"Vuelve la dictadura totalitaria", ha clamado el arzobispo de Oviedo, Jesús Sanz. "Con su habitual liberticidio intervienen nuestra libertad. Tienen miedo de la verdad que nos hace libres de veras, y por eso la quieren controlar, expulsando a los padres de la educación de sus hijos e imponiendo ellos una ética de Estado". Las apocalípticas manifestaciones invitarían a pensar que el nuevo Gobierno de Pedro Sánchez (PSOE) ha decidido acabar de sopetón con la escuela concertada, católica en más del 60% y a la que el Estado dedica más de 6.000 millones de euros anuales. Pero no. Ni mucho menos tiene previsto ir tan lejos. La ministra de Educación, Isabel Celaá, se ha limitado a anunciar, tras declarar que la concertada no tiene "nada que temer", que eliminará la asignación de plazas en razón de la llamada "demanda social" recogida en la Lomce. La Plataforma Concertada, que agrupa a las organizaciones CECE, Cofapa y Escuelas Católicas, ha puesto el grito en el cielo. Y hasta la Conferencia Episcopal ha emitido una nota expresando su "profunda preocupación" e invocando la "libertad" de los padres.
¿Están justificadas las suspicacias? La respuesta sólo puede ser afirmativa con la lógica de la defensa de un marco actual privilegiado, pero no porque exista una amenaza al modelo de doble red. La concertada no depende de la Lomce. Ya era sólida antes. Lo que hace es estrechar aún más los márgenes para que gobiernos progresistas intenten limitar su ascenso. "Las familias son las primeras responsables de la educación de sus hijos y por ello el sistema educativo tiene que contar con la familia y confiar en sus decisiones", señala la ley. Es decir, lo que hace la Ley Wert es consagrar legalmente la interpretación constitucional sobre la pugna entre derecho a la educación y libertad de elección más favorable a la Iglesia, que ya disponía desde antes de un paraíso para el desarrollo de su propia red. Una red generosamente financiada por el Estado.
El dinero público dedicado a la concertada en España ha subido más de un 40% en la última década. En 2016, según el Ministerio de Educación, el Estado gastó en conciertos 6.000 millones, la cifra más alta de una serie que arranca en 1992. En cambio, la enseñanza pública sigue por debajo de los umbrales previos a la crisis. En 2016 la inversión alcanzó los 41.500 millones, todavía 6.400 millones menos que en 2009. España es el quinto país la UE que más ha recortado en educación desde el inicio de la crisis, dedicándole un 4,1% del PIB, sólo por delante de Rumanía, Irlanda, Bulgaria e Italia, según Eurostat. Y lejos de Dinamarca, Suecia, Finlandia, Estonia y Portugal.
Las 17 autonomías invierten menos en educación pública que en 2009, causa troncal de su debilitamiento. De los 2.706 centros de ideario confesional que hay en España –la Conferencia Episcopal los cifra en 2.551–, un total de 2.446 son sufragados por el Estado, incluidos los que ofrecen una educación diferenciada y con segregación por sexos a niños y niñas. España se encuentra entre los cinco Estados de la UE donde hay menos escuela pública en relación con la concertada, que se lleva una cuarta parte del alumnado. La media europea no alcanza el 15%. El sector de la enseñanza privada cosechó en el curso 2014-2015 casi 600 millones en beneficios, según el INE.
Luis Centeno, secretario general de Escuelas Católicas, explica que el motivo de la contundente reacción contra el anuncio de la ministra es que el criterio de la demanda social es la "piedra angular de la libertad de enseñanza". "El Gobierno todo lo justifica por la demanda social. Según ellos, que [Mariano] Rajoy terminase su mandato obedeció a una demanda social. Es un criterio que políticamente se usa para todo, pero en la educación se quiere suprimir", explica Centeno, que considera la medida anunciada "un ataque frontal a la libertad de enseñanza". "Nos dicen que los colegios concertados que hay ahora se mantendrían, pero en Aragón y en Valencia se les están quitando unidades con el único motivo y razón de que había plazas en los centros públicos. Dicen: 'El que quiera ir a un centro privado que se lo pague'. Pero, entonces, la clase media y los que menos tienen no podrán elegir", explica.
Una renuncia histórica del Estado
"Libertad" y "elección": dos términos clave para entender el problema, que tiene –como todo lo que ocurre con la Iglesia, especialmente en España– hondas raíces históricas. La tutela educativa de la Iglesia católica en España es secular. Históricamente el Estado no ha considerado educar ni su competencia ni su obligación. "Su imagen [de la escuela pública] de institución limitada a una suerte de guardería de niños de extracción social baja, de pobres y para pobres, y sostenida de manera precaria con los escasos recursos municipales –con maestros mal pagados y locales inadecuados– perduró hasta bien entrado el siglo XX", expone Ángel Luis López Villaverde en El poder de la Iglesia en la España contemporánea.
Es elocuente que sólo fuera durante la Segunda República, que construyó unas 10.000 escuelas, cuando la Iglesia elevó la educación a gran problema nacional. Las preocupaciones de la Iglesia terminaron en el 39, cuando el encauzamiento de la moral volvió a ser el gran proyecto educativo español. Se impuso el eterno modelo clasista: para las élites, formación; para el pueblo, dogmas. Hubo un auténtico boom de los colegios congregacionistas. Las leyes educativas de 1945 y 1957 y el Concordato de 1953 aquilataron el modelo, que sólo empezó a agrietarse en 1970, cuando el Estado recuperó la tutela educativa al hacerse obvio que el control casi exclusivo por parte de la Iglesia era incompatible no ya con la inevitable apertura política, sino con el despegue capitalista, que demandaba una mejor conexión entre las aulas y un mercado ávido de mano de obra.
Una red consolidada
Al igual que ocurriría más adelante con la Logse, los propósitos reformistas de la Ley Villar Palasí –la que introdujo EGB, BUP y COU– no fueron acompañados de una suficiente dotación de recursos, lo que permitió una expansión de los centros privados católicos, de cuya gratuidad se encargaba el Estado. Este fue el panorama que se encontró Felipe González, cuya ley educativa de 1985 articuló el actual sistema de conciertos, que racionalizaba la miríada de subvenciones que recibían los colegios católicos desde el franquismo. En teoría coyunturalmente, el Estado se valía de la densa red educativa de la Iglesia para atender la explosión de la demanda educativa vinculada al crecimiento demográfico y al cambio cultural. Pero han pasado las décadas y la doble red no sólo se ha consolidado, sino que se ha ampliado a raíz de la descentralización de la competencia educativa y del fracaso en los tribunales de los intentos de acotarla.
El quid de su blindaje legal está en la resolución de la disyuntiva constitucional, cuya redacción genera una pugna entre el derecho a la educación y la libertad de enseñanza. Dicha libertad ha quedado en la práctica entendida no sólo como un derecho de los padres a que sus hijos reciban educación religiosa –que jamás ha estado en cuestión–, sino en una obligación del Estado de proveerla. Y no únicamente ofreciendo en la pública la asignatura de Religión, donde la Iglesia selecciona a los docentes y los contenidos y el Estado paga, sino financiando la privada católica incluso cuando propugna valores como que niños y niñas tienen diferentes capacitaciones y estructuras de aprendizaje.
El propio Felipe González introdujo en 2011 un elemento de autocrítica en su balance de gestión como presidente. "Algunos errores hemos cometido", dijo en un mitin en L'Hospitalet de Llobregat, citando el mantenimiento de la concertada. Lo ideal hubiera sido, afirmó, seguir el principio de "que quien quiera escuela privada que se la pague". Estamos lejísimos del principio que, a toro pasado, mencionó González en 2011.
Letra y espíritu de la ley
¿Por qué, con tanto viento a favor, el anuncio de la ministra ha suscitado un reproche tan contundente? La concertada es el auténtico fortín de la Iglesia en España, donde los templos se vacían a ojos vista y el panorama vocacional es desolador. Además es imprescindible como cantera de su poderoso sistema universitario, en el que los jesuitas y el Opus controlan una consistente malla de facultades y escuelas de negocio. Cualquier amenaza al statu quo es tomada muy en serio. No obstante, el sistema de conciertos ya era poderoso antes de la Ley Wert y su "demanda social", por lo que a priori no debería importar tanto la supresión de un precepto determinado, o incluso su total derogación. Centeno, de Escuelas Católicas, conviene que "la demanda social y la libertad de elección han estado de manera implícita todos estos años". "Lo que hace la Lomce es un reconocimiento expreso, que también hizo la ley de Pilar del Castillo, que no se llegó a aplicar. En los tribunales nos han dado la razón, pero basándose en el espíritu de la ley, en la Constitución y en los tratados internacionales", afirma.
A juicio de Centeno, lo que cambia ahora es que "el PSOE no es el de 1985 o el de 2006, sino que se aproxima a Podemos e IU". "Que aparezca la demanda social nos garantiza que no va a suprimir aulas, porque se podrán quitar aulas llenas de alumnos".
Lógicas de mercado
De fondo hay una discusión ideológica. En España ha ido avanzando, y se ha coronado con la Ley Wert, la primacía del principio de libre elección, que empuja al sistema educativo a la lógica del mercado, según el cual los colegios son empresas proveedoras de un servicio y, como tales, deben realizar una oferta atractiva a sus clientes.
La concertada, que se sitúa mayoritariamente en zonas de renta superior a la media, presume de que su alumnado obtiene mejores resultados. La base de su argumentación es que es la formación que ofrece la que hace a los chavales sacar mejores notas e insertarse mejor en el mercado laboral, no el mayor capital educativo, cultural, social y económico que su alumnado tiene de partida como consecuencia de la ubicación de los centros, que además reclaman a las familias donativos, derramas y aportaciones que, aunque legalmente son voluntarias, también ejercen un filtro social.
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Un factor incontrolable
Sebastián Cano, viceconsejero andaluz de Educación de 2000 a 2013, profundo conocedor del desarrollo de las políticas públicas en este campo, afirma que "los concertados tienen su razón de ser en base a que cubren necesidades de escolarización" en el marco de una planificación pública. La "demanda social", a su juicio, se acaba convirtiendo en un factor decisivo "que la administración no controla". La aspiración de la concertada ha sido siempre otorgar la máxima relevancia posible al criterio de "libertad de elección de centro", añade Cano, que subraya que Andalucía ha logrado "mantener la proporción" concertada-privada, pero advierte de que con el marco actual es fácil que la concertada vaya escalando posiciones si no hay una apuesta política por equilibrar.
Centeno (Escuelas Católicas) afirma que el escenario óptimo sería que toda la programación de unidades se hiciese "tomando como base el criterio de preferencia de las familias". "Nuestro ideal sería ese", afirma. Pero, claro, si en una zona rural pobre unos padres quieren su hijo acuda a un concertado católico es probable que se encuentren con el problema de que no hay, porque no es una zona atractiva para construir un colegio desde un punto de vista empresarial. "Somos conscientes de que no se puede obligar a nadie a crear un centro concertado", concede Centeno, que subraya que se trata de "un negocio complicado por los costes y por la inseguridad jurídica y política". Su exigencia es "que se mantenga el porcentaje actual", dice. "No tiene sentido seguir discutiendo si la concertada es provisional o no. No lo es: tiene 30 años. O si es un privilegio, que no lo es. O si hay más o menos que en otros países. Queremos estabilidad", afirma.
"Vuelve la dictadura totalitaria", ha clamado el arzobispo de Oviedo, Jesús Sanz. "Con su habitual liberticidio intervienen nuestra libertad. Tienen miedo de la verdad que nos hace libres de veras, y por eso la quieren controlar, expulsando a los padres de la educación de sus hijos e imponiendo ellos una ética de Estado". Las apocalípticas manifestaciones invitarían a pensar que el nuevo Gobierno de Pedro Sánchez (PSOE) ha decidido acabar de sopetón con la escuela concertada, católica en más del 60% y a la que el Estado dedica más de 6.000 millones de euros anuales. Pero no. Ni mucho menos tiene previsto ir tan lejos. La ministra de Educación, Isabel Celaá, se ha limitado a anunciar, tras declarar que la concertada no tiene "nada que temer", que eliminará la asignación de plazas en razón de la llamada "demanda social" recogida en la Lomce. La Plataforma Concertada, que agrupa a las organizaciones CECE, Cofapa y Escuelas Católicas, ha puesto el grito en el cielo. Y hasta la Conferencia Episcopal ha emitido una nota expresando su "profunda preocupación" e invocando la "libertad" de los padres.