Pedir ayuda nunca es fácil. Cuando eres adolescente y no sabes lo que te pasa es aún más complicado. Paula M. empezó a tener problemas para gestionar sus emociones cuando tenía 14 años. Aquello derivó en una “fuerte depresión” con tendencia suicida. Tardó más de un año en pedir ayuda a su familia y buscar un psicólogo.
“En aquel momento me sirvió para tratar un problema puntual, pero la terapia me ha ayudado sobre todo ya en la universidad. Tienes que estar mentalizado, dejarte ayudar, tener ganas de mejorar y hacer un esfuerzo. Es un trabajo de fondo que precisa de confianza en uno mismo y en la persona que tienes delante, y puede ser un proceso largo y doloroso”, explica a infoLibre.
Un 59,3% de los jóvenes reconoce haber tenido algún problema de salud mental en el último año. De ellos, un 10% lo sufre con frecuencia, un 7% de forma continua, un 24,4% de manera ocasional y un 14,6% ha pasado por ello en una sola ocasión. Son datos del último barómetro sobre la juventud de Fundación Mutua Madrileña y Fad Juventud elaborado con españoles de entre 15 y 29 años.
La cifra ha aumentado progresivamente desde 2017, cuando tan sólo el 28,4% de los encuestados reconocía sufrir algún tipo de trastorno. En 2019 ya eran el 48,9% y, tras la pandemia, ya lo reconocían más de la mitad de ellos. Con la tendencia actual, es más que probable que al término de 2023 nos encontremos superando el 60%.
Los motivos son diversos. Se observa una mayor incidencia de algunas enfermedades y trastornos, aunque también hay una mayor concienciación de las nuevas generaciones, que están perdiendo el miedo a buscar ayuda experta. Sólo un 40% de los entrevistados para el informe dicen no haber acudido a profesionales de la salud. De los que sí lo hicieron, la mayoría, un 28,7%, fueron directamente a un psicólogo, un 20% eligió el médico de cabecera y el resto fue derivado a un psiquiatra u otro tipo de especialista.
La salud mental sigue siendo un tabú que las nuevas generaciones rompen poco a poco
Hablar de emociones y problemas mentales es cada vez más normal entre los círculos de amistades de los más jóvenes. Han perdido el miedo a expresarse y más de la mitad de ellos reconoce haber normalizado este tipo de conversaciones. Con la familia cuesta más, especialmente en la adolescencia. Los jóvenes prefieren hablar de sus problemas con sus amigos, por delante de la familia, y lo hacen de forma residual con sus profesores. Eso sí, la cifra positiva de esta encuesta es que cae el sentimiento de “vergüenza”. Del 21% que en 2021 ocultaba sus patologías por ello, ahora lo hacen un 14,9%.
María M. empezó a sufrir bulimia en su adolescencia, un trastorno alimenticio que derivó en ansiedad y depresión. Tardó varios años en darse cuenta que sufría un TCA porque, para ella, “era una forma de adelgazar normal”. Su estabilidad emocional empeoró al mudarse a Madrid para estudiar una carrera. Apenas salía de la cama para ir a clase y no era capaz de dormir más de cuatro horas seguidas.
“Con el tiempo he entendido que en el instituto pedí ayuda de la mejor forma que pude. Muchos profesores me veían y me escucharon, pero asumieron que mis problemas derivaban de los estudios. Con mis padres nunca quise hablar porque pensaba que era una tontería. Fue el orientador quien se entrevistó con ellos”, cuenta al medio.
Tardó cuatro años en buscar una solución. Le ayudó cambiar de amistades y ver que la salud mental era algo “normalizado”, de lo que se podía hablar tomando un café o entre clases: “Lo primero que hice fue pedir cita en el psiquiatra. Fue muy rápido porque mis padres tienen seguro privado”. El problema le llegó a la hora de buscar psicólogo. “He pasado por muchos. Algunos los he dejado por no encajar con ellos, otros porque no me podía permitir sesiones a 70 euros. También lo he hecho alguna vez porque me sentía muy cómoda con mi enfermedad. Puede parecer raro, pero era algo con lo que llevaba muchos años conviviendo y me daba miedo salir de mi zona de confort”, concluye María aún continúa recuperándose de un TCA.
Un problema que afecta más a mujeres y clases sociales bajas
El factor económico es más que evidente. Este año, como en los anteriores, el motivo principal por el que los jóvenes no acuden a un profesional es la cuestión económica. Un 40% de quienes afirman no tener ninguna carencia material y el 41% de quienes consideran que pueden vivir cómodamente y ahorrar, no observan alteraciones en su salud mental. En cambio, entre quienes sí reconocen pasar por apuros económicos, se disparan los casos de trastornos “muy frecuentes” hasta el 27,1%. El informe también concluye que quienes están en paro acuden menos a psicólogos y psiquiatras, con más de diez puntos de diferencia respecto a aquellas personas que se consideran de clase alta.
La falta de recursos económicos afecta principalmente a las mujeres. Aunque tienen mayor tendencia a expresarse sobre su estado de ánimo, se preocupan más por el gasto y son las más afectadas por la falta de recursos en la Sanidad Pública. Son ellas también las que sufren más enfermedades mentales y de forma más frecuente. Un 20,7% de ellas dicen padecerlos con frecuencia, frente al 13% de los hombres.
Ellos, por el contrario, suelen restarles importancia. Tres de cada diez hombres intentan resolver estos problemas por su cuenta o piensan que “no son para tanto”. Sienten más vergüenza y más de un cuarto de ellos prefieren no hablar de sus emociones con familiares y seres queridos. La edad también es un factor importante. Entre los 15 y 19 años se concentran los mayores casos de ocultamiento. Sienten más miedo a hacerlo y no tienen las herramientas suficientes para identificar lo que les pasa.
“Me he dado cuenta con el tiempo de que no estaba bien. Todo empezó antes de bachillerato, pero lo normalicé y me convencí de que era algo momentáneo. Nunca pedí ayuda, primero porque creía que se me pasaría solo, después porque no pensaba que nadie fuera capaz de ayudarme”, señala Pedro L. a infoLibre. Hace unos pocos meses que empezó a acudir a terapia, aunque llevaba más de un año planteándoselo. Lo que más le costó es decírselo a su familia “por no preocuparles”. “Sin la ayuda económica de mis padres tendría que haber ido a la Sanidad Pública, que es muy lenta y, al no encontrarme tan mal ahora, creo que no habrían dado la opción de ir a un psicólogo”.
El caso de Lucía G. es distinto. Su historial clínico comenzó con nueve años, cuando sufrió su primer ataque de ansiedad y tuvo “su primer contacto” con la psiquiatría. A los 14 años volvió a acudir a especialistas, pero tardó mucho tiempo en conseguir un diagnóstico, llegando incluso a estar ingresada en centros psiquiátricos. Sus cambios de actitud alertaron desde el primer momento a su familia y profesores, que la han apoyado desde entonces, junto a sus amigas y, ahora, su pareja. Una década después de su primera consulta, pudo poner nombre y apellido a su enfermedad: Trastorno Límite de la Personalidad.
“No ha sido nada fácil llegar hasta aquí. Primero acudí a mi médico de cabecera para que me derivaran a Salud Mental. Pasé por un trabajador social, que me dio cita con a una psicóloga local a la que iba cada dos meses. En 2021 me mandaron a Jaén capital para poder tener un seguimiento más continuo, porque no estaba mejorando. Entre medias tuve que recurrir a psicólogos privados e, incluso, alguna vez he llegado a automedicarme”, confiesa.
Ansiedad y depresión entre los principales diagnósticos
La ansiedad y la depresión son las enfermedades que más se diagnostican en todas las franjas de edad y las que más aseguran sufrir los jóvenes entre 15 y 30 años. Junto a ellas, en menor medida, pero con proporciones importantes, se encuentran los TDAH, los trastornos alimenticios, los TOC y los trastornos de estrés postraumático.
Irene es una de esas jóvenes que está trabajando para controlar su ansiedad. Empezó a sufrir sus síntomas durante la pandemia y se agravaron tras sufrir una ruptura sentimental. Esta patología le ha provocado otros problemas como pánico, miedo y un principio de apego ansioso: “Tenía 19 años cuando terminé mi relación y fue bastante traumático. A las tres semanas acudí a un psicólogo porque sentía que no podía sola con todo aquello. Han pasado dos años y medio y sigo yendo a consulta”.
“En mis peores momentos me he refugiado mucho en mis compañeros de piso y en mis amigos. Mis padres, mi hermana y mi abuela me han ayudado mucho a distraerme y me han dado calor. Durante esta temporada me ha ido muy mal académicamente pero, por suerte, tuve profesores muy comprensivos. Todos ellos me han hecho ir recuperando la confianza en mí misma”, explica.
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Los síntomas del “sufrimiento emocional” tienden a aparecer en grupo, según recoge este informe. Cansancio, tristeza, falta de energía, desinterés por las cosas, ataques de ansiedad o problemas para conciliar el sueño son los más comunes y, al menos un tercio de quienes los tienen, reconocer sufrir entre dos y cinco de ellos a la vez. “En mi caso, tardé mucho en darme cuenta porque fue muy progresivo e intermitente. Tenía momentos en los que estaba animado y otros en los que todo me daba igual y no llegaba ni a tener sentimientos”, cuenta Pedro que, como Irene, reconoce haber pasado por diferentes etapas emocionales antes de acudir a un profesional. En su caso, de momento, no cuenta con un diagnóstico, aunque asegura encontrarse mucho mejor desde entonces.
Ambos creen que se está normalizando hablar de estas cuestiones y que este es un paso imprescindible para iniciar un proceso de recuperación. “Pienso que el tabú existe y es notable en la gente adulta. Hay margen de mejora, por ejemplo, en la educación, pero la pandemia ha supuesto un antes y un después”, añade Pedro.
En la misma línea, Irene apunta a la “banalización” del uso de términos como “depresión” o “bipolaridad” entre los adolescentes y en las dificultades para acceder a un tratamiento de forma asequible. A pesar de ello considera que decir en alto que “tienes un problema de salud mental” ya no es algo tan “raro”: “Compartir sentimientos negativos, emociones o preocupaciones nos puede hacer entendernos mejor, ser más responsables con nuestras acciones hacia otros y, en definitiva, a darle la importancia que tiene a la salud mental”.
Pedir ayuda nunca es fácil. Cuando eres adolescente y no sabes lo que te pasa es aún más complicado. Paula M. empezó a tener problemas para gestionar sus emociones cuando tenía 14 años. Aquello derivó en una “fuerte depresión” con tendencia suicida. Tardó más de un año en pedir ayuda a su familia y buscar un psicólogo.