gallardo Paúls es catedrática de Lingüística de la Universitat de València. Su último libro es 'Signos rotos. Fracturas de lenguaje en la esfera pública' (Tirant lo Blanch, 2022).

Rafael R. Tranche es catedrático de Comunicación Audiovisual de la UCM. Su último libro es 'La máscara sobre la realidad. La información en la era digital' (Alianza, 2019).

Cuando en 1950 surgió el primer mando a distancia, el Lazy Bones, todavía estaba unido al televisor por un cable, pero el primer modelo inalámbrico apenas tardó cinco años. Se trataba sin duda de un instrumento revolucionario, pues permitía al telespectador cambiar a su antojo los canales. En realidad, sus implicaciones fueron mucho más profundas; con el zapping surgieron nuevos modos de ver, en los que lo fragmentario y aleatorio se imponía al monótono discurrir de un solo programa. Nos daba, además, la sensación de poder elegir: surfear sobre lo simultáneo era más estimulante que seguir sentados ante lo sucesivo.

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