Lo imprevisto ocurre y lo improbable, muchas veces, sucede. Cuando ello incide sobremanera en la dinámica de los hechos estamos ante un acontecimiento que marca un punto de inflexión en la evolución de la realidad sociopolítica. Es el caso de la elección de Jeremy Corbyn como líder del Partido Laborista del Reino Unido. Un 60% de los votantes, en elecciones donde participaba toda la militancia y abiertas, además, a quienes se inscribieron como simpatizantes, dio su apoyo al veterano político laborista, diputado en el parlamento británico y de larga trayectoria. Su compromiso no ha sido sólo con la ciudadanía a la que viene representando, sino también con los movimientos sociales y con causas tan nobles como tratar de impedir –no lo consiguió– que el dictador chileno Augusto Pinochet, estando en Inglaterra, se viera libre, sorteando las actuaciones emprendidas contra él con apoyo en la legislación sobre "justicia universal" y contando para ello con la connivencia de un gobierno laborista. Dicha trayectoria explica que de 232 diputados del grupo parlamentario laborista, sólo 15 le hayan apoyado en el reciente proceso electoral. Pero ahí estaba, en una incansable lucha política desde el seno del laborismo, algo sin duda posible por la misma tradición del partido, por sus características organizativas y por el sistema electoral británico –factores, por lo demás, que hay que tener muy en cuenta antes de trazar precipitados paralelismos con procesos que se dan en la política española–.
Al dar cuenta de tan sorpresivo resultado, no han faltado titulares de prensa subrayando que Corbyn, como nuevo líder laborista, llegaba con la fuerza de tan contundente resultado para enterrar la Tercera Vía, aquella que Tony Blair puso en marcha como renovación de una socialdemocracia anquilosada y perdedora ante el empuje del neoliberalismo impulsado por Margaret Thatcher. Ésta, como adalid de las políticas del Estado mínimo, de la potenciación del mercado como regulador no sólo de la economía, sino de todos los procesos sociales, y, por ende, de la exaltación de lo privado y la denostación de lo público, marcó la pauta de políticas diseñadas en función de un capitalismo agresivo, implementadas con la difusión de una cultura de "individualismo competitivo" marcadamente insolidario. Por entonces, Kenneth Baker, secretario de Educación en uno de los gobiernos de la "Dama de hierro", dio expresión, con ínfulas de analista sociopolítico, a lo que programáticamente se pretendía: "la era del igualitarismo –dijo con todo su cinismo– se ha terminado".
Cuando ahora llega Corbyn es para desmentir aquella afirmación hecha desde el más puro y duro doctrinarismo neoliberal, afirmación que fue una declaración de guerra contra todos los que en la sociedad británica no formaban parte de las clases pudientes y de las élites oligárquicas. Al Nuevo Laborismo que surgió como "Tercera Vía" entre una socialdemocracia que se veía anticuada y la derecha thatcheriana que arrollaba a aquélla en las elecciones, no le vamos a negar a estas alturas, por no hacer leña del árbol luego caído, la buena voluntad de poner al día planteamientos y programas para hacer frente, entre otras cosas, a la desigualdad creciente en el Reino Unido, en un Estado que era despojado de su patrimonio público a golpe de sucesivas privatizaciones. El sociólogo Anthony Giddens fue uno de los que apadrinaron el exitoso invento para ubicar al Partido Laborista en una nueva centralidad. Inscribiendo la propuesta en un meritorio análisis de las consecuencias de la modernidad –uno de sus títulos–, tejió los mimbres de un proyecto político que se presentaba "más allá de la izquierda y de la derecha", la cual es expresión que hasta el día de hoy hace furor.
El Partido Laborista remontó y pudo gobernar durante varios mandatos, aunque con balance muy discutible, al menos. El historiador Tony Judt nos lo dejó antes de su prematura muerte. Con su mirada crítica, en su libro Algo va mal, afinó el análisis para llegar al fondo de la cuestión: el Nuevo Laborismo gobernó, sí, pero a costa de desnaturalizarse como formación de izquierda. Es decir, como partido socialdemócrata ganó en su momento, pero claudicando ideológicamente frente a su adversario. Ante Tony Blair perdieron los conservadores; sin embargo, siguió ganando el neoliberalismo, dulcificado en sus modos, pero sin tocar en su núcleo. Se recuperaron políticas redistributivas, pero se consideró intocable la economía. Es la raíz de lo mucho que va mal en la socialdemocracia europea en general, lo cual es lo que aflora en época de profunda crisis, como la que vivimos, cuando no hay excedentes económicos que el sistema permita que se dediquen a sostener el Estado de bienestar. Y las desigualdades se disparan a causa de un capitalismo financiero impasible; es más, desaprensivo.
En nuestros días, los gobiernos, sometidos a las exigencias del capital, con la gran banca marcando el orden del día para que los Estados permanezcan sumisos ante el mercado, no han hecho sino hacer ostentación de su culpable impotencia aplicando las llamadas "políticas de austeridad". Contra eso es contra lo que se rebela Corbyn, y por eso le apoyan militantes y simpatizantes hastiados de una sedicente izquierda que dejó de estar donde la ciudadanía espera que la izquierda esté. A Corbyn se le ha dado la victoria para resituar el laborismo en la izquierda. Dicen que es "radical", pero eso indica, aparte de su voluntad de aplicar soluciones que vayan a la raíz, cómo está el patio político: atestado de conservadores, lleno de neoliberales y bien nutrido de socioliberales que no dejan de ser conservadores bajo etiquetas de izquierda. Teniendo en sus manos una buena radiografía de tal cuerpo político, los que han elegido a Corbyn sabían muy bien lo que hacían y por qué.
Cuando la derecha se da cuenta de lo que el acontecimiento Corbyn significa, enseguida se aplica a desprestigiar su figura, a menospreciar su trayectoria. Y Cameron, el premier conservador del Reino Unido, tiene la cara dura de salir diciendo que Corbyn es un peligro para la "seguridad nacional", extendiendo eso desde la defensa hasta la economía de las familias. Un Corbyn que habla de luchar contra las desigualdades, de hacer frente a las injusticias, de no seguir la política del economicismo neoliberal, no es peligro para nadie, salvo para quienes desde sus posiciones de dominio siguen produciendo empobrecimiento y generando sufrimiento. Cameron sí es un peligro para una democracia tan consolidada como la británica.
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Corbyn y lo que supone su elección en el Partido Laborista no constituyen, por lo demás, un fenómeno aislado. A nadie se le escapa que se sitúa en la órbita de otros fenómenos que están en proceso en países como España o Grecia, o dejando entrever nuevos movimientos de radicalización democrática en el ámbito europeo. A Corbyn le van a hacer la vida imposible todo lo que puedan –por desgracia, no sólo desde fuera, sino también desde dentro de su propio partido–, pero son los mismos que actúan al margen de una ciudadanía que, harta de una política de autoritarismo posdemocrático, reivindica una política participativa, solidaria y transformadora. Es esa misma ciudadanía la que ejerce su libertad republicana buscando los caminos de esa nueva política. Promoverla es tarea de una izquierda digna.
Lo imprevisto ocurre y lo improbable, muchas veces, sucede. Cuando ello incide sobremanera en la dinámica de los hechos estamos ante un acontecimiento que marca un punto de inflexión en la evolución de la realidad sociopolítica. Es el caso de la elección de Jeremy Corbyn como líder del Partido Laborista del Reino Unido. Un 60% de los votantes, en elecciones donde participaba toda la militancia y abiertas, además, a quienes se inscribieron como simpatizantes, dio su apoyo al veterano político laborista, diputado en el parlamento británico y de larga trayectoria. Su compromiso no ha sido sólo con la ciudadanía a la que viene representando, sino también con los movimientos sociales y con causas tan nobles como tratar de impedir –no lo consiguió– que el dictador chileno Augusto Pinochet, estando en Inglaterra, se viera libre, sorteando las actuaciones emprendidas contra él con apoyo en la legislación sobre "justicia universal" y contando para ello con la connivencia de un gobierno laborista. Dicha trayectoria explica que de 232 diputados del grupo parlamentario laborista, sólo 15 le hayan apoyado en el reciente proceso electoral. Pero ahí estaba, en una incansable lucha política desde el seno del laborismo, algo sin duda posible por la misma tradición del partido, por sus características organizativas y por el sistema electoral británico –factores, por lo demás, que hay que tener muy en cuenta antes de trazar precipitados paralelismos con procesos que se dan en la política española–.