Cristina tenía 34 años cuando decidió que su embarazo no iba a seguir adelante. Estaba en la vigésimo segunda semana y acababan de detectar en su bebé trisomía 21. Es decir, síndrome de Down. Lo que siguió fue toda una odisea que meses después derivaría en un diagnóstico: estrés postraumático. En su historia convergen diversos factores: objeciones de conciencia, religión, falta de información y un nulo acompañamiento. Viejos conocidos que siguen resonando cuando se habla de interrupción del embarazo y que evidencian el largo camino por recorrer en un derecho que se presumía consolidado.
No todas las interrupciones del embarazo son traumáticas, tampoco dolorosas, ni necesariamente dejan huella. Pero a veces ocurre que no todo sale como debería. Cristina pasó por dos abortos: "Uno fue traumático y el otro no". Así que conoce las dos caras de la moneda. El primero fue en 2015, cuando confirmaron que el bebé padecía síndrome de Down, pero también una malformación en el aparato digestivo y una posible cardiopatía. "Decidí interrumpir con todo el dolor de mi corazón: era un embarazo deseado, un niño que yo ya notaba", recuerda la madre. El seguimiento del embarazo corrió a cargo de su mutua privada, pero la interrupción, le dijeron entonces, debía asumirla la Seguridad Social. Ahí llegó el primer problema: su hospital de referencia era el barcelonés Sant Pau. Con un fuerte arraigo religioso, nadie le practicaría un aborto.
Cristina fue derivada a una clínica privada y ahí culminó la cadena de adversidades. "Era una clínica enfocada a interrupciones voluntarias y de primer trimestre", así que la sensación de no estar donde debería emergió desde la misma sala de espera. "Yo ya tenía mi barriga y estaba destrozada, no sabía qué harían ni qué pasaría, recibí muy poca información". En unas instalaciones que la madre –ya tenía un niño de año y medio– percibió muy distintas a las de un centro sanitario, la joven de entonces treinta y cuatro años fue dirigida a una sala, "un cubículo con una cama y una cortinilla, sola, sin acompañamiento". Fue, rememora, un proceso largo: "Ahí me dejaron, muy medicada y sin explicaciones". A partir de ese momento fue sedada hasta en dos ocasiones, sin saber exactamente los motivos ni las intervenciones a las que debía someterse. "No pude despedirme de mi hijo, eso no se hacía", recuerda Cristina. En aquel momento podía sonar a extravagancia, pero meses después la despedida pasaría a ser un derecho: en 2016 el Tribunal Constitucional dio la razón a una madre que pidió incinerar y despedir los restos del feto que abortó.
Ella no fue consciente de nada. Cuando despertó, no había para ella ni una silla de ruedas. "Me llevaron andando al baño, todavía me salía la sangre", relata. Le dieron un refresco y la mandaron a casa. Los días pasaban y no conseguía recuperarse, ni del daño físico –fuertes dolores en el abdomen–, ni del psicológico. Mes y medio después consiguió ser atendida por una psicóloga especializada y el diagnóstico fue claro: tenía estrés postraumático. "No sólo había perdido a un hijo, tenía que cargar con la culpa de haber decidido interrumpir el embarazo y además pensaba que si mi hospital de referencia no quería atenderme, era porque yo estaba haciendo una cosa malísima".
En España, según los últimos datos del Ministerio de Sanidad, el 85,68% de las interrupciones voluntarias del embarazo se practican en centros privados. El llamativo porcentaje no es el peor de la serie histórica: en 2010 ascendía al 98,16%. Cinco comunidades ni siquiera han notificado un sólo aborto realizado en la red pública. Son Madrid, Murcia, Aragón, Castilla-La Mancha y Extremadura. Isabel Serrano, gineco obstetra ya retirada y miembro de la Federación de Planificación Familiar (Sedra-FPFE), incide en que el fenómeno ocurre "independientemente del color del gobierno".
La experta repara además en una particularidad: la ley de interrupción voluntaria del embarazo establece que en los supuestos de anomalías fetales incompatibles con la vida las intervenciones se realizarán "preferentemente en centros cualificados de la red sanitaria pública". Las mujeres que hayan abortado por estos motivos en las cinco regiones citadas, por tanto, han visto lastrado su derecho a ser atendidas en un hospital público. "Tiene que haber una implicación decidida de las comunidades" y debe ponerse en valor, estima la profesional, que todos los "hospitales públicos de este país están autorizados legalmente" a practicar abortos.
Objeción de conciencia
Este miércoles, la ministra de Sanidad, Carolina Darias, afirmaba ante los medios de comunicación que "la objeción de conciencia no puede ser un impedimento" a la hora de abortar. Las declaraciones fueron realizadas a propósito de una entrevista emitida por la Cadena Ser la mañana del miércoles, en la que la médica Marta Vigara relató su experiencia en el hospital público Clínico San Carlos de Madrid, donde todo el equipo de ginecología es objetor de conciencia. "Sabemos que hay que compatibilizar todos los derechos, pero el derecho de salud de una paciente es más importante", zanjó Darias. La ministra, sin embargo, rechazó regular la objeción de conciencia.
Según un informe elaborado por la asociación Women's Link Worldwide en enero de 2021, la realidad es que "muchos hospitales públicos practican una objeción de conciencia institucional, no individual, y no realizan abortos, derivando todos los casos a clínicas privadas concertadas". Esta objeción colectiva, prohibida en la ley de 2010, es muchas veces velada: "No se da a las mujeres información correcta sobre sobre el estado de salud del feto, sobre su derecho a interrumpir el embarazo, ni sobre el proceso que deben seguir para solicitarlo".
No son casos aislados. Lo afirma Guillermo González, presidente de Planificación Familiar. La objeción de conciencia en masa "no es lo más frecuente, pero existe y no es una objeción de conciencia moral", sino que se produce por otras cuestiones como el "desprestigio de esta práctica profesional". Marta Vigara afirmaba, en la entrevista con Àngels Barceló, que algunos objetores de conciencia lo son por convicción, pero en ocasiones se suman otros compañeros desbordados ante la idea de tener que abordar en soledad la totalidad de abortos que llegan al hospital. A ello hay que sumar "el estigma que puede tener para el profesional y su entorno", completa Guillermo. Y por supuesto, agrega, el acoso.
Este mismo martes, el Congreso de los Diputados aprobó penalizar el acoso frente a las clínicas de interrupción del embarazo. Una forma de violencia sistemática contra las mujeres y los profesionales por parte de grupos ultra. La propuesta salió adelante sin el apoyo del Partido Popular y Vox.
La derecha y el viejo debate
La posición de la derecha retrotrae a las feministas a febrero de 2014. Entonces, decenas de miles de personas salieron a la calle contra la reforma de la ley del aborto articulada por el ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón. Allí estaba Justa Montero, miembro de la Asamblea Feminista de Madrid. "El debate sobre el aborto ha pasado por distintos momentos, pero un asunto que siempre se ha venido planteando es que no está normalizado como prestación sanitaria".
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Todas las voces consultadas coinciden en elogiar el trabajo de las clínicas privadas, cuyos profesionales han venido solventando las carencias en la red pública. Sin embargo, matizan, la interrupción voluntaria del embarazo debe estar garantizado en el sistema público. El hecho de que "durante todo este tiempo no se haya normalizado genera una serie de problemas que lo hace más vulnerable como derecho", señala la histórica feminista, quien a finales de los setenta cofundó la Comisión por el derecho al aborto.
Pero lejos de haberse afianzado como un derecho incontestable, la interrupción voluntaria del embarazo sobrevuela una vez más al debate público y sigue despertando una oposición encarnizada. Para Montero, el discurso de Vox tiene sabor añejo. Sus líderes recuperan la "hipocresía de la defensa de la vida, un debate recurrente que parte de negar los derechos y la autonomía de las mujeres". Cuestionar el aborto como derecho, acierta a reconocer la activista, infunde un inevitable temor. Pero en la memoria de las feministas resuenan también las victorias y la pelea por el aborto es, posiblemente, la más evidente. "Por primera vez conseguimos que un ministro dimitiera, gracias a la contestación social", presume Montero.
Mientras la ultraderecha insiste en enfrentarse a un derecho que parecía consolidado, el Gobierno trabaja por consagrarlo mediante la reforma de la ley de 2010. Los planes del Ministerio de Igualdad pasan por eliminar los tres días de reflexión por los que han de pasar las mujeres, las restricciones a las menores de dieciséis y diecisiete años, quienes requieren de un permiso paterno, pero también prevé introducir conceptos como la violencia obstétrica. Este mismo miércoles, Irene Montero reiteró en redes sociales su voluntad de reformar la ley de manera urgente: "El derecho de las mujeres a decidir sobre sus propios cuerpos debe estar blindado por ley".
Cristina tenía 34 años cuando decidió que su embarazo no iba a seguir adelante. Estaba en la vigésimo segunda semana y acababan de detectar en su bebé trisomía 21. Es decir, síndrome de Down. Lo que siguió fue toda una odisea que meses después derivaría en un diagnóstico: estrés postraumático. En su historia convergen diversos factores: objeciones de conciencia, religión, falta de información y un nulo acompañamiento. Viejos conocidos que siguen resonando cuando se habla de interrupción del embarazo y que evidencian el largo camino por recorrer en un derecho que se presumía consolidado.