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'Don Vito. Una historia de mafia, política y carbón'

Cristina Fanjul y Víctor del Reguero

En el nuevo libro de los periodistas y escritores Cristina Fanjul y Víctor del Reguero, los autores nos cuentan la historia del casi desconocido Victorino Alonso, y de cómo este magnate del ladrillo y los negocios fraguó su imperio. Alonso fue una figura crucial en la descarbonización que se produjo en España a finales de los años 80, proceso que sirvió para desmantelar uno de los gremios más reivindicativos del movimiento obrero, además de servir para el reparto de miles de millones de euros de dinero público en el reparto de todo tipo de ayudas a las empresas y los planes del carbón. Las páginas del libro narran la historia cruda del carbón y, por supuesto, de todo el conjunto de ilegalidades que, con la cooperación necesaria de políticos, sindicalistas y otros allegados al poder, llevó a la ruina de toda una sociedad.

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El primer borrón

No quieren mineros, sólo quieren esclavos a los que les puedan decir: «Tú vas a hacer lo que yo te mando y se acabó, trabajas las diez horas y no me digas nada, porque si no te vas a la calle».

José Manuel Dopazo, minero de la mina

de Tonín de Arbas, 1988

Alcatraz

El rescate de los cadáveres de Rubén Quidiello y Julio Rubén Rodríguez se prolongó a lo largo de veinte horas. La prensa provincial recogió al día siguiente, cuando todavía no habían sido recuperados, la noticia del suceso con una serie de hechos que mostraban unas condiciones de trabajo tercermundistas.

Si las familias de las dos víctimas se habían enterado de una forma poco heterodoxa –unos por la radio, otros a través de compañeros, pero en absoluto de manera oficial–, más grave era que la empresa no comunicara el accidente durante varias horas al Servicio Territorial de Minas ni a la Guardia Civil, retrasando la entrada de una brigada para intentar el rescate. Las familias recuerdan con indignación que, cuando los cuerpos salieron por fin de la bocamina, la empresa era la gran ausente: los familiares tuvieron que avisar al juez de paz para el levantamiento de los cadáveres, lavarlos en el cuarto de aseo y organizar todo antes de poder llevarse los féretros a sus respectivos pueblos, donde celebraron los entierros. «Así nos vimos abandonados en medio del monte», resume José Rodríguez García, entonces de 33 años y minero en activo, hoy jubilado.

Tiene los recuerdos nítidos. Es uno de los seis hermanos de Julio Rubén Rodríguez. Había trabajado cinco años en las minas de Busdongo antes de irse a Hunosa, como hacían todos los que podían en busca de mejores condiciones. Su hermano había empezado a trabajar allí precisamente con él. José vivió la llegada de el señor a la mina como director de explotación, momento en el que la autoridad del padre se vio desplazada por los nuevos aires del hijo. Nada más llegar, amenazó con que allí iba a cambiar todo y se rodeó de algunos cabecillas. Destacó entre ellos el que todos apodaron el Sheriff.

Su recuerdo de las condiciones de esclavitud coincide con lo que entonces dijeron los sindicatos a raíz del suceso. Comisiones Obreras denunció la «carencia de escrúpulos» de la empresa, tanto por «ocultar la falta de seguridad en el lugar donde se produjo el accidente mortal» como por no dar aviso de la desgracia a trabajadores de la otra mina, Carbonia, de su misma propiedad, por interés en asegurar la producción de carbón, con «un total desprecio a las víctimas del accidente». UGT, por su parte, se refirió así al dueño de la mina: «Es un auténtico explotador. Obliga a trabajar diez y doce horas diarias a los mineros, pero eso no es todo, pues existe la costumbre de doblar tres veces por semana y los trabajadores podrían negarse, pero entonces los despedirían. Además, tienen pánico a hablar porque el empresario ejerce una tremenda presión sobre ellos, aparte de que nunca ha dejado entrar a los sindicatos en sus recintos».

Entre collados y praderías de la vertiente leonesa del puerto de Pajares, bocaminas, cargaderos, caminos y naves abrían en canal las montañas. Aunque enclavadas una en Arbas del Puerto y otra en Tonín de Arbas, las dos minas se adentraban en la misma montaña por sus dos lados. Y las dos eran del mismo dueño, explotadas por dos de sus empresas. Antracitas de Busdongo había sido constituida en 1986 por el padre de el señor y sus cinco hijos. La otra sociedad, Carbonia, era más antigua: había estado implicada en el escándalo del grupo Poggi, cuyo estallido en 1974 mostró una expansión empresarial desmesurada a costa de una estafa perpetrada por un argentino con identidad falsa al que terminó tragándose la tierra. El escándalo supuso la desaparición de numerosas empresas, pero, en el caso de Carbonia, su antiguo dueño, que la había vendido al grupo Poggi pero no había cobrado parte de la operación, consiguió ser nombrado administrador judicial y al cabo del tiempo la recuperó. Era el padre de el señor.

Antracitas de Busdongo empleaba a poco más de 30 trabajadores y Carbonia a unos 80. En total, 110, todos jóvenes de la zona y asturianos. Juan José Bobis, el único delegado sindical, por Comisiones Obreras, recuerda que «se hacían quince horas lunes, miércoles y viernes. Lo hacías si querías y, si no, no vuelvas. Y se trabajaba los sábados también». Casi setenta horas cada semana y sin vacaciones. De acuerdo con otros compañeros de UGT de la Hullera Vasco-Leonesa, presentaron denuncia ante la Delegación de Trabajo en León. «Los libramientos los hacían a lápiz en la oficina. Se borraba y se ponía lo que convenía. Empezaron a mirar y no figuraban horas ni nada, no había forma de demostrarlo».

Las condiciones tercermundistas de los dos chamizos se pusieron negro sobre blanco en la prensa en las semanas siguientes al accidente. La muerte de los dos compañeros fue la chispa que encendió los ánimos del resto. Iniciaron una huelga para exigir la aplicación del «convenio de la antracita», el marco laboral del sector en la provincia. Entre sus firmantes había estado el propio dueño de las minas, aunque no lo aplicaba en las suyas.

Se llegó a comparar la mina con Alcatraz, la legendaria cárcel de la bahía de San Francisco. Decían que la primera pregunta que se hacía a quienes solicitaban trabajo era si estaban afiliados a algún sindicato; el que lo estuviera, no era contratado. Obligados a doblar turnos, el que se negara no cobraba el día o era despedido. Los salarios se seguían pagando al mismo precio que una década atrás. Y, jugando con la legislación laboral, los contratos eran trasvasados de una empresa a la otra al cumplirse los periodos que marcaba la ley para convertirse en fijos, por lo que la incertidumbre de la eventualidad marcaba la vida laboral de aquellos jóvenes.

La huelga se alargaría mes y medio, en el que se vivieron episodios habituales –un encierro en la mina, concentraciones en la capital– y otros más pintorescos, como la destrucción de 40.000 huevos en la granja de Avícola Leonesa, en Ferral del Bernesga, donde el padre de el señor era socio mayoritario según los huelguistas, aunque él lo negaba. El conflicto se extendió a la mina de la empresa Victoriano González, en la cuenca berciana, que él había adquirido un año atrás. Allí también había llegado con el palo y la zanahoria.

Todavía era «el hijo». Así se le citaba cuando se hablaba de él en la prensa. En las hemerotecas se pierden algunas declaraciones suyas, como la que defendía que las relaciones en sus empresas habían sido siempre buenas hasta lo que denominaba «politización», es decir, la entrada en escena de los sindicatos. O eufemismos como negar que hubiera habido despidos entre los huelguistas, «sino comunicaciones de extinción de contratos».

«Negociar sí, pero claudicar no», había dicho para escribir el penúltimo capítulo de aquella huelga en Antracitas de Busdongo y Carbonia a finales de junio, cuando las dos empresas, el comité de huelga y los sindicatos alcanzaron un acuerdo. El compromiso de él era levantar las medidas de sanción que había impuesto contra los huelguistas y hacer fijos a los trabajadores en los porcentajes señalados en el convenio colectivo. No lo cumplió y los trabajadores volverían a parar, ahogados por varios meses sin cobrar sus nóminas.

Bocadillo de lentejas

En la calle y los periódicos hacía ruido la huelga, terminada con la promesa de paz del patrón. Una promesa en vano. En la otra realidad, la del sistema, la instrucción judicial por los dos fallecidos siguió su camino.

El informe del Servicio Territorial de Minas de León fue ine-quívoco: el accidente se debió a una mala concepción técnica del taller, en cuyas explicaciones abundaron el ingeniero jefe Raimundo Torío, quien con los años ocuparía importantes puestos en la Administración autonómica, y los también ingenieros José Luis García y Antonio Pajares. 

La mina había dado un aviso días antes, con un derrabe sin mayores consecuencias, pero la empresa no hizo nada. Lo recuerda Juan José Bobis: «¿Qué pasó? Muy sencillo. Era una capa que empezaba en unos sesenta centímetros y de repente se abría un anchurón de varios metros. Al ser tan ancha, no había tierra para rellenar, para sujetar todo ese hueco». Cuenta que tanto Florentino Sánchez, el vigilante, como él lo hablaron con el señor. «Lo que decidió fue postear con árboles enteros. Le habíamos dicho una semana antes del accidente que había que meter relleno de fuera para sujetar, porque así era imposible. Y nos contestó: “Ustedes preocúpense de sacar el carbón que el resto es cosa mía”».

Aun a hechos consumados, el señor discutía los aspectos técnicos y defendía que no haber avisado a las autoridades de lo sucedido durante varias horas se debió a que todos los esfuerzos se pusieron en rescatar a los sepultados, porque se sabía que al menos uno seguía con vida; hasta que al producirse el segundo derrabe ya no pudo hacerse nada. Entonces, él mismo llamó por teléfono al Servicio de Minas. Su padre, que se dijo «presidente honorario» de una empresa en la que compartía accionariado con sus cinco hijos, apostilló que el informe del Servicio de Minas estaba equivocado. Abrazaron otro de encargo, en el que dos ingenieros que trabajaban para él –Olegario Martínez Torres y Jesús Diego Llaca– aseguraban que el lugar del accidente «se encontraba en muy buen estado de seguridad» y el derrabe fue debido a «las imprevisibles circunstancias geológicas de la zona». Un tercer informe, encargado por el propio juzgado a dos ingenieros, asumió todas las tesis del que había elaborado Minas.

Casi se iba a cumplir el primer aniversario de las muertes cuando el Juzgado de Distrito de La Vecilla acogió el juicio. Probablemente, el más populoso vivido en años en ese pequeño pueblo. En la sala no cabía un alfiler. Juan José Bobis recuerda que, cuando le vio, el padre de el señor se levantó y, con las manos temblorosas, le apuntó con el dedo y le dijo enfurecido: «Usted va a comer un bocadillo de lentejas».

Así era Chaquetona, como también llamaban al padre de el señor: de la vieja escuela. Esa amenaza de un hombre de más de 70 años a un joven de 23 le sorprendió, pero no le hizo cambiar lo que declaró ante el juez. Las familias, constituidas en acusación particular, y el resto de los presentes escucharon su narración de lo ocurrido tanto el día del accidente como una semana atrás, cuando se había producido otro derrabe y el ingeniero fue avisado de que había que tomar medidas. «No visitó la explotación, lo sabe porque sólo hay un turno y siempre está allí el dicente», recoge el acta del juicio. Su versión fue ratificada por otro compañero, Javier Fernández García, ya fallecido.

Luego habló él, como ingeniero director de la mina. Entre explicaciones exculpatorias echó la responsabilidad de las decisiones al vigilante y dijo que no tenía obligación de supervisar a este ni a los obreros. Sin embargo, Florentino Sánchez precisó que recibía siempre órdenes de él para decidir. La línea de defensa de el señor, su padre y los ingenieros que declaraban a su favor pasaba por endosarles la responsabilidad tanto a Florentino Sánchez como a Juan José Bobis. «Nos empezaron a dar caña y fueron a por nosotros a toda costa», recuerda este. Raimundo Torío, jefe del Servicio de Minas, ratificó en el estrado su informe para concluir que «el diseño del taller no fue correcto», algo que, junto a otras razones, hacía «no previsible pero sí probable» el accidente, siendo el director facultativo quien debía apreciar tales defectos.

La sentencia declaró a el señor autor de una «falta de imprudencia simple con resultado de lesiones y muertes», que conllevaba una multa de 10.000 pesetas. El meollo estaba –y estaría– en las indemnizaciones, estipuladas en 12 millones de pesetas para las dos familias y 200.000 para Juan José Bobis por las heridas sufridas. Florentino Sánchez fue absuelto.

Tanto el señor como la empresa, declarada responsable subsidiaria, recurrieron la sentencia. También las familias. Unos meses después, en un nuevo fallo en León, su apelación tuvo veredicto definitivo. Se confirmaba la responsabilidad penal de el señor, «al haberse acreditado la conducta negligente del director facultativo de la explotación minera a quien le correspondía su labor de diseño del taller, teniendo en cuenta que consta que el accidente laboral enjuiciado se produjo por una defectuosa instalación». Y se elevaron las indemnizaciones, en torno a 10 millones de pesetas a cada una de las familias, manteniéndose la de Bobis.

El alzamiento

El 18 de octubre de 1989 la sentencia fue declarada firme. El señor hizo como que no iba con él, pero las familias no dejaron de clamar por su cumplimiento por medio de sus representantes legales: los abogados Juan Rodríguez Zapatero y Pedro Hontañón Hontañón.

El caso recayó en el Juzgado de Instrucción n.º 6 de León, del que era magistrado Ireneo García Brugos. Un tiempo después, el Juzgado n.º 7 también abrió diligencias. A ambos dirigieron uno y otro abogado numerosos escritos, con los frutos de sus pesquisas sobre el patrimonio y las empresas de el señor. Sus intentos fueron en vano. Se investigaron las concesiones mineras que tuviera a su nombre, las acciones de empresas a las que se le daba por vinculado –Antracitas de Busdongo, Lexomosa, Minas Santa Leocadia, Antracitas de Valderio, Penfil, Hidroeléctrica del Bierzo...–, los bancos en que pudiera tener cuentas corrientes.

En el laberinto, se supo que el 24 de octubre de 1989, pasado un mes de la sentencia condenatoria y unos días después de que esta fuera firme, el señor había vendido las acciones que poseía en Hullasa, la empresa de sus minas en Teverga, a Epmisa Compañía Minera, de la que era administrador único uno de sus hombres de confianza, Manuel Fernández Alonso, y él apoderado junto con su hermano. Cuando se le pidieron explicaciones, declaró en el juzgado que en agosto de 1988 había comprado las acciones de Hullasa con un crédito de 52 millones de pesetas del Banco Atlántico y que, como no pudo hacer frente a este, las vendió y las pagó con el crédito. «Con lo cual considera que no hay ningún tipo de alzamiento, sino la devolución del efectivo que necesitó para comprarlas», dijo ante el juez. Más adelante, en otra declaración, tuvo que reconocer que, de los 52 millones, la mitad eran del Banco Atlántico y la otra mitad de Epmisa, que, según dijo, le había prestado el dinero. También el 24 de octubre de 1989 había vendido las acciones que tenía en Antracitas de Valderio por 3,75 millones de pesetas, también a Epmisa. Y ese mismo día, Victorino Alonso Suárez y Manuel Alonso García, padre y hermano de el señor, habían comparecido ante notario para transferir todas las concesiones y minas de que era titular Antracitas de Busdongo, la sociedad participada por toda la familia, a otra, Carbonia.

Con esta última operación se vaciaba el patrimonio de la sociedad subsidiaria del accidente, imposibilitando el cobro de las indemnizaciones a las familias. Todos los intentos de embargo iban detrás de las pisadas del insolvente. El Ayuntamiento de León informó por cuenta de su teniente de alcalde José Antonio Cabañeros –cuya hermana mantenía una relación con el padre de el señor– que convivía con su padre, trabajaba como ingeniero en varias minas de este «no percibiendo retribución alguna» y los vehículos con los que solía ser visto eran de esas empresas. Sin embargo, sus declaraciones de la renta decían otra cosa. La de 1988 le presentaba unos ingresos declarados en Hullasa de 1.004.310 pesetas. La de 1989 los subía a 6.122.712 pesetas. Había cotizado como empleado en Hullasa en varias etapas entre 1988 y 1992, luego en Teverga Minera, en 1994 en Carlenor. Cuando los jueces se dirigían a estas empresas, que eran suyas, la respuesta era que no era empleado o no cobraba.

'Hezbolá'

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Todas estas artimañas sólo buscaban escaquear el pago de los más de 20 millones de pesetas adeudados a las familias de los dos mineros muertos y, a la vez, zafar el de la pensión de alimentos de sus propias hijas.

Hasta que un día se obró el milagro. Acababa de ser consagrado como nuevo amo de MSP, ya era el capo. Las familias firmaron en Oviedo, el 21 de octubre de 1994, haber recibido 11.890.000 pesetas, el dinero de sus indemnizaciones una vez deducidos los honorarios de sus abogados y procuradores. Se daban por «totalmente saldadas y finiquitadas». Por su parte, Juan José Bobis no volvió a trabajar en aquella mina. Lo hizo en la Hullera Vasco-Leonesa, prejubilándose en 2007. Había pasado un lustro del accidente en que salvó la vida cuando un día, a finales de 1994, le llegó un cheque a casa con las 200.000 pesetas de su indemnización.

El fiscal Emilio Fernández continuó en los juzgados de León el proceso por alzamiento de bienes, un delito perseguible de oficio, abriéndose juicio oral contra el señor, su padre, su hermano y uno de sus hombres de confianza. «Concertados entre sí y, cada uno de ellos, con la finalidad asumida por todos de hacer inviable el cobro de las indemnizaciones», habían ejecutado una cadena de operaciones para eludir el pago, según la acusación del Ministerio Público, que solicitaba para los cuatro acusados distintas penas de entre un año y tres meses de prisión. No sería hasta 1997 cuando a las puertas del juicio pactaran una condena, aceptando haber cometido el delito: un mes y un día de arresto para el señor y su hombre de confianza, Manuel Fernández Alonso, y seis meses y un día para su padre y su hermano.

En el nuevo libro de los periodistas y escritores Cristina Fanjul y Víctor del Reguero, los autores nos cuentan la historia del casi desconocido Victorino Alonso, y de cómo este magnate del ladrillo y los negocios fraguó su imperio. Alonso fue una figura crucial en la descarbonización que se produjo en España a finales de los años 80, proceso que sirvió para desmantelar uno de los gremios más reivindicativos del movimiento obrero, además de servir para el reparto de miles de millones de euros de dinero público en el reparto de todo tipo de ayudas a las empresas y los planes del carbón. Las páginas del libro narran la historia cruda del carbón y, por supuesto, de todo el conjunto de ilegalidades que, con la cooperación necesaria de políticos, sindicalistas y otros allegados al poder, llevó a la ruina de toda una sociedad.

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