Según Norberto Bobbio, “ningún izquierdista puede negar que la izquierda no es hoy lo que era”. Resulta difícil encontrar hoy una voz intelectualmente más respetable en el ámbito de la propia izquierda. El comentario es difícilmente cuestionable; sin embargo, podría haber sucedido que, de no haber cambiado, estuviese muerta; que sólo hubiese sobrevivido por haber cambiado. Y también, que necesite hoy seguir cambiando para ser fiel a sí misma.
La izquierda –es decir, la socialdemocracia– pierde su sentido si no se reconsidera a cada momento. Su sentido principal es cambiar el statu quo, pero esto conlleva muchas más exigencias y críticas que conservarlo: tal vez por ello la izquierda sea tan inconformista consigo misma –en buena medida, tan propensa a la fragmentación y al autocastigo–. Ello genera una paradójica tendencia al conservadurismo político. Y a que, pese a las transformaciones sociales que ha producido, sea en ocasiones acusada de “traición a los principios”.
Bobbio no aclara si tales cambios corresponden a los fines de la socialdemocracia o a los medios para alcanzarlos. Por “fines” me refiero al tipo de sociedad que la socialdemocracia defiende. Por “medios”, a las políticas (instrumentales) para llevar a cabo dichos fines. Pueden cambiar los “medios” si los existentes, en un contexto nuevo, resultan ineficaces para defender esos “fines”. Voy a hablar de dos “fines”: la igualdad y el bienestar material.
Sin duda los “medios” (las políticas) de la izquierda han cambiado de forma considerable. Sucedió ya desde la mitad de los años 1950, cuando las políticas de nacionalización de los medios de producción fueron sustituidas por políticas redistributivas basadas fundamentalmente en el gasto social. Primero fueron los socialdemócratas escandinavos. Tiene razón Tony Judt cuando afirma que “el socialismo ha sido para los socialdemócratas, especialmente en Escandinavia, un concepto distributivo”. El giro de las políticas económicas se acentuó tras 1980: el peso de políticas económicas intervencionistas se redujo a menos de la mitad en los programas electorales, si comparamos el periodo anterior a 1960 y el posterior a 1980. Por el contrario, las políticas redistributivas se incrementaron en un 31% (datos obtenidos del Manifesto Project). Por políticas redistributivas me refiero a las políticas de gasto público en sanidad, educación, pensiones y cobertura del desempleo.
La socialdemocracia se agarró entonces a la igualdad como rasgo fundamental de su identidad. Bobbio ha escrito así que para definir la izquierda “la igualdad es el único criterio que resiste el paso del tiempo”. Es verdad que los gobiernos socialdemócratas redistribuyeron la renta en mayor medida. Cuantos más años gobernó un primer ministro socialdemócrata, menor fue el índice de Gini de ingresos disponibles (con una correlación de -.33): es decir, se redujo la desigualdad; lo contrario sucedió con los primeros ministros de la derecha, cuantos más años en el poder mayor fue dicho coeficiente (con una correlación de +.30): es decir, aumentó la desigualdad (datos de la OCDE). Una cuestión fundamental es si ello fue suficiente –y, obviamente, qué se puede entender como suficiente (¿Un índice de Gini de 0? ¿Que a cada proporción de la población le corresponda una proporción igual de la renta?)–. Este tal vez sea el principal problema de la igualdad como principio político fundamental. Entiendo que el corazón de un programa igualitario está constituido por la erradicación de la necesidad, las salidas a trampas de pobreza y desempleo como futuro vital, y las oportunidades de movilidad no filtradas por obstáculos sociales o económicos.
Otra cosa muy distinta fue lo que sucedió con el crecimiento económico y el bienestar. Mientras que los gobiernos socialdemócratas generaron más crecimiento económico hasta mediados de los años 60, a partir de mediados de los años 80 ese crecimiento fue mayor con gobiernos de la derecha. Ahora bien, la socialdemocracia no puede aceptar transacciones entre igualdad y bienestar. Consideren, por ejemplo, la siguiente alternativa: por un lado, una sociedad donde la fracción más rica tiene asignado 10 y la más pobre 5 (una desigualdad de cinco puntos); por otro lado, una sociedad donde la fracción más rica tiene asignado 7 y la más pobre 4 (una desigualdad de tres puntos). La igualdad sería mayor en esta última sociedad, pero el bienestar menor (también menor para la fracción más pobre). Desde el punto de vista del sector con menores recursos, no tendría sentido sacrificar su bienestar a cambio de una mayor igualdad. Esta opción difícilmente sería respaldada por los votantes.
La crisis iniciada en 2008 ha revelado hasta qué punto muchos partidos socialdemócratas tienen insuficientemente definida una política propia que combine el crecimiento económico con la igualdad. Una primera consideración es que la socialdemocracia ha definido escasamente el papel que le corresponde al Estado. Es cierto que el mercado no suministra de manera eficaz bienes públicos ni satisface derechos de forma equitativa, pero ello no garantiza que el Estado necesariamente lo haga. Un Estado activo del lado de la oferta frente a un Estado subsidiario puede constituir una diferencia fundamental entre izquierda y derecha: la inversión pública en infraestructuras, educación y formación profesional puede incrementar el rendimiento de las inversiones y mejorar la competitividad de productos y procesos.
Una consideración adicional es que la socialdemocracia ha reflexionado escasamente sobre las consecuencias de la internacionalización de las economías. El crecimiento y el bienestar dependen de la competitividad nacional en mercados de bienes y de capital internacionalizados. La movilidad de capitales permitió que, desde la introducción del euro, la inversión extranjera en España aumentara en los siguientes siete años de 38.000 millones de dólares a 83.000 millones –un país cuyo ahorro interno es comparativamente muy limitado–. Es necesario reflexionar sobre los márgenes políticos en una economía internacionalizada, comprobando si los flujos de capital no dependen de Estados anémicos sino de una buena gestión macroeconómica (un equilibrio presupuestario, una baja inflación, un régimen fiscal previsible, una balanza de pagos adecuada) y de la estabilidad política del país. Piénsese, de entrada, que Bélgica, Holanda, Austria y Alemania son países acreedores con Estados lejos de la anemia –su gasto público como proporción del PIB es entre 2 y 13 puntos superior a la media de la Eurozona (en España es 5 puntos inferior)–. Esos cuatro países se encuentran también en el grupo de países más competitivos del mundo (Índice de Competitividad Global, World Economic Forum).
En modo alguno significa esto laxitud respecto de déficits fiscales. Éstos no impulsan la economía ni redistribuyen. Desde un punto de vista intergeneracional no hay razón “igualitaria” para cargar déficits y deudas sobre las espaldas de generaciones futuras. El pago de la deuda a través, como es lógico, de los presupuestos generales del Estado, detrae recursos de políticas sociales redistributivas, ya sea en sanidad, educación, desempleo o servicios sociales, o de políticas públicas de desarrollo. Por ello, las políticas de déficit fueron desterradas por los socialdemócratas suecos desde 1932. Un ejemplo aleccionador lo constituye el Gobierno de Olof Palme desde 1982, que incrementó a la vez las políticas sociales y la competitividad de la economía sueca. Otros ejemplos de ese tipo de política han sido Helmut Schmidt desde 1974, Felipe González desde 1982, Michel Rocard desde 1988, Fernando Henrique Cardoso desde 1995. La regla de que el déficit estructural había de ser inferior al -0,5 del PIB solo fue cumplida en los 12 años posteriores al Pacto de Estabilidad y Crecimiento de la Unión Europea por Suecia, Dinamarca y Finlandia –tres países que también figuran entre las 15 economías más competitivas del mundo (World Economic Forum) y entre las más igualitarias (más del doble que Estados Unidos, si estimamos la relación entre el 10% más rico de la población y el 10% más pobre (datos de la OCDE).
Tampoco significa mi argumento una defensa del gasto público sin más, por mucho que no genere déficit fiscal. Piénsese que menos del 50% de ese gasto beneficia más el consumo del sector de población de rentas inferiores. No hay razón basada en la equidad o la igualdad que justifique que personas con rentas superiores a la renta media se beneficien de transferencias o servicios financiados por contribuyentes con una renta inferior. Muchos programas (sobre todo muchos subprogramas) de gasto necesitan ser revisados. La reflexión no puede limitarse a las cantidades presupuestarias que se les asignan, sino a su gestión. Ello es condición indispensable para mantener el equilibrio presupuestario a la vez que se incrementan la redistribución social y la eficacia económica del gasto.
La socialdemocracia tiene que reflexionar mucho más sobre los cambios en los mercados de trabajo. Estamos lejos de poder prometer un pleno empleo de carácter estable y de remediar el crecimiento de empleos precarios y con retribuciones ínfimas. Aunque las tasas de crecimiento económico se situaran en la media del siglo XX los mercados de trabajo no volverán a tiempos pasados. Piénsese que, de acuerdo con muchas estimaciones, si el crecimiento de la productividad mantuviese su ritmo en el mundo, en 2030 la mitad de los trabajadores actuales podrían generar el producto actual. No es aceptable desde una perspectiva socialdemócrata que todo ajuste recaiga sobre trabajadores temporales, mujeres y jóvenes. Ni que exista un abismo entre el mundo de los trabajadores estables (normalmente varones adultos) y el de los trabajadores precarios. La respuesta no radica sin más en redistribuciones del trabajo existente (no existe un stock fijo de empleos en el que deban fundamentarse las políticas); tampoco en jubilaciones anticipadas: la población ha envejecido y, a la vez, los años de vida activa ya se han reducido mucho (de 40-45 a 30-35 en promedio).
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Existen sin embargo muchas piezas para un programa socialdemócrata ante la crisis. Basta con recoger experiencias de políticas ante esta y anteriores crisis en Suecia, Dinamarca, Austria, Holanda, Alemania o los Estados Unidos de Obama. Las piezas están por componer en un programa articulado. En ese programa tiene que figurar necesariamente una reflexión sobre la sociedad en la que la socialdemocracia quiere vivir tras el túnel de la crisis. En esa reflexión las condiciones de un crecimiento sostenible deben ocupar un lugar central, y siendo fiel a sí misma también unas políticas “igualitarias” que consistan fundamentalmente en la erradicación de la necesidad (que incluya una renta básica para aquellos que la sufran), las salidas a trampas de pobreza (mediante políticas activas de empleo y una formación profesional asentada en una educación polivalente) y la igualdad en las oportunidades de vida.
Según Norberto Bobbio, “ningún izquierdista puede negar que la izquierda no es hoy lo que era”. Resulta difícil encontrar hoy una voz intelectualmente más respetable en el ámbito de la propia izquierda. El comentario es difícilmente cuestionable; sin embargo, podría haber sucedido que, de no haber cambiado, estuviese muerta; que sólo hubiese sobrevivido por haber cambiado. Y también, que necesite hoy seguir cambiando para ser fiel a sí misma.