En el teso de la Horca unos treinta muchachos y muchachas miran el amanecer. No terminan una noche de fiesta, han quedado a las cinco de la mañana para caminar juntos hasta esa pequeña colina de su pueblo mesetario. Es uno de sus rituales en este tiempo que esperan todo el año: las semanas en Riego con la pandilla. Riego del Camino, una pedanía de la España despoblada, parece otro en agosto. Las calles llenas de coches, los parques llenos de niños, las casas abiertas.
“No sé de dónde sale tanta gente”, dice Lali Mozo, mientras prepara unos bocadillos a unos turistas andaluces que han parado camino al norte. Su marido, Olegario Nogueras, atiende la barra porque su hijo Alberto está arando. En Riego ya sólo quedan el bar, el club de jubilados y la iglesia como espacios de encuentro. El edificio municipal en el que Alberto abrió el bar “hace dos años y un verano” fue antaño Ayuntamiento y escuela, dos categorías que el pueblo perdió con el éxodo rural: decenas de personas emigraron de esta tierra agrícola y ganadera, sobre todo, a las industrias del País Vasco y Cataluña.
Alberto va a cumplir 30 este año y después del verano dejará el bar. La biblioteca, que se llama así porque ocupa un lugar que lo fue, saldrá a concurso municipal con un alquiler que ronda los 50 euros. En las semanas centrales de agosto, Alberto tiene “cinco veces más trabajo” que el resto del año. “Yo estoy acostumbrado a este cambio en el pueblo, lo veo siempre desde que era pequeño”, dice. “Los inviernos son duros”, reconoce, pero su plan es seguir viviendo en Riego. “Aunque haya poca gente, los conoces a todos. Mucha gente vive en la ciudad rodeada de gente y está más sola que nosotros”, argumenta por teléfono desde Manganeses de la Lampreana, el municipio del que Riego es pedanía.
Felipe Rodríguez, de 67 años, es el único concejal de Riego en ese Ayuntamiento. En cuanto se jubiló, dejó Madrid y se instaló en el pueblo del que su padre salió en los años sesenta para trabajar en “la Pegaso” de Madrid, la marca de camiones más conocida de la estatal ENASA. “Todos en mi familia eran carpinteros, y se fueron allí y al País Vasco”, cuenta al otro lado de una mesa cuadrada de ribetes negros en el club del jubilado, anexo al bar. Hace 22 años, cuando Felipe todavía era jefe de logística en una empresa informática, se compró una casa en el pueblo y comenzó a venir todos los fines de semana, “en verano y en invierno”. “Nunca perdí el vínculo con el pueblo. Pero a Madrid no he vuelto más, voy de paso un día y se me hace eterno”, dice de la que ha sido su ciudad.
El espejismo de agosto: el pueblo vuelve a rondar los 400 habitantes
Riego, que en invierno no llega a 90 residentes, tiene más de una decena de peñas y algunas de hasta 40 miembros. Las peñas son grupos de amigos, más o menos de la misma edad, que se juntan en un lugar homónimo: un corral, un patio, un garaje, algún espacio apartado y en desuso. Algunas sólo tienen sofás reciclados y un toldo, pero otras, las que abren todo el año, lucen hasta televisión y barra. En Riego tienen peña desde los niños de dos años hasta los mayores de 80. “Los caníbales”, “Las alpacas”, “Sin control”, “Superbebientes”, “Pies negros”, “Tekinazos”, “Ciervos resacosos”, “Tarantela”, “Despeñados”, “Camarón”, “La fragua”, “El copón” y “Los marchosos” son los nombres de estos grupos que tienen camiseta y bandera y desfile inaugural de fiestas estivales.
Algunos de los jóvenes que estos días se ven por las calles de Riego como un espejismo son ya bisnietos del éxodo rural de los años 50 y 60 y de incluso antes. Ainhoa Medio Costales tiene 18 años y la última de su familia que vivió en el pueblo fue su bisabuela, quien emigró de niña en los años 20 a Gijón cuando su padre marchó “a buscar trabajo y mejor calidad de vida como maestro”. Maitane Valero Cuenca tiene la misma edad y su “amama” (abuela en euskera) fue la emigrante. “Se iban todos para arriba a trabajar, en las casas de los ricos en Bilbao”, cuenta alrededor de una mesa típica de marca de refresco bajo una sombrilla que protege de los rigores del sol de siesta en la meseta.
La familia de Estefanía Conde Toranzo también emigró: a Valladolid, a Ermua, a trabajar en las fábricas. Todas las personas entrevistadas para este reportaje tienen algo en común: se fueron, pero nunca dejaron de volver, porque conservaron la casa del pueblo. En las de Ainhoa, Maitane y Estefanía se juntan durante los días grandes de agosto, como en tantas, hasta diez personas de todas las edades. Algunas casas se han reformado, pero otras llevan impreso el tiempo en que esa otra vida quedó congelada: tienen techos y puertas bajitas, no hay más que un baño, las camas son compartidas.
“No cambio estas semanas en el pueblo por nada”
Irene Alonso Cabero también es nieta de la emigración, pero sus padres volvieron al pueblo e hicieron la casa en la que ahora viven todo el año. “Es muy difícil estar aquí cuando no hay casi nadie”, reconoce, pero también asegura: “A mí me das a elegir entre vacaciones, donde sea, o las fiestas de agosto y te digo que no cambio estas semanas en el pueblo por nada, por nada”. Irene va y viene cada día al instituto en Zamora en un minibús rural que conecta los pequeños pueblos de la Tierra del Pan con la ciudad, a unos 20 minutos por autovía. Riego es uno de esos pueblos pequeños que no tienen ya apenas servicios pero sí algunas suertes: está bien conectado en una tierra de paso, lo atraviesa el Camino de Santiago, funciona bien internet.
Ainhoa, Maitane, Estefanía e Irene están muy ocupadas estos días porque su peña ostenta la rotativa comisión de fiestas. Tienen que buscar patrocinadores, organizar juegos, contratar discotecas móviles, “que ahora gustan más que las orquestas”. Entre el 13 y el 20 de agosto, Riego recupera -fugazmente- los 400 habitantes que hace décadas que no censa. Antes estas fiestas se llamaban “las del turista”. El turista que no era otro que el emigrante que volvía a su pueblo o al de los suyos.
Alejandro Centeno, de 18, y Pedro Mozo, de 33, seguirán en Riego cuando se vayan los que han venido. “De un día para otro volvemos a estar los mismos que antes de agosto”, dice Alejandro, que vive en Zamora pero pasa en el pueblo todo el tiempo que puede, y sin falta los dos meses de pausa universitaria. “En invierno nos juntamos varias edades”, dice Pedro. “Es un popurrí”, apunta Alejandro, con un atardecer espectacular de fondo en el jardín de Loli y Jere, dos de esas personas acogedoras que dan a Riego su fama de lugar amable entre los pueblos vecinos.
En los atardeceres del Teso de la Horca surgió la idea de madrugar para ver también salir el sol. “Como es el punto más alto del pueblo, íbamos con la bici porque tiene una bajada chulísima. Era muy bonito ver el atardecer desde ahí, y a las chicas se les ocurrió la idea de empezar a ver los amaneceres”, cuenta Ignacio Centeno, de 13 años. Su peña es una de las más numerosas, unos 30 adolescentes, el equivalente a un tercio de la población que reside en Riego todo el año. Un espejismo que alivia y entristece a quienes conocieron el pueblo antes del éxodo.
En el teso de la Horca unos treinta muchachos y muchachas miran el amanecer. No terminan una noche de fiesta, han quedado a las cinco de la mañana para caminar juntos hasta esa pequeña colina de su pueblo mesetario. Es uno de sus rituales en este tiempo que esperan todo el año: las semanas en Riego con la pandilla. Riego del Camino, una pedanía de la España despoblada, parece otro en agosto. Las calles llenas de coches, los parques llenos de niños, las casas abiertas.