Había algo en esa metáfora del choque de trenes que no terminaba de cerrar. La usamos los periodistas pronegociación para expresar lo arriesgado de cualquier plan que no fuera subirse a uno u otro tren o contemplar con desesperación el previsible encontronazo. Peculiar choque: más de ochocientos heridos pero ambos maquinistas lo consideran un éxito. La metáfora hace aguas porque acepta la estructura narrativa cooficial compartida por Gobierno y Govern: no había un día después. El relato terminaba el 1 de octubre.
Lo cierto, en cambio, es que los trenes no han hecho más que empezar a chocar. Y van a seguir chocando por mucho tiempo, si no lo impedimos. Son trenes de choque, los que conducen Rajoy y Puigdemont. En ese sentido sería más precisa esta otra metáfora, la de los autos chocones que se ven en las ferias populares, diseñados para chocar, y chocar más, y seguir chocando indefinidamente. Solo que aquí, de por medio, van destrozando la agenda política, el marco legal, la convivencia entre nacionalidades, la reputación de las fuerzas del orden, la fe en el diálogo, y muchas cabezas, costillas, dedos y ojos de ciudadanos pacíficos, también. De milagro no ha habido bajas fatales aún, pero daría igual, los conductores seguirían proclamando su victoria y pisando el acelerador aunque hubiera muertos. Y con mayor ahínco, si cabe.
Las comparecencias de la noche del domingo demostraron que seguirán estrellándose porque no ven otra salida que les convenga. Son trenes de choque y si dejan de hacerlo quedarán aparcados y obsoletos. Rajoy gobierna un tren de choque corroído de corrupción hasta el alma, que arrastra hace ya demasiado la promesa de recuperación económica y la exigencia de que aguantemos con el cinturón apretado un poco más. Pero cada día cuesta más disimular que la cacareada recuperación ha pivotado en realidad sobre la precarización y la desigualdad social. Ha traído un boom de pobreza asalariada, de población en riesgo de exclusión y precariedad extrema que arruina los proyectos vitales de las generaciones jóvenes y bloquea el retorno de los que emigraron. El estruendo de los choques y las sirenas de la feria ensordecerán sus quejas.
Además, la orgía chocona revivirá ese nacionalismo centralista aletargado, más antivasco y anticatalán que españolista, que tras la capitulación de ETA había quedado confinado al fondo ultra de algún estadio, de algunas tabernas y de alguna redacción periodística. Ese nacionalismo que se excita con las fuerzas militares (no con, digamos, la soberanía frente a Merkel). El PP busca volver así al escenario polarizado de fin de milenio que tanto beneficio político le reportó. Allí no cabían posturas equidistantes: cualquier reflexión que no fuera una condena sin matices era puesta en la picota mediática por colaboracionismo.
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Por su lado, Puigdemont, insistiendo en una urgente independencia unilateral que será confrontada con dureza, se acomoda como timonel de otra máquina de chocar. Acosado por la misma pesadilla de corrupción, rescate-estafa y recortes nunca revertidos, logrará, si esgrime bien la radicalización y el victimismo que Rajoy le ha obsequiado, que sea imposible disputarle desde la izquierda su condición de prócer de la patria catalana. Y que corra el trespercent. Las élites que le sostienen, dueñas de un quinto del PIB español, pero despojadas de su condición de llave para la gobernabilidad de España (como bien explica Jorge Lago en su mapa de la cuestión), se esforzarán por hacer durar el antiespañolismo que los porrazos de ayer han alimentado y consolidado, en la medida en que logren rentabilizarlo.
No, el topetazo de ayer no fue un accidente, un error en Matrix, una deriva imprevista. Fue la apuesta política de quienes se refuerzan chocando. Con su fragor silencian las voces equidistantes que les piden pactar, las demandas sociales, las judiciales, y cualquier propuesta alternativa. La cruzada reclama lealtad a una de las dos causas: Constitución o Autogovern, democracia vs. democràcia. Dos operaciones retóricas fundantes, excluyentes, enfrentadas, que se activan mutuamente y pueden chocar durante años. Si nadie hackea ese plan.
El antiespañolismo y anticatalanismo que ilustran cada vez más portadas (la de ABC imputando golpismo a los Mossos es de traca) servirán para apuntalar los suelos electorales de PDeCat y PP, respectivamente, al tiempo que siegan la hierba bajo los pies de su competencia. Planeada o descubierta, su mutua animadversión les confiere un sentido, construyen una enemistad fiel. Como la de los coches de choque, pero con toneladas de ciudadanos en cada vehículo. Salvo que construyamos un terreno más parecido a una asamblea que a un ring o a una pista de choque (y esto, compañeros, es tarea de periodistas más aún que de políticos). Salvo que logremos imponer la exigencia de un diálogo real con propuestas viables, y que a ninguno le salga gratis esconderse, enrocarse o ponerse de perfil. Lo cual pone el foco ahora mismo en la iniciativa que tomen Podemos y PSOE, amenazados por la polarización, pero eso queda para la siguiente columna.
Había algo en esa metáfora del choque de trenes que no terminaba de cerrar. La usamos los periodistas pronegociación para expresar lo arriesgado de cualquier plan que no fuera subirse a uno u otro tren o contemplar con desesperación el previsible encontronazo. Peculiar choque: más de ochocientos heridos pero ambos maquinistas lo consideran un éxito. La metáfora hace aguas porque acepta la estructura narrativa cooficial compartida por Gobierno y Govern: no había un día después. El relato terminaba el 1 de octubre.