El presidente Daniel Ortega, histórico dirigente del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) que fue cooptado al mando único del Gobierno de Reconstrucción Nacional por los comandantes de la revolución, viene encarnando en su figura desde hace décadas la degeneración del movimiento sandinista. Cada nuevo lustro de mandato es un nuevo motivo para la melancolía. Poco queda del espíritu de resistencia armada frente a la infame dictadura de la familia Somoza, que admirablemente consiguió involucrar en la lucha a amplios sectores populares y profesionales, unidos por el pensamiento social y nacionalista del general Sandino, hasta llegar a la insurrección que acabó con la tiranía en julio de 1979.
El Frente Sandinista, que en 1984 había legitimado su posición ganando las elecciones, fue desalojado democráticamente del poder en 1990. No obstante, la gestión política del gobierno sandinista, respaldada en las urnas, había sido meritoria con indiscutibles avances sociales en materia sanitaria, educativa y cultural, máxime teniendo en cuenta las difíciles circunstancias económicas y militares que hubieron de afrontarse en la década de los años ochenta. Nicaragua contaba con la simpatía de la opinión pública internacional por representar la lucha de un pequeño país frente al intervencionismo de la superpotencia estadounidense, que financiaba generosamente fuerzas mercenarias contrarrevolucionarias para operar desde sus bases de la vecina Honduras.
La inesperada pérdida del poder, que se produjo ante una amplia coalición opositora que había conseguido aglutinar a todos los sectores sociales contrarios a la deriva totalitaria del régimen, llevó a los sandinistas a las disputas internas que acabaron traduciéndose en la fragmentación del movimiento. Diversos intentos de renovación del pensamiento sandinista, encabezados por significados militantes históricos como el vicepresidente Sergio Ramírez o el músico Carlos Mejía Godoy, fracasaron al perder el aparato del Partido y del Estado, dejando el camino expedito para el desarrollo del oficialismo sandinista institucional en su vuelta al gobierno en 2007.
Visto con perspectiva, los dirigentes oficialistas han dilapidado el capital político del sandinismo, convirtiendo en una burla sus ideales de moralidad, desinterés, sacrificio, solidaridad y dignidad. Las peores prácticas nepotistas, corruptas y violentas se están hoy realizando en Nicaragua, amparadas y auspiciadas por la jefatura de la República. Desde que hace ahora un año se produjera el estallido de las protestas en la calle contra la reforma de la seguridad social, el gobierno ha extremado su reacción represiva, combinado con un publicitado intento de encauzar la situación en una mesa de diálogo nacional con mediación de la Iglesia, que ha acabado desmarcándose del Gobierno.
Las organizaciones de protección de los derechos humanos que reciben informes sobre el terreno hablan ya de centenares de muertos y miles de detenidos y desplazados. El Gobierno impide el ejercicio de los derechos fundamentales y libertades públicas. Los medios de comunicación independientes han sido censurados y muchos periodistas y otras personas con predicamento en la sociedad nicaragüense han debido exiliarse por la presión y los ataques recibidos. Con prácticas policiacas que recuerdan los peores tiempos de actuación de los guardias somocistas, fuerzas regulares y parapoliciales realizan registros, allanamientos domiciliarios, detenciones irregulares, torturas y cargas con fuego real de los líderes y de los participantes en las protestas estudiantiles, que son descalificados como “pandilleros manipulados”.
La crisis institucional llega después de un largo proceso de laminación de la oposición política, que explica perfectamente el fenómeno del progresivo aumento gubernamental del apoyo electoral, que en las últimas elecciones presidenciales superó el setenta por ciento. La inclusión de Nicaragua en el grupo de los países patrocinados por Venezuela en la Alianza Bolivariana (ALBA) no fue óbice para que Ortega negociara con la derecha el reparto de beneficios, e incluso la impunidad (caso Arnoldo Alemán), para ampliar su base electoral y ocupar la “centralidad” del espectro político. La aplicación de técnicas clásicas de clientelismo, ostracismo de opositores y modernas de mercadotecnia, han conseguido dejar a Nicaragua sin alternativa democrática organizada.
El actual mandato de Daniel Ortega presenta la destacable novedad de la incorporación al Ejecutivo de su esposa, Rosario Murillo, en calidad de vicepresidenta. Murillo, guerrillera sandinista de la primera época, se había dedicado a la gestión cultural y apoyo en las relaciones internacionales, amparada en su condición de poeta, sólida formación académica y dominio de idiomas. La compañera de Ortega desde hace cuarenta años cambió su perfil político a partir de la defensa pública que hizo del líder sandinista tras la grave denuncia de abusos sexuales en la infancia presentada por una de sus hijas. El proceso judicial fue archivado por prescripción del delito, pero Rosario Murillo aumentó desde entonces la influencia sobre su marido hasta llegar al momento actual en que, con un estilo a menudo extravagante, se ha constituido de facto en una primera ministra.
El mandato del régimen matrimonial Ortega-Murillo concluye en 2022 y es el tercero consecutivo de Ortega que, sumando su etapa anterior en el gobierno, le aproximaría a una permanencia en la presidencia de la República a la altura de la saga somocista. La colusión de intereses conseguida por el Gobierno le ha permitido hasta ahora minimizar la profunda crisis del espacio bolivariano y resistir las protestas que reflejan el malestar de una sociedad que, como el resto de la región centroamericana, ha visto esfumarse la esperanza del futuro de progreso que se vislumbraba en los años noventa, trocado por una realidad de más desigualdad, pobreza, corrupción y violencia.
El presidente Daniel Ortega, histórico dirigente del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) que fue cooptado al mando único del Gobierno de Reconstrucción Nacional por los comandantes de la revolución, viene encarnando en su figura desde hace décadas la degeneración del movimiento sandinista. Cada nuevo lustro de mandato es un nuevo motivo para la melancolía. Poco queda del espíritu de resistencia armada frente a la infame dictadura de la familia Somoza, que admirablemente consiguió involucrar en la lucha a amplios sectores populares y profesionales, unidos por el pensamiento social y nacionalista del general Sandino, hasta llegar a la insurrección que acabó con la tiranía en julio de 1979.