Cada vez que habla el ministro de Consumo, Alberto Garzón, sube el pan. Pese a que se limita a repetir lo que la evidencia científica dice desde hace años con respecto a los impactos de la ganadería y del modelo alimentario, sus palabras se asumen como una afrenta. Muestra de que la comida es, como todo, política; y que el debate se libra en los estrechos márgenes de la batalla cultural porque el contenido del plato, además, es tradición e identidad.
Cuando un ministro, un diputado o un concejal hablan de comida o de consumo el riesgo de reacción furibunda es mayor porque está dentro de la parcela de responsabilidad del ciudadano: elegimos, de manera más o menos libre y más o menos consciente, lo que compramos en el súper y lo que nos llevamos a la boca. Nos sentimos aludidos. Hay quien se atrinchera en la defensa liberal del "a mí no me dice nadie lo que tengo que hacer" y hay quien recoge el guante y decide ejercer un consumo crítico o responsable. Pero no es fácil: por la opacidad de los orígenes, por un etiquetado insuficiente... o porque la vida, a veces o casi siempre, nos atropella.
A raíz de la última polémica, una petición en Change.org que lleva más de 60.000 firmas pide identificar en el envasado de los productos cárnicos si proceden de ganadería intensiva, que concentra a los animales, de cuestionable respeto por su bienestar, y que contamina la tierra, el aire y las aguas; o de ganadería extensiva, menos lesiva según sus defensores. El Gobierno, ha confirmado el departamento de Garzón, ya está en ello. Muchos consumidores, cada vez más, quieren saber qué comen y de dónde viene lo que comen.
Efectivamente, no hay ninguna obligación legal que fuerce a los productores de carne a identificar si el alimento procede de una explotación intensiva o extensiva como, por ejemplo, pasa con los huevos, en lo que sí es fácil saber si las gallinas han sido criadas en libertad o en jaulas. Pero sí hay un método para destacar en el estante del súper a la segunda: la etiqueta ecológica de la Unión Europea. La cría de los animales debe ser en libertad o semilibertad, con un porcentaje de los piensos obtenidos en el mismo lugar de la explotación y sin depender de soja cultivada al otro lado del océano. Bruselas, a través de la estrategia "De la granja a la mesa" quiere que, para 2030, el 30% de la agricultura y la ganadería comunitarias sean "ecológicas" bajo estos criterios.
Pero hay quien quiere más. Por un lado, abogan sus defensores, la diferencia explícita entre extensiva e intensiva serviría no solo para fomentar el primer modelo, sino para desincentivar el segundo a juicio del consumidor; lo que, de a buen seguro, levantará las quejas de las grandes empresas que hacen negocio con las macrogranjas. Sin embargo, como explica el investigador del Basque Centre for Climate Change, Pablo Manzano, en The Conversation, la línea no está tan marcada entre un sistema y otro: hay explotaciones de vacuno con un régimen de semilibertad, en el que las cabezas de ganado pastan con tranquilidad durante sus primeros años para posteriormente ser estabuladas. Su centro ya trabaja en una propuesta de etiquetado que será más compleja: no habrá solo dos tipos de carne identificados.
"Me gustaría hablar con Garzón sobre esto", reconoce Manzano en conversación con infoLibre, que explica que aún no han encontrado ningún financiador para su trabajo, que se propone hacer una propuesta de etiquetado. Para ello, hay que conocer mejor la realidad del sector. "Hay tres grandes cajones: intensiva, extensiva e industrial. Pero hay muchísima mezcla. No tenemos una idea de la estructura del sistema productivo para saber cómo actuar porque no hay estadísticas". Entre la macrogranja de 30.000 cerdos con el rabo cortado que jamás ven la luz del sol al pastoreo transhumante cuyos animales solo comen hierba hay un amplio gradiente. El especialista explica que la etiqueta ecológica de la UE no garantiza que los animales estén siempre libres o que los piensos sean generados en el territorio, por lo que no es suficiente para que los ganaderos extensivos destaquen su negocio.
Por otro lado, la etiqueta ecológica ahora vigente no garantiza que el cultivo o engorde se ha producido a miles de kilómetros, con el impacto que supone su distribución; o que el desarrollo no implica condiciones de precariedad, explotación o incluso esclavitud. De nada sirve lo ecológico si está sujeto a unas relaciones laborales criminales o humillantes. Es lo que defienden Laura Villadiego, Brenda Chávez y Nazaret Castro, periodistas del colectivo Carro de combate que en su último ensayo, Consumo crítico, abordan la capacidad de nuestras compras para cambiar el mundo –siempre que no se abandone la acción política colectiva y el abordaje de lo estructural sobre lo anecdótico–. Castro aborda en el capítulo dedicado a la alimentación el caso de las temporeras de la fresa en Huelva como exponente de que la producción industrial de comida con el objetivo de satisfacer bolsillos, en vez del estómago, solo se puede abordar mediante la explotación laboral.
Los empresarios freseros necesitan mano de obra abundante y rápida para recolectar un fruto que se estropea muy rápido. "Los contingentes contratados en origen se suman a la mano de obra autóctona y a las personas migrantes llegadas de países como Senegal y Marruecos, quienes, muchas veces indocumentadas, se ven obligadas a vivir en asentamientos de chabolas como los de Palos de Frontera y Moguer. (...) Son sometidas a todo tipo de abusos, desde la violencia sexual a la aplicación de descuentos ilegales sobre sus exiguos salarios: algunas de ellas terminan endeudadas. (...) Los abusos son antes la norma que la excepción, ante la pasividad de las autoridades y de la sociedad en su conjunto". Si la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, anuncia el aumento de inspecciones, la patronal agraria se siente víctima de una campaña de persecución. Así está funcionando, por el momento.
Así, al calor de estas carencias han nacido en nuestro país iniciativas como Knowcosters, que invita a las empresas a explicar en el etiquetado de sus productos el impacto que ejercen sobre el planeta, sobre los trabajadores que ponen su talento y su cuerpo y sobre el mercado laboral, con el empleo que generan. Para Castro, en conversación con infoLibre, las certificaciones al margen de la etiqueta ecológica de la UE son aún más complejas y poco trazables. "La imposición de calidad se ha desplazado del Estado a las empresas privadas. Me han contado temporeras de la fresa que los empresarios, en algunas fincas, les dicen: las más bonitas, las separáis a otra caja y esas las vendemos como ecológicas".
Castro defiende un cambio de paradigma que, a su juicio, va más allá del debate demasiado simplista entre ganadería extensiva e intensiva, o entre agricultura ecológica o no ecológica. "Cambiar el modelo debe abordar esas diferentes dimensiones a la vez. En Latinoamérica, cuando escuchan el discurso de intensiva no, extensiva sí se echan las manos a la cabeza, porque allí la ganadería extensiva es una de las causas tradicionales de avance de la deforestación sobre los ecosistemas".
La posible solución y la manera de ejercer el consumo crítico puede pasar por los grupos de consumo, donde existe un contacto directo entre el productor de los alimentos y los consumidores, sin distribuidores que oculten el origen de la comida; o los supermercados cooperativos, que pretenden bajar el precio de la carne o las verduras más respetuosas con el entorno sin el ánimo de lucro de Mercadona. La Osa (Madrid), Supercoop (Manresa) o A Vecinal (Zaragoza) son algunos ejemplos. "Quienes desde el activismo del consumo y la economía social y solidaria se movilizan en busca de un modelo alimentario más justo y sostenible saben desde hace tiempo que la gran distribución es uno de los mayores escollos", defiende Carro de combate en su ensayo.
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El "activismo del consumo", como llaman las autoras a preocuparse por el origen de lo que comemos y compramos, tiene límites: "Cuidado, sin embargo, con olvidar que los cambios individuales no bastan: deben acompañarse de la batalla política para modificar las reglas del juego existentes". Y, además, tiene escollos. Para empezar, los precios: por un lado, inflados por las grandes plataformas, que intuyen que lo eco está de moda, y por otro lado sujetas a la baja oferta y cada vez más alta demanda, que Bruselas intenta paliar con su paquete legislativo.
Un kilo de carne de vacuno extensivo es bastante más caro que un kilo de carne de vacuno intensivo. Pero Castro pide no hacernos trampas: el primer modelo no es suficiente para abastecer el voraz apetito carnaca del Norte Global, que come mucha más carne de la que necesita y de la que le conviene por su salud. Sin un cambio de dieta, no hacemos nada: no basta con comprar ecológico y ya. Y en esa transición, las lentejas y los garbanzos son mucho más baratos que el filete. "La carne producida en mejores condiciones es más cara porque es imposible que no sea así. Hay un componente cultural muy importante. La gente de mi generación asocia un mayor consumo de carne con un estatus, con buena salud, porque claro, nuestros abuelos pasaron hambre. Eso todavía hay que desmontarlo". Hay, incluso, una relación entre el chuletón y los roles de género: en concreto, con la masculinidad.
Y, por otro lado, otra barrera: estos cambios en los hábitos de vida siempre cuestan más entre las capas más pauperizadas de la población. Cuando las mayores preocupaciones pasan por llegar a fin de mes, cuando el sistema te empuja a la incertidumbre, es difícil hacer una lista de la compra responsable, es más complicado pensar en el origen de los alimentos, cuesta implicarse y no solo pagar el kilo de carne ecológica. Hace falta más información, sí, pero como reconocen las activistas, es esa brecha la más importante que salvar. La de clase.
Cada vez que habla el ministro de Consumo, Alberto Garzón, sube el pan. Pese a que se limita a repetir lo que la evidencia científica dice desde hace años con respecto a los impactos de la ganadería y del modelo alimentario, sus palabras se asumen como una afrenta. Muestra de que la comida es, como todo, política; y que el debate se libra en los estrechos márgenes de la batalla cultural porque el contenido del plato, además, es tradición e identidad.