¿Una revolución tras la pandemia? Hay ira y desigualdad, pero falta organización

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A finales de abril de 2020, el activista Óscar Mitillo, volcado en el trabajo en los barrios más marginados de Sevilla, medía para infoLibre la temperatura en las calles olvidadas. Afirmaba: "Sorprende tanta paciencia y que no se haya desbordado la situación". Retomamos la conversación casi un año después. Y es obvio que está más preocupado. "Veo un hartazgo desorganizado, sin horizonte político, sin comprensión de las vías para resolver los problemas, sin exigencias vertebradoras", señala Mitillo, que interpreta las movilizaciones puntuales en algunos barrios –como Pino Montano, en Sevilla– como "expresiones de malestar, sobre todo de los jóvenes, pero sin horizonte de salida". Ha visto circular, en sus barrios, panfletos de Vox.

¿Alguien imaginó que esta crisis poliédrica incubaría una revolución en su acepción más romántica? Pues no parece.

El diagnóstico a pie de calle de Mitillo acaba coincidiendo grosso modo con el recabado para este artículo de académicos de los campos de la sociología, la politología y la historiografía. Se dan ya múltiples factores que inclinan al malestar social: ruptura de un relato social cohesionador, deslegitimación institucional, creciente desigualdad... Pero, ojo, falta organización para darle salida, para articularlo, para otorgarle capacidad política. Todos los consultados coinciden en que hay mimbres para que el malestar, terminada la pandemia, aflore. Pero conviene apartar de la cabeza la idea de una florida y desbordante insurrección democratizadora. La desarticulación social y la insuficiencia organizativa de los movimientos que aspiran a dar respuestas colectivas alertan de la opción de que el malestar explore derroteros reaccionarios. Así lo ve el historiador José Luis Gutiérrez Molina, especialista en historia de los movimientos sociales: “Sin organización, sin conocimiento, sin proyecto, sin inteligencia, a lo más que llegas es a un motín”. El histórico dirigente comunista Felipe Alcaraz añade una preocupación: la crisis por explotar se va a producir "sin oposición de izquierdas". “¿Quién embrida ahora todo este malestar? ¿Quién lo dirige? ¿Quién lo estructura?”, se pregunta.

Dos informes del FMI

No es la ensoñación de un agitador revolucionario con las paredes forradas de pósteres del Che. Son investigadores del Fondo Monetario Internacional (FMI) los que han puesto sobre la mesa la hipótesis de una revuelta social vinculada a la crisis sanitaria. Pero no durante la pandemia, sino tras la misma, cuando el golpe se haya enfriado. "Desde la Plaga de Justiniano y la Peste Negra hasta la Gripe Española de 1918, la historia está repleta de ejemplos de brotes de enfermedades que proyectan una larga sombra de repercusiones sociales que determina el contexto político, subvierte el orden social y, a la larga, desencadena tensión social", escribe Phillip Barret, economista del FMI, en el blog de la institución. No es algo que carezca de lógica. Las epidemias, añade Barret, revelan o agravan grietas sociales, ponen de relieve la insuficiencia de las redes de protección y exacerban la desconfianza en las instituciones.

Ahora dos equipos del FMI han tratado de averiguar si lo que es una impresión basada en la observación de la historia –las pandemias preceden a una mayor tensión social– es una realidad constatable, para lo que han elaborado sendos estudios [aquí y aquí]. La respuesta que obtienen se orienta claramente hacia el sí.

Los investigadores del FMI utilizan un índice desarrollado en julio de 2020 por el FMI para medir el nivel de perturbación social de un país. Dicho índice, basado en la aparición en la prensa desde 1985 de términos que definen un periodo de “desorden social”, se cruza con episodios epidémicos de las últimas décadas conocidos en 130 países. La conclusión es que las crisis sanitarias provocan una momentánea quietud, que sólo es aparente, porque incuba un malestar que va creciendo hasta que se alcanza su máximo riesgo de desorden social dos años después. Los investigadores del FMI Tahsin Saadi-Sedik y Rui Xu señalan que la exposición variará en los países según su “nivel de desarrollo”, “calidad de las instituciones” y “capacidad de respuesta” a la pandemia. Sus colegas Barret y Sophia Chen afinan aún más: "Si la historia sirve de guía, es razonable esperar que, a medida que la pandemia desaparezca, el malestar vuelva a surgir en lugares donde ya existía". Los países más en riesgo serán aquellos en los que no se han abordado los "problemas sociales y políticos" anteriores a la pandemia, que previsiblemente los agravará.

¿Nos suena? Sí, encaja con España: un país todavía herido por la Gran Recesión, que encadena su segunda crisis en apenas una década, castigando especialmente a los jóvenes, afectados por un paro superior al 40%. Ahora la pandemia oscurece el futuro y ceba la desigualdad salarial y educativa. Es una historia que reserva un capítulo a la desafección, que ya estaba en máximos por la anterior crisis y el bloque político, y que ahora, con la pandemia, se traduce en un riesgo aún mayor de desconfianza.

¿Hay con todo ello posibilidades de que en España, uno de los países en los que la crisis sanitaria ha golpeado de forma más contundente, se acaben desencadenando tensiones sociales a gran escala tras la pandemia? ¿Una revolución, incluso?

Un relato roto, una sociedad desorganizada

José Antonio Cerrillo, profesor de Sociología de la Universidad de Córdoba, deja claro que no hay respuestas concluyentes para algo así, pero sí recalca la gravedad de que se haya producido una "ruptura del relato" de la sociedad, imprescindible para su cohesión. "Para que una sociedad funcione, debe tener un relato sobre qué tienes que hacer para que te vaya bien en la vida. Y ese relato debe tener a su vez un sostén material real. Pero no lo tiene. Nuestra sociedad se basa en el empleo y cada vez hay menos y de menor calidad", señala Cerrillo. A su juicio, hay un extendido equívoco, según el cual "la gente se moviliza cuando está desesperada porque no tiene nada". "No es así. Se moviliza quien puede, quien tiene recursos para hacerlo o que ve truncado su ascenso social. Cuando ese relato del 'tú estudia, fórmate y llegarás a la tierra prometida' fracasó, se movilizó la gente con estudios universitarios y recursos cognitivos", afirma. En su opinión, los problemas de fondo que llevaron hace diez años al 15M siguen ahí y el fracaso del relato se está haciendo y puede seguir haciéndose aún mayor. "Ahora se te dice: 'Haz un máster, o dos, o tres, pero no para conseguir un empleo, ¡sino como condición previa para competir! El relato de que todos debemos competir al límite por el poco empleo que hay, de que hay que ser el mejor para sobrevivir, no es suficiente para construir una sociedad", afirma.

Cerrillo está de acuerdo en que, sobre la base del malestar acumulado, la pandemia puede añadir aún más desigualdad, que acarreará más frustración social y más problemas de relato. Pero aquí subraya algo, en lo que coincidirán todos los consultados: para que esa tensión se materialice, y mucho más para esa materialización adquiera capacidad de cambiar algo, hace falta organización. "La movilización necesita organización. Eso se ha visto incluso en las protestas [en Cataluña] por Pablo Hasél, usando redes que preexistían, como los CDR", explica. A su juicio, es previsible que en el futuro haya expresiones de malestar, ruido en la calle, manifestaciones, protestas... Pero una conflictividad social a gran escala, articulada, mucho más una insurrección o una revolución que cambie el estado de cosas, requieren organización, recalca.

"Las revoluciones son fenómenos tremendamente complejos, que a lo hora de ser analizados se simplifican. Normalmente son choques entre coaliciones muy amplias de intereses, en las que al final hay un grupo que en una situación de caos y malestar extendido se lleva el gato al agua, como ocurrió por ejemplo en la Revolución de Irán", explica Cerrillo. Cuando habla de "revolución", toma como referente a Charles Tilly, que la definió como "todo cambio brusco y trascendente" en el poder político en un país, lo que incluye la posibilidad de una involución iliberal como en Hungría. Es decir, cuando se plantea si la pandemia podría acarrear cambios drásticos salidos de fenómenos sociales a gran escala, piensa tanto en revoluciones como en involuciones. "Si la pregunta es: '¿Puede en los próximos diez o doce años haber caos, y que algún grupo organizado se lleve el gato al agua en un momento de caos?' Yo no diría que no". Cerrillo, eso sí, puntualiza que no conviene usar fórmulas pasadas a la hora de imaginar un escenario de convulsión con resultados políticos fulminantes: "Las élites están muy reforzadas y tienen redes extensas. Es altamente improbable un desplazamiento del poder por la fuerza".

Diferencias históricas

Rafael Cruz, profesor de Historia de los Movimientos Sociales en la Complutense, arruga el ceño ante las conclusiones de los informes del FMI, por utilizar el punto de partida de pandemias históricas a las que siguieron desestabilizaciones sociales. ¿Un ejemplo? Los investigadores del FMI recuerdan también que la insurrección parisina de 1832, la que se cuenta en Los Miserables de Victor Hugo, tuvo como punto de partida una epidemia de cólera morbus. A su juicio, los tiempos han cambiado demasiado para razonar en esos términos.

"Lógicamente, la pandemia producirá crisis sociales y laborales. Cuando acabe el parón económico, mucha gente descubrirá que sufre una pérdida de poder adquisitivo. Esto hace muy previsibles más huelgas y protestas laborales", señala. Cruz se detiene en el mismo punto que Cerrillo: "Para que haya movilización, no es suficiente la injusticia y la desigualdad. Si fuera así, estaríamos protestando continuamente. Lo decisivo es la existencia de organizaciones capaces de activarse en un momento dado. Eso es condición sine qua non. Los recursos organizativos, políticos, simbólicos y económicos en manos de los que pueden protestar son los que posibilitan la protesta".

Parece obvio, pero a veces se olvida: no vale con mostrar cabreo en Instagram

De modo que –a juicio de Cruz– el deterioro económico llevará probablemente a protestas, que necesitarán para tener fuerza de una buena organización. ¿Alguna forma de revolución? Advierte de antemano de la dificultad de prever fenómenos así, poniendo como ejemplo la conocida como "Primavera Árabe", entre 2010 y 2012, que escapó a los radares hasta que se convirtió en realidad. Pero sí hay dos factores que lo inclinan claramente por un no: 1) A diferencia de pandemias históricas, como la de 1918, el Estado y el resto de instituciones han respondido –mejor o peor, pero han respondido–. "Un Estado capaz de imponer meses de confinamiento era impensable hace un siglo, cuando casi no había médicos y ni se sabía lo que pasaba”, dice. 2) A diferencia de la Gran Recesión, la consigna política general apunta a un incremento del gasto para evitar un colapso. "Los gobernantes en Europa están insuflando dinero a las economías. Si se gasta medianamente bien, el malestar no será tan fuerte", añade. De nuevo, Cruz recalca que la principal hipótesis de movilización no señala a los más pobres y vulnerables: "Son demasiado débiles socialmente. Protestan sólo los que tienen capacidad de protestar".

Runrún en los barrios pobres

Óscar Mitillo, coordinador de Marginación de la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía (Apdha), conoce de primera mano a aquellos a los que se les supone escasa "capacidad para protestar": población de barrios marginados, como el Polígono Sur, con 4.897 euros por habitante al año de renta antes de la pandemia, o Torreblanca, con algo más de 5.700. A Mitillo le preocupa especialmente que, en las zonas más vulnerables, a falta de organización política o social, prendan planteamientos "involucionistas". No es raro, afirma, ver circular propaganda de Vox en barrios deprimidos, llamando a movilizarse, explica.

La situación de necesidad hace urgente, recalca, la aplicación de medidas sociales eficaces que no se pierdan en la "burocracia". "El Ingreso Mínimo Vital no termina de llegar. Las carencias de servicios en todos los sentidos siguen muy presentes. Todavía los enfrentamientos entre vecinos siguen siendo minoritarios, pero hay que adoptar medidas ya", señala Mitillo, que denuncia un "incremento de las medidas represivas", lo que a su juicio revela una impotencia para atajar los problemas.

Paliativos urgentes

Mitillo desde los barrios marginales andaluces, José Antonio Cerrillo desde la Universidad y el FMI desde sus estancias lustrosas coinciden en algo: la necesidad de un esfuerzo en política social para evitar que la sociedad se deshilache. Mitillo apuesta por una renta básica universal. Coincide Cerrillo, que cree que ayudaría a "rearticular la sociedad". No lo dice como receta contra una hipotética explosión social de tipo revolucionario, sino contra una ruptura difícilmente reparable de la sociedad, que hunda aún más a la clase baja y arrastre hacia a la media, provocando una pérdida de cohesión que podría llevar a amplios sectores de la población a derroteros políticos imprevisibles.

"Si queremos una sociedad mínimamente estable, hay que distribuir riqueza", afirma, convencido de que es una receta que las propias élites económicas deberían interiorizar. No en vano, esta es la conclusión de los investigadores del FMI Tahsin Saadi-Sedik y Rui Xu en su estudio sobre la previsión tensión social post-covid: habrá "un mayor riesgo de malestar social" tras el covid-19 "a menos que se apliquen políticas rápidas y audaces para proteger al grupo más vulnerable de la sociedad". Es cuestión de productividad, en realidad. Así lo explican Saadi-Sedik y Xu: "Nuestros resultados sugieren que, sin medidas políticas, la pandemia de covid-19 probablemente aumentará la desigualdad, desencadenará el malestar social y reducirá la producción futura".

¿Quién embrida el malestar?

El libro que está escribiendo el histórico dirigente comunista Felipe Alcaraz se titula Los pobres. Le surgió la idea en Sanlúcar de Barrameda (Cádiz), el séptimo municipio con menor renta per cápita de España. “Me hizo pensar, porque lo que ves en la calle es otra cosa. Ves un pueblo institucionalmente fuerte, urbanísticamente consolidado, con gente en apariencia tranquila... Pero hay una Sanlúcar B, golpeada con frialdad total por la crisis primero y por la pandemia ahora”, explica. ¿Es que todo eso no provoca tensión? Alcaraz responde: no se ve porque no hay organización.

“La pandemia ha terminado con las pocas posibilidades que había de organizarse socialmente”, afirma el que fuera presidente ejecutivo del Comité Federal del PCE, que lamenta la “debilidad de los partidos de izquierdas y de los sindicatos”. “Sin organización, ¿qué queda? ¿Algo como un 15M pero desesperado? La crisis de representatividad sigue ahí, pero no hay esperanza. Escuchas a la gente y habla del futuro como una tempestad, como una tormenta”, explica Alcaraz, al que la llama la atención que salgan –precisamente– desde el FMI mensajes de alerta de crisis social. “El poder mira a los barrios como miraba al Albaicín [barrio popular de Granada] durante la guerra, con miedo a que se descuelgue con ímpetu de respuesta”, añade el exdiputado. Hombre de partido, leal a la decisión colectiva, Alcaraz acepta la decisión de entrar en el Gobierno de Unidas Podemos, pero cree que no era “necesario”: “¿Quién embrida ahora todo este malestar? ¿Quién lo dirige? ¿Quién lo estructura? Todo lo que va a venir va a ser sin oposición de izquierdas, y con una oposición de derecha y ultraderecha fuerte. ¿La parte positiva? Que se van sacando cosas, aunque sea dentro de un marco de enorme injusticia estructural”.

Riesgo de involución

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El historiador José Luis Gutiérrez Molina, experto en movimientos sociales, también destaca la fragilidad sindical como causa vertebral de la incapacidad de articulación de una protesta que vaya más allá del espasmo puntual. No es sólo lo cuantitativo: la afiliación sindical en España estaba en un 13,6% en 2018, según datos de la OCDE. La caída es de más de 6 puntos en 25 años. Pero lo grave, a juicio de Gutiérrez Molina, es que el sindicalismo de las grandes organizaciones no constituye actualmente “una herramienta de transformación social”. “El problema es que no hay herramientas potentes para organizar a esa población creciente que es expulsada del sistema. Sin organización, sin conocimiento, sin proyecto, sin inteligencia, a lo más que llegas es a un motín”, añade.

Gutiérrez Molina considera de que se dan las “condiciones objetivas para desencadenar cambios, como la crisis del sistema de partidos, la frustración general de expectativas y un estrechamiento de la capacidad representativa de los órganos democráticos”. “Pero, claro, no sé en qué dirección van a ser los cambios. No olvidemos que el ascenso del fascismo y el nazismo fueron fenómenos revolucionarios. Observo una preocupante movilización de las extrema derecha y un crecimiento de las soluciones y propuestas de tipo darwinista social, basadas en la violencia en las relaciones de producción y el mantenimiento autoritario del orden”, señala. La revolución –advierte en línea con Cerrillo– también podría ser involución. Para evitarlo, reclama una alternativa que promueva la “organización social” y la “formación humana”. “Educación y ciencia. Ese debería ser el programa ahora mismo de un gobierno progresista”, concluye.

“Nuestra relación con la historia no es determinista. No hay patrones. La acción humana es transformadora”, se rebela la politóloga Carmen Lumbierres, que no acepta que haya que dar hecha una crisis económica y social de proporciones históricas. “Es cierto que las pandemias desvelan debilidades, pero lo que hagamos ante ellas está en nosotros. Crisis anteriores han servido para impulsar mejoras de sistemas de abastecimiento y saneamiento, por ejemplo. Ahora, con los Estados respondiendo ante la necesidad urgente de vacunas o de fondos, podemos concluir que la política necesita dirigir la globalización”, señala, aceptando que puede sonar “demasiado optimista”.

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