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Trump... y con el mazo dando

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Georgina Higueras

Donald Trump ha demostrado ser un hombre de fe. Tanta, que su primera gira como presidente de Estados Unidos la organizó por las capitales de las tres grandes creencias monoteístas, para que quede claro que tiene la aprobación del cielo para gobernar. Tan creyente como hombre de acción, en cada una de ellas ha cumplido la máxima de ‘a Dios rogando y con el mazo dando’. También estuvo en Bruselas, pero eso es otra historia.

La primera escala del viaje fue Arabia Saudí, cuna del islam y guardiana de los santos lugares –La Meca y Medina—. A ojos vista, Trump no rezó a Alá, pero la conversión del impío fue casi milagrosa: cambió su discurso xenófobo y antimusulmán  por uno con “una visión pacífica del islam”.

El entendimiento con el  rey Salmán bin Abdulaziz fue inmediato. Quedó sellado con la participación de Trump en el baile del sable. Monarca y presidente coincidieron en la crítica al acuerdo nuclear alcanzado por Obama con Irán, país al que califican de “el mayor patrocinador mundial del terrorismo”, como si los atacantes de las Torres Gemelas hubiesen sido iraníes, y no saudíes.

Adentrado en temas mundanos, el mazo no se hizo esperar. Firmó un acuerdo por 110.000 millones de dólares para renovar el armamento de Arabia Saudí, el mayor contrato de venta de armas de la historia. Además, sentó las bases de pactos comerciales por otros 270.000 millones. Como se educó en un colegio de pago, no le preguntó a su anfitrión por el respeto a los derechos humanos, la situación de la mujer en Arabia Saudí y mucho menos, si las armas eran para continuar bombardeando a civiles en Yemen. Naciones Unidas afirma que algunos de esos ataques pueden ser “crímenes de guerra”.

La segunda etapa del viaje de Trump fue Israel, que oficialmente sigue siendo enemigo de Arabia Saudí aunque, en la trastienda, los poderosos servicios secretos de ambos países se han hecho íntimos. Les une la inquina a Teherán, pero son tan misteriosos que se desconocen sus planes.

Esta vez sí vimos al presidente rezar a Yahvé en el Muro de las Lamentaciones, el lugar más sagrado del judaísmo, lo que nunca antes había hecho un mandatario norteamericano en ejercicio. Tocado con una kipá negra, Trump cumplió con la tradición hebrea de introducir entre las piedras del único vestigio del templo de Jerusalén, destruido por los romanos en el siglo I, un papel doblado en el que se escriben plegarias o deseos. Acudió con su yerno Jared Kushner –judío ortodoxo-, su hija Ivanka, que se convirtió al judaísmo para casarse, y su esposa Melania.

No se dejó acompañar por el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, para que su oración no fuese interpretada como la renuncia de EEUU al estatuto internacional que la ONU concedió en 1947 a Jerusalén como entidad separada de los nacientes Estados de Israel y Palestina. El Muro de las Lamentaciones forma parte de la Explanada de las Mezquitas, recinto sagrado para los musulmanes incluido dentro de la ciudadela amurallada de Jerusalén, que está en la zona oriental de la ciudad. Israel la ocupó en 1967, en la Guerra de los Seis Días, se la anexionó en 1980 y convirtió a la ciudad “reunificada” en su capital oficial, pese a la condena de la ONU. Los palestinos reivindican el sector este como capital de su futuro Estado.

El supuesto objetivo del inquilino de la Casa Blanca durante este viaje era relanzar las conversaciones de paz, congeladas desde hace tres años,  entre israelíes y palestinos. Sin embargo, aparte de algunas frases huecas, no presentó ningún plan específico para conseguirlo. “Estamos ante una oportunidad poco común de traer la seguridad y la estabilidad a la región, de crear armonía, prosperidad y paz”, dijo durante la ceremonia de bienvenida.

Trump no hizo mención a la creación del Estado palestino, ni a la continua expansión de los asentamientos judíos en los territorios ocupados, ni a la situación de los presos palestinos que llevaban 36 días en huelga de hambre para denunciar las pésimas condiciones de las cárceles israelíes. Pero sí dijo lo que Israel quería oír: “No podemos permitir que Irán tenga armas nucleares, nunca jamás”. Además, le garantizó que bajo su mandato, el Estado judío no se verá afectado ni por las amenazas que pueda lanzar Hezbolá desde Líbano, ni por las de Hamás desde la franja de Gaza.

Después de reunirse con el presidente palestino, Mahmud Abás, y atravesar en una caravana de coches blindados transportados desde EEUU el imponente muro de cemento y torres vigía que separa los territorios ocupados, Trump consideró que ya había tenido suficiente acción y dejó a sus anfitriones el trabajo de buscar la paz. “Ambas partes tendrán que afrontar difíciles decisiones”, vaticinó.

Una semana más tarde, el 1 de junio, el magnate metido a presidente volvió a sorprender a propios y extraños. Su promesa electoral de trasladar la Embajada de EEUU desde Tel Aviv –donde la tienen todos los países—a Jerusalén fue pospuesta. Desde 1995 en que el Congreso aprobó la llamada Ley de la Embajada en Jerusalén, que decretaba el traslado de la sede, la Casa Blanca se ha acogido siempre a una enmienda que exime de su cumplimiento por seis meses dependiendo de los “intereses nacionales” de EEUU.  Y no fue eso solo. El 27  de mayo los presos palestinos pusieron fin a su huelga. Abás pidió a Trump que intercediera en el conflicto y, al parecer, eso desenredó las negociaciones que mantenían con su captores los líderes de la protesta, con Maruan Barguti a la cabeza.

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La tercera escala religiosa fue, sin duda, la más difícil: el Vaticano. En plena campaña electoral, el papa Francisco y Trump tuvieron un encontronazo por el muro que el norteamericano quería levantar en la frontera con México. El Pontífice dijo que “no es cristiano” quien quiere construir muros en lugar de tender puentes. El candidato le respondió que “era vergonzoso que un líder religioso” cuestionase su fe.

En el Vaticano, el Papa le recibió, junto a las veladas Melania e Ivanka, con cara de circunstancias. Ideológicamente, el jesuita argentino y el millonario estadounidense están en las antípodas. El Papa es un claro defensor del apoyo a la población más desfavorecida y en especial los emigrantes, de la paz y de la necesidad de luchar contra el cambio climático. Por el contrario, Trump llegaba eufórico tras el primer asalto ganado en el Congreso para desmantelar el Obamacare, lo que dejará a 23 millones de personas sin seguro médico, y la aprobación del presupuesto, que dispara el gasto militar en un 10% y reduce en un 30% los programas de desarrollo para los más necesitados y los fondos de la Agencia de Medio. Tras un encuentro a puerta cerrada de 27 minutos, Trump salió diciendo que no olvidaría la conversación mantenida.

Y después de tanto ruego y tanto mazo, llegó el gran mazazo. Lo dio el 1 de junio, cuando anunció la retirada de EEUU del Acuerdo del Clima de París.

Donald Trump ha demostrado ser un hombre de fe. Tanta, que su primera gira como presidente de Estados Unidos la organizó por las capitales de las tres grandes creencias monoteístas, para que quede claro que tiene la aprobación del cielo para gobernar. Tan creyente como hombre de acción, en cada una de ellas ha cumplido la máxima de ‘a Dios rogando y con el mazo dando’. También estuvo en Bruselas, pero eso es otra historia.

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