El pasado noviembre, el Gobierno presentó ante medios y grupos parlamentarios su borrador de la futura Ley de Cambio Climático. Llamó la atención, además de la muerte anunciada del diésel y la gasolina, la propuesta para obligar al 10% de las gasolineras, las más grandes, a poner puntos de recarga para vehículos eléctricos. Según las asociaciones de usuarios, la medida ayudará a romper el círculo vicioso que pesa, mayormente, sobre el coche: no hay suficientes electrolineras porque no hay suficientes coches, y no hay coches porque sus potenciales compradores no quieren quedarse tirados por culpa de una autonomía limitada y escasos lugares para repostar.
Conocida la intención del Ejecutivo de fomentar la movilidad eléctrica –"no es una medida coercitiva", decían desde Transición Ecológica–, falta por despejar la x de la ecuación: cuánto costará, qué precios se barajan para la recarga. Todos los indicios, y la realidad actual, indican que dejar la batería de nuevo al 100% en un establecimiento no será tan barato como en casa: y con una diferencia no demasiado apreciable con respecto a los combustibles fósiles, o incluso más caro. El futuro es incierto: nadie sabe si se regularizarán los precios, qué ayudas facilitará el Gobierno o los impuestos que se aplicarán, más allá de los ya aplicados a la electricidad.
La primera empresa energética que ha dado un paso adelante para asegurarse su porción de tarta en el presente y futuro negocio es Repsol. Con la mayoría de sus negocios centrados en el petróleo y con un presidente, Antonio Brufau, que aseguró en 2017 que el coche eléctrico "no es sostenible" económicamente, la compañía fundó en 2010 junto al Ente Vasco de la Energía Ibil, una sociedad para implantar más de 100 puntos de recarga en toda España. Ibil cobra distintos precios dependiendo de si se trata de carga lenta o rápida: sin IVA, la cuantía asciende a 0,386 euros el kilowatio/hora en el primer caso y 0,446 euros en el segundo. Recauda, además, dos euros de costes fijos o cinco, dependiendo de la modalidad.
Las cifras, sin contexto, no dicen nada. Pero, en base a esas tarifas, y con un consumo moderado de 15 kw por cada 100 kilómetros, la carga de ese trayecto costaría unos 7 euros y 8,10 euros si se trata de carga rápida. Con un consumo medio estimado de 6,5 litros por cada 100 kilómetros en el caso de un coche de gasolina y de 5 litros en el caso del diésel, y atendiendo a los precios de modalidades más baratas del martes 18 de diciembre (sin plomo 95 y gasóleo B), 100 kilómetros se hacen con 7,9 euros con gasolina y con 4,27 euros si se trata de gasóleo.
Repsol, evidentemente, no es la única empresa que ha instalado puntos de recarga, pero sí una de las pocas que lo ha hecho de manera amplia y continuada en el tiempo más allá de iniciativas individuales, que dado el poco tránsito de eléctricos en las calles actualmente no cobran por la electricidad. Los superchargers de Tesla, por ejemplo, cobran la carga lenta a 0,24 euros el kilowatio/hora, y 0,64 euros la rápida: la segunda modalidad más cara que Repsol, por parte de una empresa poco sospechosa de intentar ponerle trabas a la movilidad eléctrica. Endesa, Iberdrola y Cepsa ya han anunciado su intención de instalar puntos de recarga en toda España durante 2019, aunque no se saben aún los precios. Eso sí, la nueva filial de Endesa destinada al negocio de la recarga, Endesa X, cobra en Italia unos precios similares a los de Ibil.
Más barato en casa
El usuario de coche eléctrico, a día de hoy, tiene una opción mucho más barata: recargarlo en casa. La tarifa supervalle de Iberdrola, pensada para el repostaje nocturno de este tipo de vehículos, tiene un precio de 0,16 kw/h, por lo que la electricidad necesaria para recorrer los 100 kilómetros de referencia no llega a 3 euros. Sin embargo, no todos los conductores –actuales, potenciales y futuros– tienen un garaje donde poder alimentar sus baterías: por lo que el precio de los cargadores públicos determinará el futuro de la tecnología de movilidad con más papeletas para quedarse.
Un estudio de la Real Academia de Ingeniería, supervisado por el propio secretario de Estado de Energía, José Domínguez, antes de ocupar el cargo, ha encendido todas las alarmas sobre el precio de la energía eléctrica en las futuras electrolineras, que se multiplicarán, previsiblemente, tras la iniciativa del Ejecutivo. Adelantado por El Economista, el informe hace una estimación del precio que las empresas propietarias de las instalaciones de carga tendrían que cobrar para que el servicio resulte rentable y puedan recuperar la inversión. Y ha puesto a temblar a medio sector. Para obtener una rentabilidad del 6,5%, aseguran los ingenieros, el kilovatio/hora tendría que cobrarse a 1,21 euros. El gasto de los 100 kilómetros que se usan de referencia se dispararía por encima de los 20 euros.
El documento analiza los costes tanto de instalación y mantenimiento como de explotación, y los pone en relación con el uso estimado. Para el responsable de la organización Transport & Environment Carlos Calvo, las estimaciones de la Real Academia de Ingeniería son demasiado conservadoras. Estiman que un punto de 22 kw de potencia costaría 30.000 euros. "Me parece muy alto, eso sería para uno de 50 kw", considera. Además, el uso medio que baraja el informe es de unos 10 vehículos al día. "Si es un punto en gasolinera, se usaría mucho más", afirma. Apunta, además, a que otras petroleras, como Shell, cobran el kw/h a 55 céntimos en países con la tecnología más avanzada, como Reino Unido, y tratándose de compañías igual de poco sospechosas de ecologistas radicales que Repsol. "No creo que Shell o el resto estén perdiendo dinero", zanja Calvo.
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2019 será el año, según todas las estimaciones, de las electrolineras, y por ende de los vehículos eléctricos. Tras la eliminación vía decreto de la figura del gestor de carga, que obligaba a todo aquel que quisiera poner un punto de recarga a definirse mediante ese título, multitud de empresas –y no solo las grandes energéticas– se han lanzado al mercado emergente. Pero la incertidumbre del precio sigue. El presidente de la Asociación de Usuarios de Vehículos Eléctricos (Auve), Salvador Ejarque, reconoce que puede ser un impedimento para el desarrollo de la movilidad eléctrica. Y no esquiva que la rentabilidad puede ser difícil. "Visto desde fuera, para un usuario que está fuera del mundillo, es lo primero que piensas: que los precios son muy elevados", considera.
Para Ejarque, la clave está en "reducir los costes del término de potencia, para conseguir que se amortice". Para los puestos de recarga rápida, se necesitan hasta 50 kilowatios de potencia, lo que encarece la factura. "Con los precios actuales, es inviable", advierte. Sin embargo, Calvo no es tan pesimista: asegura que, en conversaciones informales con representantes del sector eléctrico, las grandes compañías asumen que "van a perder dinero a corto plazo", pero solo hasta que se rompa la dinámica perniciosa: una red amplia de cargadores, aunque sea deficitaria en los primeros años, incentivará hasta niveles nunca vistos en España la compra de vehículos eléctricos. "Las estimaciones de las eléctricas son de cientos de miles de puntos (frente a los poco más de 3.000 actuales) en solo tres años", asegura el miembro de Transport & Environment.
Sin embargo, aun con las eléctricas pendientes de un posible filón y un Gobierno interesado en fomentar la descarbonización del transporte, los próximos pasos del sector están llenos de incertidumbre. El año que está a punto de comenzar, previsiblemente, despejará las incógnitas.
El pasado noviembre, el Gobierno presentó ante medios y grupos parlamentarios su borrador de la futura Ley de Cambio Climático. Llamó la atención, además de la muerte anunciada del diésel y la gasolina, la propuesta para obligar al 10% de las gasolineras, las más grandes, a poner puntos de recarga para vehículos eléctricos. Según las asociaciones de usuarios, la medida ayudará a romper el círculo vicioso que pesa, mayormente, sobre el coche: no hay suficientes electrolineras porque no hay suficientes coches, y no hay coches porque sus potenciales compradores no quieren quedarse tirados por culpa de una autonomía limitada y escasos lugares para repostar.