Zarismo-Leninismo

Xoán Hermida

Lenin actuó como un zar. Al disolver la Asamblea Constituyente, Lenin creó un horrible vacío a su alrededor, que provoca una terrible guerra civil sin fin y prepara un futuro terrible

Charles Rappoport

Son los mártires de una experiencia democrática de apenas unas horas que se llevaba esperando cientos de años

Máximo Gorki

Existe una habitual tendencia a confundir democracia y liberalismo. Bien es cierto que el liberalismo y sus mecanismos son el ADN sin el que la democracia moderna no sería entendible tal como la conocemos actualmente. Pero no es menos cierto que no es hasta después de la segunda guerra mundial cuando, con el ensanchamiento de los sujetos de derecho y la normativización de los derechos civiles, se posibilitó un modelo de democracia liberal con estado social que permitió el progreso social y democrático que a la postre se convirtió en atractivo para los ciudadanos del antiguo espacio de control de la Unión Soviética y posibilito en última instancia su caída. 

Parto del principio de que afortunadamente los sistemas totalitarios que dominaron buena parte del siglo XX son propios de una época, de una estructura social, de un contexto histórico que ya no existe. Que los actuales peligros populistas extremistas para las democracias responden a lógicas diferentes a lo que en su día representaron los dos grandes totalitarismos del siglo XX. Es por ello que las cruzadas anticomunistas alentadas desde la derecha son tan ridículas como el antifascismo low cost difundido desde la izquierda. Uno y otro solo sirven para movilizar a cada parroquia y a bipolarizar, aún más si cabe, unas sociedades ya tensionadas por las sucesivas crisis que ensanchan la brecha social y agrandan la crisis de representatividad y, en última instancia, de la democracia.

Entre los peligros exteriores para las democracias están los modelos iliberales que se construyen desde el surgimiento de nuevos totalitarismos tecnológicos y autoritarismos con competencia electoral.  

Tras la lógica de la construcción de ‘democracias de carácter nacional’ frente al modelo de democracia liberal universalista, se intenta poner los pilares de un nuevo orden internacional donde las tiranías no sean cuestionadas (y sean aceptadas en un reparto de un nuevo mundo bipolar).

La guerra de Ucrania está sirviendo para observar con atención hasta dónde puede llegar el pulso en el terreno militar entre las autocracias y el espacio liberal. Es verdad que Rusia es una potencia económica de segundo orden, pero la confrontación en el terreno militar está siendo observada con gran atención por la nueva geo-potencia China, para saber hasta dónde puede llegar la resistencia política y económica de occidente y la tolerancia de sus ciudadanías.

Rusia tiene una historia dominada por grandes sacrificios de un pueblo, demasiadas veces, sometido; y una elite autoritaria y corrupta a la que no le importó su entrega.

Durante la I Guerra Mundial, una empresa norteamericana ofreció al ministerio de la guerra ruso chalecos antibalas para los soldados del frente por cuatro dólares la unidad. La respuesta del gobierno zarista fue que el precio de la vida de un soldado ruso no valía ese precio. 

Un siglo después, la autocracia rusa sigue tratando a sus soldados como material de guerra reemplazable y los envía al frente entre numerosas denuncias sobre la ausencia de un material mínimo de supervivencia. Cuántas veces conviene recordar aquella famosa sentencia del 18 Brumario de Luis Bonaparte.

Por una vez voy a dejar de lado la atrocidad de la guerra imperialista de Rusia contra Ucrania para centrarme en uno de los aspectos, no menor, que explican por qué en el campo de batalla Rusia está perdiendo la contienda contra Ucrania. De algunos aspectos como la capacidad económica del invasor —índice del PIB, corrupción estructural, etc.—, el desarrollo de la identidad nacional del invadido frente a la agresión, el diferente papel de la USA y UE al que tuvieron en el 2014, etc., ya me he referido en anteriores artículos. Hoy toca hablar de estrategia y táctica, y para ello voy a echar mano de un símil ajedrecístico. 

Rusia tiene una historia dominada por grandes sacrificios de un pueblo, demasiadas veces, sometido; y una elite autoritaria y corrupta a la que no le importó su entrega

Unos años antes de que la Perestroika pusiera boca abajo la realidad política existente, el ajedrez fue para mí un elemento central para interpretar la realidad filosófica del mundo comunista soviético. En aquellos años, finales de los 70 e inicios de los 80, hacía yo mis escarceos ‘profesionales’ en esa disciplina (no mal del todo pues formé parte del equipo escolar que quedó subcampeón provincial detrás de los imbatibles del centro de la ONCE). El ajedrez soviético estaba entre los mejores. La disputa era aquellos años entre Karpov y Korchnoi con estilos parecidos. 

El doctrinarismo que se asentó en la ideología oficial soviética —que dieron en llamar marxismo-leninismo con un guion en medio, aunque estaba en las antípodas del pensamiento de Marx— impregnó todo: la política y el ejército, pero también la ciencia, la historiografía, el arte o el deporte. Si tenía una característica singular esta nueva 'escolástica' era su carácter mecanicista y antidialéctico. Los éxitos militares o deportivos de la URSS se basaban en un concepto expansivo (no intensivo), las hazañas del ejército rojo en la II Guerra Mundial estaban sustentadas sobre millones de cadáveres y víctimas civiles. 

De igual manera, el estilo soviético de ajedrez estaba basado en un mecanicismo imposible de derrotar desde el mismo parámetro de rigidez mental. Con la salida a la superficie de las contradicciones en la sociedad soviética, las nuevas tendencias de pensamiento se mostraron enseguida superiores a las viejas. La confrontación Karpov-Kasparov, de la que disfrutamos en aquellos años, representaba, en el fondo, la superioridad de la libertad de sinergias frente al esquematismo, de la estrategia sobre la táctica, de la dialéctica sobre la rigidez, de la libertad frente el autoritarismo. 

En la historia de Rusia solamente podemos identificar como democráticos dos periodos cortos de tiempo. El primero duró apenas ocho meses, desde la revolución de febrero de 1917, en la que cayó el zarismo, y el 19 de enero de 1918, en la que los bolcheviques no aceptaron el resultado de las elecciones y disolvieron la Asamblea Constituyente. El segundo duró escasamente siete años, los que van desde la puesta en marcha de la Perestroika en 1985 hasta la disolución traumática de la Unión Soviética.

Algunos pensadores tienden a culpar a la etapa estalinista de la desviación totalitaria de la Rusia de hoy, pero la realidad es que es en los primeros años de la revolución y de la mano de Lenin donde se asienta una propuesta política incompatible con la democracia y continuista de la historia autocrática rusa. El constructor de carácter totalitario, bien fuera en la Rusia de tradición zarista bien en la URSS o en la nueva Rusia, tiene que ver con un eje imperialista Panruso. La propia evolución de la revolución rusa fue adquiriendo un carácter nacionalista que convirtió la lucha contra el nazismo como la ‘gran guerra patria’ y que generó la desconfianza de las otras nacionalidades subordinadas bajo el dominio ruso y que, en última instancia, fueron el motor del descarrilamiento del proceso de renovación de la URSS impulsado por Gorvachov. 

Hoy no existe la URSS, pero las élites rusas siguen dominadas por un pensamiento doctrinario que bien podría definirse zarismo-leninismo (es necesario dejar fuera de una vez por todas de la ecuación totalitaria el pensamiento ilustrado de Marx). 

En la guerra de Ucrania se están enfrentando dos modelos políticos y sociales, pero en el campo de batalla también se están enfrentando, como en su día entre Karpov y Kasparov, dos modelos de entender la guerra. 

Ucrania tiene un ejército pequeño y ligero preparado para la guerra del siglo XXI. Rusia tiene un ejército grande y pesado preparado para la I y II Guerra Mundial del siglo pasado. Rusia puede arrasar Ucrania e infligir un fuerte sufrimiento a su población, pero nunca podrá ganar la guerra en el campo de batalla. Y eso no tiene solo que ver con un tema militar sino también de modernidad y humanidad.

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Xoán Hermida es historiador y doctor en ciencias políticas y gestión pública.

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