"Los militares se ponían en fila junto a la verja, frente a cientos de personas hambrientas, y lanzaban las bolsas de comida hacia la multitud. Durante el confinamiento, hubo heridos a diario intentando escalar para coger las bolsas que quedaban enganchadas en lo alto de la verja e incluso peleas multitudinarias por hacerse con una ración de arroz seco. Fueron meses en los que, de facto, se trató a seres humanos como si fueran animales”. Quien habla es Mélodie Maurel, trabajadora en la clínica de Médicos sin Fronteras en el campamento de Moria, en la isla griega de Lesbos.
Incertidumbre, miedo, agobio, tristeza y un sinfín de términos negativos definen los sentimientos que millones de europeos han sufrido durante los largos meses de pandemia. Lo que desconocen esos mismos europeos es que esas palabras se quedan cortas para describir cómo el covid-19 ha afectado a los miles de personas en situación de vulnerabilidad y solicitantes de asilo que están estancados en Lesbos. Seres humanos de diferentes orígenes que llevan años soportando una situación brutal de aislamiento colectivo. Sus pésimas condiciones de vida en el antiguo campo de Moria, que fue pasto de las llamas en septiembre de 2020, y el sustituto de aquel, aún en construcción y mucho más restringido, no ocupan ya una línea en los medios de comunicación. Esta triste historia comienza hace algo más de un año y medio y llega hasta el día de hoy.
Un cóctel de odio a punto de estallar
Desde inicios de 2020 el ambiente de tensión en la isla griega crecía día a día y las manifestaciones de corte fascista aumentaban con el paso de las semanas. Las relaciones políticas entre la Unión Europea y Turquía no pasaban por su mejor momento y el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, amenazaba con abrir sus fronteras y dar paso hacia Europa a los casi cuatro millones de refugiados que mantiene embotellados en su territorio. Mélodie Maurel, trabajadora humanitaria que en ese momento formaba parte del equipo de Médicos sin Fronteras en la clínica del campo de Moria, recuerda el aumento de las protestas contra la presencia de refugiados: “Los movimientos antimigración cada vez hacían más ruido. Las llegadas de refugiados estaban marcando máximos y en aquel momento había 24.000 solicitantes de asilo en la isla, una presencia enorme teniendo en cuenta la población total de Lesbos, en torno a 115.000 personas”.
Otro trabajador humanitario [a quien nos referiremos de aquí en adelante como Alex para preservar su voluntad de mantener el anonimato] rememora aquellos días en una conversaicón con infoLibre en Mitilene, la capital de Lesbos: “Se formó un cóctel en la isla que iba a estallar de un momento a otro. Algunos locales, pero principalmente grupos fascistas de Atenas y países europeos como Alemania o Austria, se estaban desplazando hasta Lesbos esperando un hipotético aumento de llegadas de refugiados. En aquel momento, el campo de Moria albergaba a más de 20.000 personas a la espera de la tramitación de sus solicitudes de asilo. El clima de crispación estaba llegando al punto de ebullición”, cuenta. Para ese momento, las ONG y sus trabajadores eran el objetivo principal de estos grupos ultraderechistas, que iniciaron un minucioso trabajo de seguimiento y difamación de voluntarios. Grababan y fotografiaban a los trabajadores, sus vehículos, sus almacenes, y hacían circular las imágenes por diferentes grupos de Facebook. Y luego salían a ‘cazar’ a estos voluntarios, como se puede apreciar en el siguiente vídeo:
Días después, el momento del estallido llegó. El 29 de febrero de 2020, Erdogan anunciaba que Turquía rompía el pacto suscrito con la UE en 2016 para la retención de refugiados y abría todas sus fronteras, tanto terrestres como marítimas, para permitir que los migrantes avanzasen en su camino hacia el corazón de Europa. Grupos fascistas prendieron fuego al único campamento de emergencia en el norte de la isla, Stage 2, unos días antes de que las dos ONGs que operaban en esa zona anunciasen el cese total de sus operaciones y el retiro inmediato de la isla. Mélodie se encontraba a apenas 500 metros del campamento de emergencia el día que fue quemado, ya que trabajó en numerosas ocasiones en las operaciones humanitarias de la costa norte y aún mantenía lazos con diversas personas en la zona: “Aquella noche, refugiados recién llegados a la costa, periodistas y trabajadores humanitarios tuvimos que permanecer refugiados en To Kyma”, un restaurante ampliamente conocido por los los trabajadores humanitarios que han pasado por el norte de la isla. El mismo restaurante en el que nació la ONG Proactiva Open Arms, cuya historia ha quedado plasmada en la película Mediterráneo. “Una caravana de entre 50 y 100 coches llegó por una carretera costera, se acercaron hasta el campamento de emergencia y le prendieron fuego ante la pasividad de la policía. Los agentes, lejos de actuar, se limitaron a decirnos que permanecieramos en el interior del local porque no podían garantizar nuestra seguridad en el exterior”, relata en una conversación con infoLibre en el propio restaurante.
Pandemia mundial y situación en el campo de Moria
El 11 de marzo de 2020 la OMS declaró la situación de pandemia mundial. Con la imposición de restricciones, cuarentenas y confinamientos el clima de crispación se enfrió considerablemente en la isla. Mientras tanto, los miles de refugiados que habitaban el campamento de Moria vieron (aún más) reducidas sus libertades y el campo quedó herméticamente cerrado. Hasta ese momento, los migrantes podían entrar y salir con libertad del recinto. La mayor parte de las organizaciones que se habían quedado en la isla trabajaban fuera del campo, principalmente en centros de día, preparación y distribución de comida, ropa, artículos de higiene, atención psicológica, servicios jurídicos y un largo etcétera. Con el confinamiento de la capital, muchas de ellas vieron anulada su capacidad de trabajar, ya que la gente no podía salir de Moria y ellos tampoco podían salir de la capital, Mitilene, situada a escasos 15 minutos del lugar.
Alex relata cómo eran las condiciones de vida en el campamento en aquellos tiempos: “Moria estaba preparado para albergar unas 3.000 personas y en ese momento lo habitaban más de 20.000. Miles de ellos vivían fuera del perímetro, en los campos de olivos colindantes con el recinto del campamento. La dirección de Moria no tenía espacio para toda esa gente y simplemente se tenían que buscar la vida. En el campo de olivos la gente montaba techos con lo que podían: plásticos, palets o tiendas de campaña. No había ni baños ni duchas, aunque dentro del campo la situación no era mucho mejor”, relata el voluntario. “En el interior del recinto de Moria, se acumulaban toneladas de basura y los escasos baños se desbordaban a diario, creando unas condiciones de insalubridad que daban lugar a diversas enfermedades entre los refugiados. La red eléctrica tampoco soportaba las necesidades de tantas personas, ya que estaba provista por generadores. Los migrantes a menudo montaban sus propias redes eléctricas, pero eran muy inestables y no proporcionaban potencia suficiente. El lugar se había convertido en una especie de jungla”, recuerda Alex.
Mélodie, como trabajadora de MSF, fue una de las pocas personas externas que pudo entrar en Moria durante el casi medio año de confinamiento total. Y a través de sus palabras podemos dilucidar una realidad que tendríamos que haber conocido hace tiempo a través de los grandes medios de comunicación. “Durante los meses de confinamiento la situación empeoró hasta puntos que nunca habíamos llegado a imaginar. Las autoridades griegas ni siquiera permitían a los solicitantes de asilo acudir al hospital. Las mujeres embarazadas daban a luz en la propia clínica de MSF, había pacientes heridos de arma blanca que se cosían en el suelo por falta de medios y espacio. Aquel lugar parecía un hospital de guerra”, cuenta. “Desde el cierre total del campamento, el Ejército pasó a ser el encargado del reparto de comida, que ya era difícil de por sí. Nunca voy a olvidar las situaciones que vi desde la clínica: los militares se ponían en fila junto a la verja, frente a cientos de personas hambrientas, y lanzaban las bolsas de comida hacia la multitud. Hubo personas heridas a diario intentando escalar la verja para coger las bolsas que se quedaban enganchadas, y peleas multitudinarias por hacerse con una ración de arroz seco. Fueron meses en los que, de facto, se trató a seres humanos como si fueran animales”, recuerda con tristeza.
El cierre absoluto del campamento fue mucho más largo de lo esperado. Alex cuenta que, cuando Grecia comenzó a relajar las medidas contra el coronavirus, el campo de Moria se mantuvo cerrado: “El Gobierno griego argumentó que era por la pandemia, pero en aquel momento no había ni un sólo caso de covid-19 registrado en toda la isla”. Y así se mantuvo hasta el 8 de septiembre, día en el que Moria se vería reducido a cenizas tras un devastador incendio.
Incendio, proliferación fascista y construcción del nuevo campamento
Durante los primeros meses de pandemia, el Gobierno griego había trasladado a unas 10.000 personas desde Lesbos hasta la zona continental, principalmente los campos situados en Atenas. Cuando Moria ardió, unas 12.000 personas aún habitaban el lugar. En los días siguientes al incendio los refugiados durmieron al raso, en la carretera y los campos colindantes con el campamento, porque la policía griega había montado barricadas y controles en todas las salidas posibles del enclave.
Alex estuvo presente en aquellos episodios: “Los trabajadores humanitarios teníamos la sensación de que los grupos ultraderechistas se habían marchado de la isla, pero estábamos equivocados. Mantuvieron un perfil bajo, en gran parte por las restricciones del covid-19, pero el incendio detonó su reagrupación inmediata y se manifestaban todos los días en la capital y en las zonas aledañas al campamento quemado”, recuerda. Su organización, que siempre se mantuvo en la isla, estuvo en la diana del acoso fascista: “Unos días después del incendio, un vehículo comenzó a seguirnos y a grabarnos muy de cerca durante más de media hora. La dirección de la ONG nos trasladó a un sitio seguro porque nuestra integridad corría peligro, nuestras caras iban a empezar a circular por grupos ultraderechistas en las redes sociales”.
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Mientras tanto, el Ejército griego construía a toda prisa el nuevo campamento, situado junto a la costa sureste de la isla. Pero se multiplicaban los problemas: los militares no tenían experiencia en construcción y no tenían materiales adecuados para levantar un campamento que albergase a tanta gente. Y el lugar seleccionado para construirlo era uno de los peores que podrían haber elegido: “Parte del campamento se encontraba en la cara de la costa que recibe todo el viento proveniente del mar. Y toda la zona principal se encontraba a nivel del mar en la parte más baja de las pequeñas montañas colindantes, por lo que las tormentas de invierno, muy características de la isla, iban a causar inundaciones con total seguridad”, cuenta Alex. Además, las tiendas empleadas no estaban preparadas para soportar viento, lluvia ni frío: “Originalmente, las tiendas utilizadas pertecenían a UNHCR (ACNUR, en sus siglas en español) y estaban destinadas a los campos de refugiados en Jordania. Eran endebles, de materiales finos, y no tenían suelo. Estamos hablando de finales de septiembre, coincidiendo con el inicio del invierno. La planificación inicial de este campamento es la peor que he visto en mi vida”, relata el joven. “Una vez se finalizó la primera fase de la construcción, con miles de personas ya instaladas en las tiendas, las autoridades nos permitieron acceder al recinto para comenzar a mejorar la habitabilidad y ofrecer toda la asistencia posible a los residentes. Y desde entonces no hemos parado hasta el día de hoy. A su vez, la dirección del campamento se dió cuenta de que la dramática situación durante el invierno de 2020 no podía volver a repetirse este año. Muy poco a poco las tiendas fueron sustituídas, se instalaron suelos, aseos, duchas, cadenas de distribución de comida y un largo etcétera de elementos esenciales para la vida que debieron estar ahí desde el primer momento”, cuenta el joven.
Mélodie, que comenzó a trabajar con la organización Greek Council for Refugees tras su paso por MSF, lleva varios meses acompañando y asesorando a las familias residentes en el nuevo campamento. Considera que aún hay mucho trabajo por hacer, pero reconoce que la situación ha cambiado bastante en el último año: “Cuando el nuevo campamento fue construído, la gente tenía miedo de entrar. Muchos fueron forzados a ingresar, porque preferían continuar viviendo en la calle y durmiendo al raso antes que volver a vivir los horrores acontecidos en Moria”. Y destaca algo positivo entre todas las cosas aún por mejorar: “En el nuevo campamento, hay muchísima más seguridad en todos los aspectos. Hay mucho más control de acceso, más vigilancia, más presencia de las autoridades, lo que ha llevado al lugar a ser mucho más tranquilo. Hay muchas menos situaciones desfavorables para los solicitantes de asilo, como peleas, robos o agresiones sexuales, que eran situaciones relativamente comunes en el antiguo campo de Moria”, dice la trabajadora.
Los testimonios de Alex y Mélodie son sólo la punta de un iceberg que ha hundido los sueños y aspiraciones de decenas de miles de personas que abandonaron sus hogares para preservar su vida. Casi siete años han pasado desde el estallido de la mal llamada crisis de los refugiados y su situación al llegar a Europa sigue siendo tan precaria y denigrante como lo era en aquel entonces. Y todos somos, en mayor o menor medida, cómplices de la incuestionable existencia de un infierno a las puertas de Europa.
"Los militares se ponían en fila junto a la verja, frente a cientos de personas hambrientas, y lanzaban las bolsas de comida hacia la multitud. Durante el confinamiento, hubo heridos a diario intentando escalar para coger las bolsas que quedaban enganchadas en lo alto de la verja e incluso peleas multitudinarias por hacerse con una ración de arroz seco. Fueron meses en los que, de facto, se trató a seres humanos como si fueran animales”. Quien habla es Mélodie Maurel, trabajadora en la clínica de Médicos sin Fronteras en el campamento de Moria, en la isla griega de Lesbos.