Los resultados electorales siempre deberían compararse con los obtenidos por los partidos en la última convocatoria, pero eso rara vez sucede. La presión de los medios de comunicación, los vaivenes de la campaña electoral y sobre todo las encuestas, aunque últimamente nadie les otorgue mucha credibilidad, son los elementos que hacen del juego de las expectativas —la diferencia entre lo que se espera lograr y lo que efectivamente se consigue— el fiel de la balanza que dedide quién gana y quién pierde una votación.
Las elecciones de este jueves en Cataluña no son una excepción y en este caso, además, se pueden leer de varias maneras diferentes, razón por la cual ofrecen a los partidos políticos suficientes relatos alternativos como para maquillar un mal resultado.
¿REVALIDaN o no LAS URNAS LA ESTRATEGIA INDEPENDENTISTA?
La primera lectura es la de la independencia. La decisión de Mariano Rajoy de convocar elecciones no solo puso fin al bloqueo institucional iniciado con la fallida convocatoria del referéndum del 1 de octubre —la oposición del Gobierno central hizo imposible que Cataluña pudiese ejercer con garantías el derecho a la autodeterminación— sino que, seguramente sin desearlo, dio a los catalanes la posibilidad de pronunciarse sobre la independencia. Sin trampa ni cartón.
Las elecciones son al Parlament autonómico, pero nadie tiene duda de su carácter plebiscitario. Ni siquiera el PP, aunque no tenga intención alguna de darle carta de naturaleza oficial si ganan los independentistas. El referéndum por la independencia de Cataluña, en realidad es hoy. Si los independentistas ganan en votos y en escaños, el conflicto volverá a la casilla de salida, pero esta vez los partidos soberanistas esperan tener toda la atención de la comunidad internacional y forzar, con su ayuda, una negociación de tú a tú con el Gobierno de España. Lo mismo sucederá si ganan en escaños pero no en votos, como ocurrió en 2015, pero en este escenario —sin sumar al menos la mitad de los votantes— les será mucho más complicado movilizar en su auxilio a la opinión publica internacional. Especialmente si el independentismo no consigue superar el espectacular resultado que obtuvo en 2015 (el 47,8% de los votos) y los comunes de Ada Colau (partidarios del derecho a decidir) siguen sin sumarse a su estrategia.
Esta vez, además, hay un factor nuevo en el juego de mayorías parlamentarias del que depende no sólo el control del Parlament sino la elección del nuevo president. Varios candidatos con escaño asegurado —se presentan en puestos que garantizan la elección— están huidos en Bélgica, como Carles Puigdmont, o en prisión, como Oriol Junqueras. Si los independentistas consiguen mayoría absoluta y esos seis parlamentarios no pueden acudir a votar ni renuncian a sus actas como diputados, privarán a sus partidos de media docena de votos imprescindibles para decidir la Mesa de la Cámara y la Presidencia de la Generalitat. Y pondrán, de paso, en un brete a las instituciones del Estado, que sin que existan sentencias condenatorias estarán dando, de hecho, el control de la Cámara a los no independentistas. Un nuevo e incierto escenario de confrontación.
¿Y qué pasa si los independentistas no consiguen las mayoría ni en votos ni en escaños? Que la moneda del referéndum real caerá del lado de los contrarios a las vías unilaterales a la independencia, los constitucionalistas de Ciudadanos, PSC y PP y la tercera vía de Catalunya en Comú. Mariano Rajoy, Pedro Sánchez y Albert Rivera sueñan con este escenario, el único que creen que puede poner fin a la estrategia de PDeCAT y Esquerra, aun a sabiendas de que la decisión final sobre lo que ocurra la tendrán Ada Colau y Catalunya en Comú.
¿QUÉ formación SERÁ HEGEMÓNICa EN CADA BLOQUE?
La segunda lectura de las elecciones tiene que ver con quién gane en cada uno de los bloques enfrentados. El premio de consolación en cada bando, en caso de derrota, será ganar en el espacio político compartido, sea independentista o constitucionalista.
Del lado soberanista, Esquerra tiene en teoría al alcance de la mano batir por primera vez a los herederos de la antigua Convergència –reencarnados en una lista confeccionada a la medida personal de Pugidemont con el aval del PDeCAT– y ser el partido más votado en Cataluña. Para los de Oriol Junqueras ganar, aunque sea por menos diferencia de lo que esperaban hace apenas unos meses, cuando todas las encuestas pronosticaban un amplia victoria republicana, significa reclamar el derecho a ocupar la Presidencia, si al final hay mayoría absoluta independentista. Y si no la hay, ser los primeros les situaría en la mejor de las posiciones para afrontar lo que venga: un difícil acuerdo de izquierdas como el que persigue Catalunya en Comú, en compañía del PSC, o el liderazgo de la oposición al unionismo, en la hipótesis de que los comunes y los socialistas acaben llegando a un acuerdo con Ciudadanos y el PP. Ganar a la lista Puigdemont, aunque sea por menos de los previsto, será un triunfo para Esquerra potencialmente capaz de dar la puntilla al debilitado PDeCAT y ponerle en bandeja la hegemonía del soberanismo.
Enfrente, es Ciudadanos quien espera una gran victoria. Tan grande que sus dirigentes coquetean incluso con las idea de ser el partido más votado. Si lo consiguen, se habrán apuntado un tanto histórico que, paradójicamente, puede quedarse en nada si los soberanistas suman mayoría absoluta o si, en caso contrario, el PSC y los comunes se resisten a hacer presidenta a Inés Arrimadas. Aún así, Albert Rivera confía en obtener del recuento un espaldarazo que confirme sus posibilidades de convertirse en presidente de España.
A Junts per Catalunya, convertida en una lista presidencial con la que dar soporte a la aspiración de Puigdemont de volver a la Presidencia de la Generalitat, aunque sólo sea para ser detenido y conducido a prisión, el único escenario que le sirve es ese, porque le permite mantener la tesis de los votos como el arma decisiva para acabar con el 155. Pero aunque el independentismo sume, no parece que Esquerra esté dispuesta a hacer realidad los planes de esta candidatura, a tenor de las declaraciones de sus dirigentes en los últimos días, partidarios de llevar a Junqueras al Palau de la Generalitat. Para JuntsxCat, la medida que separa la victoria de la derrota es la restauración de Puigdemont en el poder. No hay sitio para más.
El juego de las expectativas puede hacer que, de nuevo, el PSC de Miquel Iceta viva su propio resultado como una victoria a pesar de que todas las encuestas le atribuyen un papel subordinado (el cuarto puesto en el Parlament). Pero si consigue mejorar sustancialmente la cifra de 16 escaños que alcanzó en 2015 o, como espera la dirección del PSOE, acaba pisando los talones a Arrimadas, los socialistas se sentirán con derecho a celebrar el resultado. Y a confirmar que la estrategia de Pedro Sánchez —la apuesta por una solución política— era la correcta.
¿será decisivo alguno de los partidos más pequeños?
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Algo parecido pasará con Catalunya en Comú-Podem. Los pronósticos de las encuestas son tan modestos para sus intereses que cualquier mejora sobre los sondeos dará aire a los de Ada Colau y Pablo Iglesias incluso quedando por debajo de los escaños de 2015. Pero lo que marcará la diferencia, en este caso, no serán lo escaños. La campaña de los comunes se ha basado en defender que sus votos serán decisivos si no hay mayoría independentista y esa será la medida de su éxito o de su fracaso: su capacidad de tejer una alianza —que hoy parece más que improbable— con Esquerra y el PSC.
La CUP se hizo con la llave de la legislatura pasada y ahora aspira a repetir ese papel, aunque se confirme un retroceso en escaños. Los anticapitalistas han asumido la bandera del rupturismo e igual que hace dos años se empeñaron en pedir la cabeza de Artur Mas, que finalmente obtuvieron, esta vez exigirán a Esquerra y a JuntsxCat que renuncien a cualquier clase de negociación con el Estado y pongan en marcha las previsiones de la ley de transitoriedad para activar, sin más esperas, la república independiente de Cataluña. La expectativa de los cupaires es ser decisivos en una mayoría absoluta independentista y cualquier otro escenario sería para ellos, simplemente, un fracaso.
El PP, a su vez, se asoma a su peor resultado en toda la historia del parlamentarismo catalán. Menos escaños y menos votos que cualquier otro partido en la Cámara catalana, fiel reflejo del papel residual al que la política de Mariano Rajoy ha reducido a su formación en Cataluña. Pero de nuevo las expectativas, que ya dan por descontado ese escenario, permiten a los de Xavier García Albiol esperar que una derrota de la mayoría absoluta independentista disimule la suya propia. Y ofrezca a Rajoy, de paso, una forma de salir indemne de la catástrofe de su partido apelando a la neutralización de la estrategia independentista. Porque si pasa lo contrario, y los independentistas vuelven a controlar el Parlament, nada podrá disimular el fracaso del presidente del Gobierno.
Los resultados electorales siempre deberían compararse con los obtenidos por los partidos en la última convocatoria, pero eso rara vez sucede. La presión de los medios de comunicación, los vaivenes de la campaña electoral y sobre todo las encuestas, aunque últimamente nadie les otorgue mucha credibilidad, son los elementos que hacen del juego de las expectativas —la diferencia entre lo que se espera lograr y lo que efectivamente se consigue— el fiel de la balanza que dedide quién gana y quién pierde una votación.