Se mueve la calle. Y esta vez no es la movilización espasmódica de febrero, cuando el encarcelamiento del rapero Pablo Hasél desencadenó protestas que reunían a colectivos “antifascistas” con precarios sin base ideológica, en un cóctel que sorprendió por su rabia. Esta vez –aunque el contexto de incertidumbre pueda ser el mismo, y la crispación estuviera presente entonces y ahora– se trata de trabajadores y sectores levantando la mano y reclamando lo suyo.
Hay huelga del metal en Cádiz, en la que se mezcla el motivo central –la defensa de una mejora salarial en una negociación de convenio– con otro más amplio: el miedo a que continúe el retroceso industrial en una bahía machacada por el paro. También está en huelga el metal en Alicante. En la comarca gallega de A Mariña hay huelga general, porque –dice una pancarta– allí no quieren convertirse en un "desierto industrial". De "desierto" llevan años alertando en la llamada "España Vaciada", cuyas movilizaciones están vinculadas a las del campo, que estaban en auge cuando la pandemia mandó parar. Ahora vuelven: agricultores y ganaderos, articulados en torno a UPA, COAG y Asaja, preparan movilizaciones en toda España, ancladas esta vez en el incremento de los costes pero cebadas por un malestar de largo aliento. Está por ver hasta qué punto el campo confluye con el sector del transporte, que amenaza con un cierre patronal a las puertas de la Navidad. Este mismo lunes se movilizará el sector del automóvil. Y más.
Es evidente que sí, que hay movimiento. ¿De qué volumen? La movilización social, como un animal salvaje, es difícil de fotografiar con nitidez. Aún no hay datos oficiales para obtener visión de conjunto. Pero sí para dar una visión parcial. Un dato. En Madrid, las protestas volvieron en octubre a niveles que no se habían visto desde 2013, como ha publicado El Confidencial. El paréntesis de 2020 y la primera mitad de 2021 se cerró conforme se redujeron las restricciones. Los problemas socioeconómicos seguían lógicamente ahí, agravados además por la huella de la pandemia. Y ha vuelto la calle.
"Quizás ahora sea uno de esos momentos que se llaman momentum, , de contestación excepcional, porque se dan muchas circunstancias y todas juntas al mismo tiempo: frustración, resentimiento guardado en casa obligado por la pandemia…", señala Luis Navarro, responsable del área académica de Sociología de la Universidad Pablo de Olavide. Apunta su colega en la misma universidad, el sociólogo Manuel Jiménez: "A causa de la pandemia ha habido una pausa obligada, pero ahora esas energías guardadas afloran. Hay, digámoslo así, una memoria de la movilización, adquirida antes de la pandemia, que permite tener capacidad para volver cuando han pasado las restricciones". La rebaja de las restricciones ha servido, según Rafael Cruz, profesor de Historia de los Movimientos Sociales en la Complutense, como "pistoletazo de salida" de unas movilizaciones que cuentan con el viento a favor del malestar latente y la desigualdad, los dos agravados por la pandemia, así como el deseo de hacer valer las reivindicaciones propias en la salida de la crisis.
La gran duda es hacia dónde se dirigirán las protestas y quién las capitalizará. Los análisis recabados para este artículo apuntan a que hay una posibilidad considerable de que, en línea con lo que viene ocurriendo desde 2013, la discusión material y la búsqueda de soluciones concretas pierda terreno en favor de una ira imprecisa de difícil gestión.
Viento a favor
Aunque Cruz recalca que no hay suficiente muestra para conocer el alcance del fenómeno –"hay que esperar la evolución, al invierno"–, sí tiene ya claro que se dan las condiciones, coyunturales y estructurales, propicias para una importante exhibición de malestar. La base de la "oportunidad", según Cruz, es que estamos en la remontada de una situación socioeconómica crítica en la que múltiples colectivos tienen incentivos para hacer ver su situación y sus exigencias.
"La movilización no se suele dar durante lo peor de las crisis, sino en la salida. Ahora que estamos a la espera de los fondos europeos, se produce una especie de 'qué hay de lo mío' de distintos grupos, que reivindican el fin del deterioro de sus condiciones tras una larga temporada de dificultad", expone Cruz, que añade que, históricamente, el otoño ha sido una etapa propicia para movilizaciones tras la pausa que suele darse en verano. La manida expresión "otoño caliente", término acuñado para unas fuertes protestas sociales en la Italia de 1969, no es fortuita.
La idea de que la post-pandemia puede constituir un contexto favorable para la movilización viene avalada además por dos estudios de investigadores del Fondo Monetario Internacional de octubre de 2020 y enero de 2021. Ambos ponen sobre la mesa la existencia de una oportunidad verosímil para la revuelta social vinculada a la crisis sanitaria. Pero no durante la pandemia, sino tras la misma, cuando el golpe se haya enfriado. "Desde la Plaga de Justiniano y la Peste Negra hasta la Gripe Española de 1918, la historia está repleta de ejemplos de brotes de enfermedades que proyectan una larga sombra de repercusiones sociales que determina el contexto político, subvierte el orden social y, a la larga, desencadena tensión social", escribe Phillip Barret, economista del FMI, en el blog de la institución. No es algo que carezca de lógica. Las epidemias, añade Barret, revelan o agravan grietas sociales, ponen de relieve la insuficiencia de las redes de protección y exacerban la desconfianza en las instituciones.
Los investigadores del FMI utilizan un índice desarrollado en julio de 2020 para medir el nivel de perturbación social de un país. Dicho índice, basado en la aparición en la prensa desde 1985 de términos que definen un periodo de “desorden social”, se cruza con episodios epidémicos de las últimas décadas conocidos en 130 países. La conclusión es que las crisis sanitarias provocan una momentánea quietud, que sólo es aparente, porque incuba un malestar que va creciendo hasta que se alcanza su máximo riesgo de desorden social dos años después. Los investigadores del FMI Tahsin Saadi-Sedik y Rui Xu señalan que la exposición variará en los países según su “nivel de desarrollo”, “calidad de las instituciones” y “capacidad de respuesta” a la pandemia. Sus colegas Barret y Sophia Chen añaden: "Si la historia sirve de guía, es razonable esperar que, a medida que la pandemia desaparezca, el malestar vuelva a surgir en lugares donde ya existía". Los países más en riesgo serán aquellos en los que no se han abordado los "problemas sociales y políticos" anteriores a la pandemia, que previsiblemente los agravará. No puede decirse que no encaje con España y sus problemas de pobreza y desigualdad.
En 2020, a pesar de un descenso puntual de las movilizaciones por las restricciones, las causas del malestar persistieron, lo cual hace previsible que ahora se haga visible, explica el analista sobre Relaciones Internacionales Hernán Sáenz. Fenómenos con la revolución tecnológica, que provoca alteraciones de las relaciones entre el trabajo, el capital y el propio Estado, sumados a las "heridas por una crisis mal resuelta", al agravamiento de la desigualdad durante la pandemia y a una "clase política anquilosada" conforman un caldo de cultivo óptimo para un auge de la movilización y el malestar, señala Sáenz, que tiene una visión privilegiada sobre la cuestión como coautor del estudio Protestas en el mundo, que a lo largo de más de 200 páginas escudriña datos de 2.809 protestas entre 2006 y 2020 en 101 países del mundo. "Nuestra investigación corrobora una relación positiva entre los niveles de desigualdad y las protestas en los países de renta alta y media", dice el estudio.
Lo material y lo difuso
Los consultados coinciden en una idea: aún está por ver contra qué o quién se dirige un malestar evidente, que tiene causas profundas, arrastradas desde la Gran Recesión y agudizadas por la pandemia, y que encuentra ahora unas circunstancias propias para expresarse.
José Antonio Cerrillo, profesor de Sociología de la Universidad de Córdoba, observa que hasta ahora la respuesta a la situación de conflicto ha sido la "huida interna", materializada en una "explosión de consumo" que ha deparado imágenes de frenesí veraniego, con bares y tiendas llenas. Ahí inscribe Cerrillo los botellones desmadrados del verano, que explotaban incluso en choques con la Policía: un derroche de adrenalina al que resulta aventurado buscar trasfondo político.
Ahora el panorama está empezando a mostrar signos de cambio. Por un lado, dice Cerrillo, hay base para una movilización que podríamos llamar material, y que se traducirá previsiblemente en huelgas, protestas del campo o de pensionistas, todas ellas vinculadas a reclamaciones económicas concretas. "Todo esto es expresión de un problema estructural, que era previo a la pandemia, y es el agotamiento del modelo económico, que se agrava con los costes de la transición ecológica o ahora la inflación", señala Cerrillo, que cree que es difícil que este malestar se articule en un solo frente movilizador aunque muchos de sus problemas tengan orígenes compartidos. Por otro lado, añade, hay un malestar anímico, más difuso y vinculado a la pandemia, que ya asomó con las movilizaciones contra las restricciones y que "parece más fuerte en la derecha".
Dos posibles salidas
La izquierda puede tener motivos de preocupación, a tenor del análisis del sociólogo Imanol Zubero, profesor de la Universidad del País Vasco, que cree que el ciclo de la movilización iniciado con la Gran Recesión no ha terminado, pero sí ha mutado. "La dirección de la indignación ante la injusticia ha cambiado. Esos que se han llamado 'colectivos perdedores de la globalización' han dejado de mirar hacia arriba a la hora de buscar responsables", señala Zubero, que afirma que lo que define esta época es una "sensación de desamparo" que es fácil de rentabilizar por los instigadores del malestar.
"La xenofobia o el nativismo no son más que formas falaces y perversas de protegerse del desamparo. El ciclo de indignación abierto en 2008 sigue vigente, pero está siendo capitalizado por planteamientos xenófobos y de extrema derecha, que se alimentan del mismo caldo de cultivo pero dirigen la indignación a un lugar diferente", explica.
¿Qué rumbo tomarán los conflictos? ¿Dónde pondrán el foco? Esas son las preguntas clave, señala Zubero. Un ejemplo: sobre la "España Vaciada", la España rural y despoblada, cabe desarrollar la discusión sobre problemas concretos –de precios, demografía, ecología– o abrir un debate identitario sobre campo-ciudad. Será interesante ver cómo evoluciona la movilización del campo. A principios de 2020 sus demandas se articulaban en torno al rechazo al excesivo peso de los intermediadores, al aterrizaje en el sector de los fondos de inversión, al sandwich que sufre el agricultor entre la presión de los costes y los bajos precios y al ocaso de la explotación familiar... ¿Se mantendrá esta agenda o acabará el foco en lo cultural, las tradiciones y los estilos de vida?
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Primera y segunda ola populista
Sáenz, uno de los autores del estudio Protestas en el mundo, conoce a fondo la disyuntiva entre la solución práctica de los problemas y su inflamación mediante discursos de agravio. Su informe apunta a que, a lo largo de la última década, la segunda opción ha ido ganando terreno a la primera. Este sería el resumen del estudio: hemos asistido a una expansión de la protesta en todo el mundo, detonada por la crisis de 2008 y dirigida en principio contra las desigualdades, la concentración de poder y los recortes sociales, pero que progresivamente se ha ido agriando y cargando de impulsos excluyentes y de autoafirmación identitaria. La "primera ola populista", de 2008 a 2012 y en la que cabría inscribir Ocuppy Wall Street, el 15M español y las protestas contra las políticas de recortes en todo el mundo, tenía una veta "antiautoritaria" y hacía gala de un "optimismo exuberante" que se ha ido diluyendo, según el análisis.
¿Qué queda? Una "segunda ola populista", que arrancaría entre 2013 y 2014 y que presenta demandas "mucho menos manejables y corregibles". Desde 2016, las protestas son cada vez menos concretas y más genéricas, lo que los autores llaman "protestas ómnibus", de límites más imprecisos y por lo tanto más difíciles de atender. Ahora mismo es imposible saber si el malestar en España avanzará hacia la "protesta ómnibus", al estilo de los "chalecos amarillos". Lo que sí concluye con claridad el informe de Sáenz, analizando lo ocurrido desde 2006, es que las demandas irresueltas no se olvidan, se acumulan y acaban volviendo con peores modos.
Se mueve la calle. Y esta vez no es la movilización espasmódica de febrero, cuando el encarcelamiento del rapero Pablo Hasél desencadenó protestas que reunían a colectivos “antifascistas” con precarios sin base ideológica, en un cóctel que sorprendió por su rabia. Esta vez –aunque el contexto de incertidumbre pueda ser el mismo, y la crispación estuviera presente entonces y ahora– se trata de trabajadores y sectores levantando la mano y reclamando lo suyo.