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Alejandro Torrús: "Un grupo de hambrientos logró poner en jaque uno de los edificios más seguros del país"

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Domingo, 22 de mayo de 1938. El reloj marca las 20.30 horas en la cima del monte Ezkaba, al norte de la ciudad de Pamplona. Un agudo chirrido resuena con fuerza en el Fuerte de San Cristóbal. Los reclusos que se encuentran en el patio del penal dejan sus quehaceres y dirigen su mirada hacia la entrada de la fortaleza. "Las puertas están abiertas. El que quiera salir que salga", grita uno de los reos. La inmensa mayoría de la población reclusa se dirige hacia el exterior. Poco a poco, la explanada situada tras el portón comienza a llenarse de presos que respiran libertad. Acaban de poner en jaque, en solo media hora, una de las prisiones más seguras del país. Han borrado de un plumazo esa macabra inscripción con la que muchos de ellos se toparon al ser encarcelados: "Entrarás y no saldrás". Ellos lo hicieron, lograron salir. Aunque la huida posterior acabó siendo un fracaso.

La gran evasión española (SineQuanon, 2022), que acaba de publicar el escritor y periodista de Público Alejandro Torrús, reconstruye con rigor el relato de una de las mayores fugas carcelarias de Europa. No es un ensayo histórico. Es, más bien y como recoge el autor, "un ejercicio de divulgación" que se apoya sobre investigaciones previas –destaca el trabajo de investigadores como Fermín Ezkieta, Amaia Kowasch, Félix Sietrra e Iñaki Alforja–, memorias de los presos o entrevistas. Retazos a partir de los cuales va cosiendo, con una narrativa no lineal y gran respeto a todos sus protagonistas, una historia que las autoridades franquistas se esmeraron por mantener oculta. Todo un rompecabezas al que aún, más de ocho décadas después, siguen faltando piezas por encajar.

"La primera, la suerte que corre el gran organizador de la fuga", cuenta Torrús al otro lado del teléfono. Se refiere a Leopoldo Pico, obrero de los astilleros de Euskalduna y miembro del PCE al que echaron el guante a finales de julio de 1936 cuando trataba de impedir junto a otros camaradas el avance de los golpistas hacia Bizkaia. El mismo que trataba de esquivar los oídos de los vigilantes hablando esperanto. Y que, pocas semanas de después de septiembre de 1937, ya tenía en sus manos todo un mapa hecho a mano del fuerte. Tras la fuga, se le perdió el rastro. "No sabemos dónde está su cuerpo", explica. Se sabe, eso sí, que fue fusilado. Como fueron asesinados a manos de militares, requetés y falangistas más de dos centenares de los presos que se echaron al monte esa noche de 1938.

La evasión fue todo un éxito. De eso no hay duda. En solo media hora, un buen grupo de reclusos consiguió hacerse con el control del fuerte. "Nadie quiere matar, nadie quiere morir", repetían. En aquel momento, había en el penal 2.487 presos. De ellos, 795 decidieron irse en cuanto las puertas se abrieron. El problema es que la segunda fase fracasó. Solo tres lograron ponerse a salvo. El resto, fueron devueltos al penal o "cazados en mitad del monte y asesinados sin piedad". Es más, todavía en la actualidad siguen apareciendo restos en fosas comunes de la zona. A finales de marzo, por ejemplo, se localizaron en el cementerio de Berriozar los de una quincena de personas que todo indica que habrían participado en la masiva fuga de mediados de 1938. habrían participado en la masiva fuga.

"La idea era, una vez tomado el fuerte, cerrar las puertas para que las autoridades no supieran nada y los presos tuvieran un margen de doce horas para avanzar hacia la frontera. El problema es que parte del personal logró escapar y dio el aviso. A las 22.00 o 22.30 horas ya les estaban buscando. Eso fue lo que echó a perder la fuga", explica Torrús. Mientras, los medios trataban de ocultar la historia. "Apareció poco en prensa y de manera totalmente manipulada. No venía bien airear un asunto que los ridiculizaba. Al final, un grupo de personas desnutridas había conseguido poner en jaque uno de los edificios más seguros de todo el país", explica el periodista, que lleva durante la última década siguiendo la huida de ese fuerte que empezó a levantarse durante el reinado de Alfonso XII.

Incluso los motivos de la fuga forman parte de ese enorme rompecabezas. Uno de los presos llegó a decir en una entrevista con el diario Gara que el objetivo era crear un nuevo frente en Pamplona que obligase a los golpistas a desviar tropas a la retaguardia y facilitar el avance republicano en plena batalla del Ebro. Torrús, sin embargo, recuerda que esta versión "no aparece en ningún otro testimonio o memorias". Por eso, cree que la evasión obedeció, básicamente, a un intento de los reos por escapar de la muerte en el penal. "El mayor porcentaje de los que había eran presos políticos, cuyo único delito había sido participar activamente en sindicatos y partidos durante la República", explica el periodista, que a través de los distintos testimonios traza un perfil completo de buena parte de la población reclusa.

Porque las condiciones de vida dentro del penal eran infernales. A los reos se les trataba como animales. Las palizas eran constantes. La suciedad, un problema de primer orden. Había un retrete para medio centenar de personas. Y tantos piojos como para poder llegar a organizarse carreras, con apuestas incluidas. A esto se añadía la comida, si es que se le podía llamar así. "Una especie de agua sucia con alguna legumbre", apunta Torrús. Algún testimonio habla de unos 27 o 28 garbanzos. No en cada cena, no a la semana. Al mes. Legumbres, en muchas ocasiones, infestadas de bichos. Y así pasaban los días, desnutridos y deshidratados, bebiendo agua que se filtraba a través de las paredes. "Era un lento camino hacia la muerte", enfatiza el autor de La gran evasión española.

Y mientras a los reos se les escapaba la vida entre las manos, los carceleros se llenaban las suyas a base de corruptelas. Tras la fuga, se abrieron diligencias contra los máximos responsables del fuerte. En el procedimiento, se llegó a demostrar que inflaban los precios de los productos de primera necesidad de los reos para enriquecerse, que vendían parte de la comida de los reclusos en el mercado negro o que se quedaban con lo poco que las familias trataban de hacerles llegar a los presos. ¿Y qué les pasó? Absolutamente nada. Es más, fueron ascendiendo y recibiendo felicitaciones. "Acabada la guerra, la investigación se sobreseyó y los responsables continuaron trabajando en otras cárceles. En definitiva, impunidad para el agresor franquista", señala Torrús.

La última 'fuga' hacia la libertad del preso fusilado Leoncio de la Fuente

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A lo largo de la obra, el periodista también pone el foco en ellas. Porque, dice, es necesario huir de esa "transmisión patriarcal de la memoria". Allá donde había una cárcel franquista, había una red organizada de mujeres "dispuestas a recorrer media España para llevar un trozo de pan". En el municipio segoviano de Nava de la Asunción, por ejemplo, cada quince días dos de las vecinas se pegaban un día entero de viaje para llevar alimentos y ropa a los presos de San Cristóbal. Y muchas de ellas lo hacían sin ni siquiera tener ahí dentro a un ser querido. Es el caso de las emakumes, vinculadas al nacionalismo vasco: "Se la jugaban mintiendo a los guardias para mantener a unos presos que ni siquiera conocían. Lo hacían por militancia política, por ideas en común".

El libro, además, es un llamamiento a la "necesidad de remover todos los rincones de nuestra tierra hasta que no quede ni un fusilado ni un desaparecido". "Abrir las fosas y trabajar en la recuperación de la memoria no es trabajar sobre el pasado, es hacerlo sobre el presente", sostiene Torrús. Pone como ejemplo el caso de Paula, que consiguió recuperar los restos de su padre, Leoncio de la Fuente, natural de Fresno el Viejo (Valladolid), hace un par de años y cerrar así una herida profunda que llevaba décadas abierta. "Ella creció pensando que su padre se había fugado del fuerte y se había ido a otra parte a rehacer su vida. Imagina el nivel de dolor que produce estar hasta los noventa años con la duda de si tu padre te abandonó o no", resalta el escritor.

No tuvo tanta suerte, sin embargo, Carlos Miguel Martínez. Hace algunos años, viajó desde Auckland (Nueva Zelanda) hasta España para conocer la antigua casa familiar y la prisión en la que estuvo encerrado su abuelo, Primitivo Miguel Frechilla. El hombre nunca pudo identificar sus restos. El traslado de los mismos a un osario lo convirtió en tarea imposible. Sin embargo, eso no le impidió buscar la manera de encontrar un cierto descanso. Martínez agarró un puñado de tierra sobre el que se asentaba el osario, lo metió en un cofre y fue a pie hasta cruzar la frontera con Francia, la meta que se habían marcado los fugados. De ahí, emprendió con sus piernas el viaje que separa el país galo de A Coruña para llevar esa porción de tierra que representaba a su abuelo de camino a casa. Junto a su mujer.

Domingo, 22 de mayo de 1938. El reloj marca las 20.30 horas en la cima del monte Ezkaba, al norte de la ciudad de Pamplona. Un agudo chirrido resuena con fuerza en el Fuerte de San Cristóbal. Los reclusos que se encuentran en el patio del penal dejan sus quehaceres y dirigen su mirada hacia la entrada de la fortaleza. "Las puertas están abiertas. El que quiera salir que salga", grita uno de los reos. La inmensa mayoría de la población reclusa se dirige hacia el exterior. Poco a poco, la explanada situada tras el portón comienza a llenarse de presos que respiran libertad. Acaban de poner en jaque, en solo media hora, una de las prisiones más seguras del país. Han borrado de un plumazo esa macabra inscripción con la que muchos de ellos se toparon al ser encarcelados: "Entrarás y no saldrás". Ellos lo hicieron, lograron salir. Aunque la huida posterior acabó siendo un fracaso.

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