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Ya hay ley para evaluar si las políticas públicas funcionan, pero: ¿funcionará la ley?

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No sólo hacer sino averiguar si lo hecho ha servido para algo. La evaluación de las políticas públicas, un instrumento que todo el mundo considera imprescindible para mejorar la eficacia de la administración, hace muchos años que forma parte de la vida cotidiana de las instituciones de países como el Reino Unido y los nórdicos —en particular Finlandia— o de democracias en las que rara vez nos miramos, como la chilena. 

En España, después de algunos intentos fallidos, y empujados por las reformas administrativas que exige la Unión Europea para seguir teniendo acceso a los fondos Next Generation, el Congreso dio este jueves luz verde a una ley llamada a sentar las bases de un modelo de evaluación de las políticas públicas digno de tal nombre. Aunque, según los expertos en la materia, la letra pequeña plantea todavía dudas. Nadie se atreve a decir si esta vez las cosas serán diferentes.

Durante años, los expertos han denunciado el problema estructural que sufre la evaluación de políticas públicas en España: la falta de “institucionalización” de la evaluación. Es decir, no está sistematizada, sigue sujeta a vaivenes políticos, no hay mecanismos para exigir su realización ni para incorporar sus recomendaciones. 

El primer intento serio tuvo una vida efímera. Una Agencia Estatal de Evaluación de las Políticas Públicas y la Calidad de los Servicios ejecutó alrededor de 40 evaluaciones de programas y servicios públicos entre 2007 y 2011 antes de ser vaciada de contenido y recursos a partir de 2012. Fue disuelta finalmente en 2017, pasando sus funciones a ser asumidas por la Secretaría de Estado de Función Pública, a través del Instituto para la Evaluación de Políticas Públicas y de la Dirección General de Gobernanza Pública, del Ministerio de Política Territorial y Función Pública. Y eso que el informe de la OCDE Public Governance Reviews, de 2016, recomendaba “fortalecer el estatus de la Aeval” emitiendo declaraciones oficiales sobre sus informes, fuera “aceptando sus recomendaciones o explicando por qué la administración pública no las seguirá”. Esa era la forma, según la OCDE, de integrar unas políticas de evaluación “fragmentadas y dispersas”.

A este vacío es al que pretende poner fin la ley aprobada este jueves y, en particular, la creación a través de ella de la nueva Agencia Estatal de Evaluación de Políticas Públicas. 

Sobre el papel todo son ventajas. La evaluación de las políticas públicas se erige en la actualidad como una herramienta imprescindible para la mejora de las acciones de gobierno, ya que favorece la toma de decisiones informada y sirve como elemento para proponer eventuales correcciones. Las democracias más avanzadas tienen claro desde hace años que hacen falta instrumentos que hagan las políticas públicas más eficaces y eficientes y que sirvan para la rendición de cuentas ante la ciudadanía.

Las áreas de interés

La nueva ley propone analizar y evidenciar el impacto de las políticas públicas en cuestiones como la igualdad de género, el medio ambiente y la transición energética, la extensión de los derechos sociales o la despoblación y el reto demográfico. Pero también el crecimiento económico, el empleo digno, estable y de calidad, la solidaridad intergeneracional, la redistribución de la riqueza, la adecuación a la normativa y a las directrices europeas o la adecuada alineación de las distintas intervenciones públicas con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de la Agenda 2030. Si consiguiese su objetivo, los gobiernos —y los ciudadanos— tendría a su disposición un modo eficaz de saber si las políticas aplicados a todos estos asuntos han funcionado. Es fácil imaginar el impacto que semejante herramienta tendría en la salud democrática del país.

Pero para llegar ahí falta mucho por recorrer. No basta con aprobar una ley —de hecho algunos de los países más eficaces a la hora de evaluar políticas públicas ni siquiera tienen una— y la que está a punto de entrar en vigor en España tiene todavía muchas incógnitas por despejar. 

La primera y quizá la más importante tiene que ver con la naturaleza de la nueva agencia de evaluación. ¿Será de verdad independiente del Gobierno? ¿Tendrá acceso a los datos que necesita para hacer sus evaluaciones? ¿Dispondrá de los medios para cumplir su cometido? ¿Gozará de la flexibilidad necesaria para pedir el auxilio de especialistas, sobre todo del mundo universitario? La ley no lo precisa. Será el Gobierno el que lo establezca cuando apruebe, antes de seis meses, los estatutos que regirán el nuevo organismo.

“Está muy bien que tengamos una ley de evaluación, es un gran paso, pero desde luego no es condición suficiente para asegurar que las evaluaciones se vayan a hacer”, señala Hugo Cuello, analista principal del Innovation Growth Lab (centro internacional de políticas de innovación fundado por Nesta e integrado en la Barcelona School of Economics), un laboratorio que ha intentado —con éxito parcial— convencer a los diputados de diferentes partidos para que mejorasen el proyecto.

El texto aprobado “resuelve algunas cosas pero desde luego no todas”, explica Cuello. Intenta cerrar una sistema “más o menos establecido, sistematizar el proceso de evaluación, lo que está bien para asegurarnos de que haya una práctica evaluada sostenible”. El problema es “que se basa mucho en el optimismo de que se va a crear un círculo virtuoso dentro de la administración” gracias al cual “va a empezar a hacer evaluaciones por sí sola, cuando “tenemos demasiados casos”, como la ley de transparencia o la reforma de la administración de 2015, en los que la “buena intención” no fue suficiente parta conseguir el objetivo que se perseguía. “A mí me parece que a esta ley puede que le pase lo mismo; es probable que veamos más evaluaciones gracias a ella, pero creo que no necesariamente van a ser de mayor calidad ni más transparentes”, lamenta.

Escasa ambición

Parte del problema, reconoce, es que “en España no tenemos el hábito de hacer estas cosas”. Las veces que se ha intentado las evaluación no ha pasado de un control de cuentas o de un informe justificativo y autocomplaciente porque en su origen “están demasiado cercanos al ejecutivo”. En ese sentido, admite, la ley es “poco ambiciosa”. Le sobran muchos buenos deseos y le faltan mecanismos que aseguren un mayor nivel de rigor en las evaluaciones”.

 Entre otras cosas, el analista del Innovation Growth Lab asegura que la ley “deja demasiada responsabilidad en el propio Ejecutivo”. La nueva agencia “va a coordinar y a supervisar las evaluaciones que hagan los propios ministerios” y eso significa que, al final, van a ser los equipos evaluados los que se examinen a sí mismos.

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Hugo Cuello cree que la ley fue redactada por el Ministerio de Hacienda y la Función Pública, que dirige María Jesús Montero, pensando en que la administración “funcione por sí sola” y con la mente puesta en la necesidad de cumplir los plazos exigidos por Bruselas. El resultado es que “no corrige todos los problemas que tuvieron los intentos previos de introducir evaluación y puede acabar cayendo en lo mismo”.

Al final, aunque la evaluación sea independiente y rigurosa, el problema siempre es cómo garantizar que las administraciones apliquen las recomendaciones y mejoren sus políticas. “Hay muchos casos en los que se hacen evaluaciones muy buenas y luego se guardan en un cajón”, reconoce. 

Para evitarlo, es necesario implementar sistemas de transparencia —que esta ley sí plantea, al menos obre el papel—. Si un ministerio no aplica las recomendaciones no le va a pasar nada, pero es importante que se vea en la obligación de aceptar lo que se le pide o de explicar por qué se niega a hacerlo. Hará falta, añade Cuello, “un poco de public shaming [escarnio público], y ahí entran los medios de comunicación y la independencia de la agencia, que es la que va a estar supervisando esto”. 

No sólo hacer sino averiguar si lo hecho ha servido para algo. La evaluación de las políticas públicas, un instrumento que todo el mundo considera imprescindible para mejorar la eficacia de la administración, hace muchos años que forma parte de la vida cotidiana de las instituciones de países como el Reino Unido y los nórdicos —en particular Finlandia— o de democracias en las que rara vez nos miramos, como la chilena. 

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