Nuestra ropa, la condena de las embarazadas en Phonm Penh

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Pablo L. Orosa

Nam Bek Bern es la última en entrar. Deja dos bolsas de arroz hervido en el suelo y se sienta sobre los tablones. Una de las jóvenes reparte el pescado en platos. Es la hora del almuerzo y Bek Bern ha invitado a dos compañeras de la fábrica Lian Fa a comer en el que pequeño tabuco de madera de apenas 6 metros cuadrados en el que convive con una amiga. Tiene algo que contarles. Está embarazada, por tercera vez. Deberían sonreír, pero las mujeres del textil de Camboya saben lo que eso significa. Nam Bek Bern perderá su trabajo. El engranaje humano que abastece las tiendas de todo el mundo no puede detenerse a esperarla.

En el bullicioso universo que conforman las factorías que rodean Phnom Penh, la capital de Camboya, las mujeres embarazadas son una amenaza. La ley les otorga derechos a jornadas reducidas, descansos más frecuentes y una baja de tres meses por maternidad. Demasiados privilegios en un sector en el que productividad es un eufemismo que oculta una moderna forma de esclavitud.

Bek Bern está preocupada. Es consciente de que en unos meses ya no podrá ocultar su estado bajo las fajas y los vestidos flojos. "Si te quedas embaraza te despiden sin compensación. Eso fue lo que me pasó con mi segundo hijo", asegura mientras revisa las mazorcas de maíz que lleva para comer durante el turno de tarde. Ahora su situación es todavía más problemática: tiene ya 38 años y a esa edad es difícil que la vuelvan a contratar. A partir de los 40, las empleadas del textil suelen quedar relegadas al trabajo clandestino, en casa, con encargos a precios por debajo del mercado.

Sin los 140 dólares que obtiene en Lian Fa, Bek Bern no podrá mantener a su familia. "Tengo ya dos hijos. Uno de 14 años y el pequeño de 3. Viven en el campo". En la fábrica algunas de sus compañeras le han hablado de abortar. Es una práctica habitual entre las jóvenes, según los testimonios del último informe de Human Rights Watch. Bek Bern prefiere no hablar de ello.

-"Tengo que irme a trabajar. Se hace tarde".

La factoría de Lian Fa se encuentra a unos 15 kilómetros de Phnom Penh. A medida que nos alejamos del centro de la ciudad grandes infraestructuras de hormigón conquistan el paisaje, elevándose sobre la silueta de construcciones bajas de la capital. Afuera, pequeños mercados bullen con la entrada y salida de los trabajadores: hay puestos de comida preparada, refrescos y pequeños ultramarinos itinerantes. También venden ropa. Ropa barata para vestir a los que visten a Occidente.

A la hora del almuerzo los trabajadores de Lian Fa salen en masa de la factoría. Hoy Bek Bern tiene invitadas. Una puerta oxidada flanquea el angosto pasillo que conduce a la vivienda. Tres mujeres suben de una en una las escaleras, apoyando los brazos en los muros de los edificios colindantes. Hay que avanzar con cuidado, los escalones de madera alabean con cada pisada. Han comprado pescado y papaya al vapor. Sacan cuatro platos, dos rosas, uno blanco y otro azul, y los disponen sobre una estera roja. La temperatura supera los 35º grados, pero el único ventanuco de la habitación permanece cerrado. Una de las jóvenes enciende un ventilador. Están sudando.

Nam Bek Bern entra unos minutos después. Trae dos bolsas de arroz hervido. 1.000 rieles. Una de las jóvenes reparte el pescado en platos. Tienen dos cucharas de acero y dos de plástico. Durante la comida Bek Bern lleva el peso de la conversación. Es la mayor. Cuando terminan, apilan los platos en una de las esquinas y vierten los desperdicios en una bolsa plástica Después, abren la diminuta ventana para airear la estancia. Aquí es donde van a dormir esta noche.

La habitación apenas tiene unos 6 metros cuadrados. Bek Bern y su compañera pagan 10 dólares mensuales cada una por ella. El baño y la cocina están abajo, en la casa del arrendatario. Ambas guardan sus pertenencias en dos maletas que copan una de las esquinas. En la otra, dos sillas de plástico y un recipiente en el que amontonan algunos botes. Unos círculos blancos decoran la pared del fondo.

Ninguna de ellas puede permitirse un lugar mejor. El salario de los trabajadores del textil está fijado por ley en 128 dólares mensuales para 2015. Con las horas extras, pueden llegar a ganar algo más de 140. "Con ese dinero no se puede vivir en Phnom Penh", remarca Sokny Say, secretaria general del sindicato FTUWKC. El salario mínimo se estima entre los 157 y los 177 dólares.

Algunas trabajadoras han dejado de comer para poder hacer frente a las necesidades de sus familias. Un círculo perverso que las debilita hasta que desfallecen o caen enfermas. Entonces simplemente son sustituidas. En 2013, más de 1.000 personas se desmayaron en las fábricas del textil y por primera vez tres personas perdieron la vida tras repetidas jornadas de trabajo extremo.

Las grandes multinacionales del sector, Inditex, C&A, H&M, N Brown Group, Tchibo, Next, Primark o New Look, confeccionan parte de sus colecciones en Camboya. Realizan los encargos a grandes proveedores locales con licencias de exportación. Estos son los que firman los acuerdos de responsabilidad de los que luego hacen gala las grandes compañías. En sus factorías se respetan los salarios, los horarios y las condiciones laborales. Sin embargo, la producción de estas fábricas es insuficiente para satisfacer las draconianas condiciones fijadas en los contratos: tiempos de entregas, calidades y precios.

Por ello, las empresas locales recurren a la subcontratación. Un esquema piramidal que excluye a las multinacionales de cualquier responsabilidad: ellas cuentan con un certificado que garantiza que sus prendas sea han elaborado siguiendo los estándares internacionales. Sin embargo, la realidad en Lian Fa es bien distinta. Allí se fabrican, según el sindicato FTUWKC, prendas para Inditex, entre otras marcas. "Las condiciones aquí son muy duras. No conceden permisos ni cuando uno está enfermo", afirma Nam Bek Bern.

Ausentarse del trabajo por enfermedad conlleva una deducción desproporcionada del bonus de asistencia. "Si tienes permiso te reducen algo menos de 50 céntimos, pero si no te puede quitar hasta el 50% del salario", atestigua Bek Bern. Los permisos y los certificados oficiales médicos son muy complicados de obtener, por lo que muchos empleados acuden a su puesto enfermos, atrapados en la necesidad de mantener lo que se conoce ya como el killer bonus.

Los capataces presionan a sus trabajadores para cumplir con los objetivos de producción. Les insultan. "Zorra, puta, tienes el cerebro de un perro. Dime, ¿tienes un cerebro humano o en el cerebro de un perro? Trabaja más rápido". Les castigan. Los dejan fuera, solos, al sol, para que sientan vergüenza delante de sus compañeros. Les amenazan constantemente con el despido. Las embarazadas son un objetivo prioritario. La mayoría abandona al llegar al tercer trimestre.

Mientras caminamos hacia la fábrica, Bek Bern se adelanta unos metros para charlar con unas compañeras. Cuando llegamos al portalón verde que da acceso a la factoría ya la hemos perdido de vista. No quiere que la vean con nosotros. "A los jefes no les gustaría", nos aclara Pheoun So Phian, quien fue despedido hace más de un año de Lian Fa tras intentar crear un sindicato.

(…)

Ha pasado poco más de un mes desde nuestro encuentro con Bek Bern.

"Siento tener que decirte que Nam Bek Bern ha sido despedida hoy. Por favor, cuenta lo que ha pasado. Sokney"

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