De 470 a 750 euros: el alquiler por una habitación que aboca al desahucio a una familia peruana migrante

La habitación de 8 metros cuadrado por la que una casera en La Latina, Madrid, pretende cobrar 750 euros a Raquel y su familia.

Alejandra Mateo Fano

Esta historia ilustra el infierno en el que viven miles de personas migrantes cada año cuando acceden a un piso en alquiler. A menudo propietarios y subarrendadores aprovechan su contexto de extrema necesidad para obligarles a aceptar condiciones inhumanas y cláusulas abusivas.

Hace algo menos de un año que Raquel (nombre ficticio para preservar su identidad), su marido y su pequeño de ahora 13 años migraron a España desde Perú para reconstruir su vida desde cero. A su llegada a Madrid, se instalaron en casa de unos familiares que tiempo atrás habían llevado a término el mismo periplo migratorio que ellos y se habían afincado en el barrio de La Latina. Su situación administrativa irregular y los precios desorbitados de los alquileres les hacían imposible acceder a un techo propio, por lo que compartir piso les resultó la opción más viable. Al cabo de unos meses, cuando él consiguió un empleo, ambos empezaron a barruntar la idea de alquilar por cuenta propia para adquirir cierta independencia en su proyecto de vida. 

Tras varios intentos frustrados por conseguir un alquiler ajustado a su limitada economía familiar, encontraron uno en el mismo barrio por 470 euros la habitación. Sin embargo, tras toda una cascada de abusos inmobiliarios, amenazas e imposiciones ilegales que llevan recibiendo por parte de su casera desde que llegaron, hoy viven al borde del desalojo. Consciente de que en su situación precaria carecen de alternativa habitacional ni apenas redes de apoyo, su casera (quien, en realidad, no es propietaria sino subarrendadora) les condena a vivir en condiciones de hacinamiento: en un cuarto de apenas ocho metros cuadrados malviven los tres junto a su otro hijo de 23 años, quien se mudó recientemente con ellos. “Es como una celda, tenemos que desarrollar toda nuestra vida aquí los cuatro y mi hijo adolescente no tiene ni una mesa para estudiar, tiene que hacerlo todo desde su cama”, comenta con desesperación Raquel.

El cuarto carece de cualquier objeto mobiliario a excepción de un armario diminuto e inaccesible y los dos pares de literas que hubieron de costearse ellos mismos. “No tenemos comedor, ni salón, ni un lugar donde descansar un rato y no podemos tener ninguna privacidad”, infiere la pareja en conversación con este medio. En ese minúsculo espacio deben desarrollar toda su vida personal y de ocio, inclusive comer, ya que los dueños del piso eliminaron el salón para edificar otra habitación más y mercadear con ella. Con esta son tres las habitaciones donde viven asfixiadas familias migrantes de hasta tres miembros con hijos menores. 

La subarrendadora, quien accedió al piso como parte de una ayuda social por parte del Ayuntamiento al ser madre sola, lleva años utilizándolo para especular con la vivienda en plena crisis habitacional. En España está permitido el subarriendo de habitaciones siempre y cuando el propietario lo autorice por escrito, algo que no se ha dado en este caso ya que los inquilinos no han firmado ningún documento físico desde que llegaron. Sin embargo, lo que sí ha ocurrido desde que entraron es que la casera les ha subido periódicamente el precio de la renta mensual bajo la amenaza de dejarles en la calle: pasaron de pagar 470 a 650 euros, un precio disparatado para una habitación que no cumple unas mínimas garantías de salubridad. Este último mes la historia se ha agravado con creces: si no acceden a pagar a partir de ahora 750 euros y se mudan a otra habitación del mismo piso, deberán irse antes de junio. Al estar utilizando de forma ilícita un piso de protección, la subarrendadora les impide firmar ningún contrato a los inquilinos y se niega a empadronarles, tal y como obliga la ley. 

El racismo inmobiliario, un problema estructural

La negativa a empadronar supone un perjuicio notable para las familias extranjeras ya que disponer de padrón es un requisito indispensable para poder solicitar la regularización por arraigo para probar que la persona ha residido durante más de tres años en un lugar. A su vez, sin una situación administrativa resuelta no es posible acceder a un trabajo remunerado digno ni, por tanto, a una nómina que todos los caseros exigen para alquilar. Raquel trabaja por horas en el sector de la limpieza ya que hasta que no consiga regularizar sus papeles es la única forma a través de la que puede obtener ingresos. 

El caso de Raquel y su núcleo familiar es ilustrativo del infierno en el que viven miles de personas migrantes cada año cuando acceden a un alquiler. A menudo propietarios y subarrendadores rentistas aprovechan su contexto de extrema necesidad para obligarles a aceptar condiciones inhumanas. Desde el grupo antirracista del Sindicato de Inquilinas de Madrid atribuyen esta práctica a una forma racismo inmobiliario. “Estamos hablando de un problema estructural relacionado con las praxis habituales de las inmobiliarias y caseros hacia las personas migrantes y racializadas, sobre todo se manifiesta con los requisitos extra que piden, como exigirles contratar un seguro de impago”, afirma Assiatou Diallo, militante en esta organización por el derecho a la vivienda y miembro activo del grupo antirracista. 

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“Las personas subarrendadas se exponen mucho más a subidas desproporcionadas de las mensualidades y todo tipo de abusos inmobiliarios porque no tienen más opción para conseguir un techo”, incide la activista. Además, insiste en que cuando los caseros rehusan empadronar, los inquilinos pierden la posibilidad de acceder a servicios básicos y esenciales como la atención sanitaria pública o la educación. “Al final todas estas trabas y formas de discriminación obstaculizan que las personas migrantes puedan tener una vida digna”, concluye. Lo pone de manifiesto el informe Racismo y xenofobia en el mercado del alquiler, elaborado por la ONG Provivienda: de sus datos se desprende que el gasto de más del 40% de los ingresos disponibles por hogar para el pago de la vivienda afecta al 7,8% de la población española mientras que se cuadruplica en el caso de población extranjera no comunitaria. 

Un estudio posterior de esta misma entidad resalta que esta realidad no sólo no ha cesado sino que se ha exacerbado en los últimos años: en el 99% de las llamadas a inmobiliarias en Madrid y Barcelona se aceptan prácticas discriminatorias explícitas hacia personas extranjeras, frente al 72,5% registrado en 2020. Asimismo, entre los grupos más excluidos a través de abusos inmobiliarios figuran personas extranjeras de países de África, Asia y América Latina ya que se les presuponen malos hábitos, vulnerabilidad económica y posibilidad de hacinamiento. Incluso, subrayan, “en ocasiones, las personas propietarias se niegan a realizar las reparaciones hasta que los inquilinos no se vayan de la vivienda, como elemento de acoso para la expulsión residencial".

El pasado 5 de abril, el Sindicato de Inquilinas salía a las calles para protestar entre otras cuestiones por una mayor protección hacia la población extranjera en lo relativo al acceso a la vivienda. En un vídeo difundido por esta organización el día de la marcha, varias personas pertenecientes a distintos colectivos migrantes de Madrid (entre ellos sindicatos de trabajadoras del hogar o manteros) denuncian el impacto que tiene especialmente sobre ellos la crisis de la vivienda: “Cuando alquilamos no nos quieren empadronar y, muchas veces, si no lo hacen tenemos que pagar una cantidad extra que a veces supera los 300 o 400 euros según cuántas personas se han empadronado. Necesitamos que se haga algo urgente al respecto”, reclamaban. Por ello, los hogares compuestos por extranjeros tienen una probabilidad del 67% de caer en exclusión residencial.

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