Nosotras, las sillas vacías

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Enrique Anarte

Desde hace varios años, mi madre y yo siempre tenemos la misma conversación cuando se acercan las vacaciones de Navidad. No es, de hecho, una única conversación, porque las respuestas se hacen esperar, alargando el intercambio, siempre telefónico. Porque, aunque quisiera, no podría hablar en persona con mis padres de todas las cosas que van cruzándose en mi camino, yendo y viniendo, como lo hacen los sueños, las alegrías y los dolores en la vida. Y las personas. Últimamente, parece que sobre todo las personas.

Siempre, en torno a noviembre, cuando ya he comprado los billetes (antes de tren, avisándonos entre amigos sobre las ofertas de Renfe; ahora pendiente de las oscilaciones de la ecuación de ofertas de Skyscanner) para volver por unos días a casa, al Sur, le pregunto por las comidas navideñas. En realidad, en el fondo, le estoy preguntando por mis primas. Por Clara, por Irene. Aunque ya no son solo Clara a Irene. Ahora cada una de ellas ha formado una familia. Al más pequeño todavía no lo conozco. En unas semanas, además, tendrá un primito. Todo este tiempo hemos estado bromeando por Whatsapp sobre qué nombre iba a ponerle Irene a su primer hijo, porque ella y su pareja querían que sonara igual en español y en francés. Porque, como ellas desde hace unos años, es bastante probable que estos hijos e hijas del exilio no tengan más remedio que vivir, en cierto modo, entre dos países.

Las de Clara e Irene son dos historias más de las muchas que dan cuerpo a uno de los capítulos más tristes y vergonzosos de la historia reciente de nuestro país: el de toda una generación “perdida”, por no decir traicionada, humillada, abandonada. Pero no son víctimas de la crisis. Son heroínas que, no sin sufrimiento, sobrevivieron a ella y salieron adelante. Lo hicieron, eso sí, fuera de España. No sé cuántas Navidades llevan ya fuera; he perdido la cuenta, si es que alguna vez la llevé. Pero recuerdo casi todas las videollamadas. Recuerdo los nervios al pasarnos la tableta o el teléfono para hablar con la imagen, cada año un poco menos borrosa a medida que iban mejorando los aparatos, de cada una de ellas: qué contarles, qué preguntarles, qué palabras elegir para evitar tocar una herida todavía abierta. O la sensación de culpabilidad por caer en la cuenta, de repente, de lo poco que me he había preocupado por ellas desde la última vez que nos dimos un abrazo, de que a lo largo de todos esos meses tendría que haberles escrito más a menudo, incluso que haberlas llamado alguna vez. O los comentarios de los miembros de más edad de la familia, a veces casi en susurros, que golpeaban más fuerte que un grito al oído. “Mi niña, qué lejos está”. O las lágrimas, o su ausencia en un hercúleo esfuerzo por reconfortar en un salón en el que todos veíamos los mismos fantasmas.

Dice el INE que, una vez más, antes siquiera de que se celebren las elecciones, ya sabemos que el voto exterior será mínimo. Ni siquiera los años han bastado para que la ciudadanía española en el extranjero aprendiese a sortear los obstáculos que el Congreso decidió imponerles para ejercer su derecho al voto. Obstáculos, por cierto, que en todos estos años nadie se ha dado prisa en eliminar, aunque sea injusto ignorar las diferencias entre quienes empujaron para intentarlo y quienes mientras tanto se quedaron mirando, o incluso se atrevieron a poner piedras en el camino. En España florecían las banderas por doquier, pero el patriotismo que ondeaba al viento, el pecho henchido de orgullo nacional, seguía estando demasiado lejos, fuera del campo de visión de quienes no tuvieron más remedio que abandonar su hogar en busca de una vida digna. Aunque, mejor dicho, siempre fueron los segundos los invisibles.

Semanas antes de las elecciones, el Gobierno aprobó un plan de retorno para tratar de hacer volver a algunos de los que se fueron. A una mínima parte, eso sí, y con una visión cortoplacista que ha denunciado entre otros la Marea Granate, la red de emigrados que surgió en plena crisis para dar asistencia a quienes hicieron las maletas en aquellos años y veían que la madre patria poco estaba dispuesta a hacer por ellos. En cualquier caso, algo es algo, nos dicen desde arriba. Al menos se habló un par de días de este exilio. Creo recordar, corríjanme si me equivoco, que ha sido el único protagonismo (relativo) que se les ha concedido en mucho tiempo. Como si debajo de las piedras hubiera otra juventud que fuese a tomar las riendas del país cuando le llegue el momento a la generación de mis primas y esta última, con su vida ya hecha, decida con él corazón roto no responder a la llamada de teléfono con prefijo español. Como si la ciudadanía estuviese hecha de otra cosa que de personas.

Las sillas vacías que dejaron mis primas, que siguen diciendo que les gustaría volver, en las comidas navideñas no son el único agravio de este país, tan dado a las glorias nacionales, contra su recurso patrio más preciado, o al menos contra el sector más joven (por ello en muchos sentidos de los más vulnerables) de este. De puertas para adentro, las sillas vacías también tienen su equivalente en forma de muros que a menudo insalvables para las demandas más básicas del sentido común: condiciones laborales propias de un país “desarrollado”, conciliación entre las esferas del trabajo y la privada, acceso a una vivienda asequible, sea en alquiler o en propiedad, o un mínimo de seguridad de cara al futuro. Aunque solo sea por el deseo conformista de “sentar la cabeza”, entendiendo por ello lo que cada persona entienda. Llámenme tradicional.

Las pasadas vacaciones de Navidad también mi silla estuvo vacía. O al menos parte de ese tiempo. Me prohibí a mí mismo abrir Instagram el 24 a partir del mediodía. Por suerte, pude abrazar a mi familia y a mis amigos unos días más tarde. Por suerte, cada día que paso en este otro país, que tantos dolores de cabeza me causa, casi tantos como oportunidades me ha brindado y cosas buenas ha traído a mi vida, lo paso sabiendo que mi familia y mis amigos estarán ahí cuando vuelva. Porque quiero volver. Volveré. O igual para entonces, aunque eche de menos terriblemente los domingos en Madrid y el olor a sal de mi tierra, habrán brotado demasiadas flores en un jardín de Berlín, Bruselas o cualquier otra ciudad en la que encuentre algo a lo que llamar hogar. Y mis padres, mis amigos y yo tendremos que aprender a leer el rostro y los silencios pese al caprichoso funcionamiento de las conexiones. Aquí en Alemania, por cierto, son terribles.

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Dice el politólogo Pablo Simón que en el fondo no se trata de una generación perdida, sino de un país perdido. No hay lógica económica, demográfica o política capaz de explicar cómo podrá sostenerse en un futuro un sistema, el que sea, sin ese pilar en el que se ha invertido tanto tiempo, dinero y esfuerzo, por no decir ya amor. Ni de izquierdas, ni de derechas, ni de centro; ni de arriba, ni de abajo. No tiene sentido y por eso tiene todo el sentido del mundo: será que, entre tanto discurso y tanta bandera, no hay sitio para el país, para la comunidad humana que habita el territorio que demarcan las fronteras, así como ramificaciones por la geografía global. Será que, con tantas cosas que han cambiado, otras tantas siguen igual.

Abril llega a su fin y ya se acerca mayo. El otro día mis padres, abrigados como jamás lo estarían en estas fechas en Andalucía para combatir el tozudo frío berlinés, me preguntaron si sabía cuándo iba en verano. “No te preocupes, tú ven cuando puedas, nosotros vendremos a verte de todas formas”, me dijeron al ver que dudaba mientras hacía equilibrios mentales con el calendario. No les he preguntado aún, pero intuyo que si veo a mis primas, no será en la playa de nuestra infancia, como siempre solía ser. Quizás. Para entonces, en cualquier caso, España tendrá un nuevo gobierno. Nosotras, las sillas vacías, sabremos que nuestros seres queridos siguen esperándonos para sentarnos todos juntos en torno al brasero. Pero volver, como escribió Gil de Biedma, “volver, pasados los años, hacia la felicidad”, volver sin tener que volver a sacrificar, es un deseo que quienes nos gobiernan aún no nos han querido conceder. Una historia que quizás no termine mal, como decía el poeta, pero que por ahora termina lejos. ______________

Enrique Anarte es periodista con base en Berlín.

Desde hace varios años, mi madre y yo siempre tenemos la misma conversación cuando se acercan las vacaciones de Navidad. No es, de hecho, una única conversación, porque las respuestas se hacen esperar, alargando el intercambio, siempre telefónico. Porque, aunque quisiera, no podría hablar en persona con mis padres de todas las cosas que van cruzándose en mi camino, yendo y viniendo, como lo hacen los sueños, las alegrías y los dolores en la vida. Y las personas. Últimamente, parece que sobre todo las personas.

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