Somos una sociedad convencida de su pertenencia a la clase media en una época en que las clases medias están desapareciendo, una contradicción que explica muchas de las tensiones sociales, políticas y económicas, españolas y europeas, de los últimos años. Una buena parte de la población cuenta con un nivel de ingresos que son típicos de clases trabajadoras, muy alejado de la estabilidad y seguridad que definen a las capas intermedias. A pesar de ese hecho ineludible, ya sea por factores educativos, sociales o aspiracionales, se sienten miembros de la que distan mucho. Al mismo tiempo, sectores con un nivel elevado de recursos perciben de forma nítida la distancia que los separa de los verdaderamente ricos, y tienden a definirse, quizá por comparación, como clases medias.
De modo que clases medias viene a ser un concepto con escaso contenido descriptivo, que funciona como cajón de sastre y que viene a convertirse en un sinónimo, cuando se utiliza públicamente, de sociedad. Así opera en la política, de forma directa o a través del habitual eufemismo “clases medias y trabajadoras”. Es lógico que así ocurra, porque cuando esa percepción está tan arraigada, resulta contraproducente ir contra el sentido común dominante. Lo llamativo es que, cuanto más extendido está el término y más población abarca, es cuando las clases medias están desapareciendo.
Esta afirmación puede sonar en exceso contundente, cuando no alarmista. No se trata únicamente de que contradiga nuestra autopercepción, sino que hay elementos objetivos que parecen indicar una salud relativamente buena de estas clases: España y Europa cuentan con un nivel de vida elevado si nos comparamos con otras partes del mundo; además, por muy negativo que creamos que será el futuro, hay que reconocer que todavía gozamos de un cierto nivel de bienestar. Sin embargo, esta clase de razonamientos tienen mucho de autoconsuelo: ese mundo plano, como de cinta mecánica, que eran las clases intermedias, se ha transformado en una escalera de subida o bajada, y muy mayoritariamente en la segunda.
La clase media significaba mucho más que un estrato social; era el símbolo de un tipo de sociedad, de una manera de entender el gobierno de los Estados y el reparto de los recursos. Y esa forma dejó de ser funcional, política y económicamente, hace ya bastante tiempo.
La clase que ya no sirve
La pérdida de su sentido es fácil de entender en lo ideológico: durante la Guerra Fría fue indispensable contar en Europa con sociedades institucionalmente estables que contuvieran cualquier influencia que emanase del otro lado del Telón de Acero. Si los niveles de bienestar crecían, la legitimidad del sistema capitalista se vería reforzada y el rechazo al comunismo aumentaría; al mismo tiempo, esa prosperidad, en bienes y en libertades, sería un arma propagandística respecto de los países de la órbita soviética. Y funcionó: quienes saltaban el Muro era para pasar a este lado.
Nacida en buena medida como instrumento de contención, cuando el comunismo cayó la clase media dejó de tener sentido como anclaje sistémico y como polo de estabilidad. Fue entonces cuando emergió la globalización, para la que conceptos típicos de esas clases, como seguridad, continuidad o permanencia se convirtieron en un problema mucho más que en una ventaja. Quizá por ello la era global trajo consecuencias de todo orden, pero la mayor parte no fueron buenas para las clases medias occidentales. Ahora que la era de la globalización feliz ha terminado, es nítidamente constatable cómo una de sus principales consecuencias ha sido la desorganización de la estructura social que venía del fordismo: todo aquello que estaba en el medio ha tendido a debilitarse de manera notoria. Ha ocurrido en términos regionales, con zonas que se han desarrollado muchísimo, sobre todo aquellas ciudades que tenían conexiones globales, como fueron (en España) Madrid y en menor medida Barcelona, mientras que los territorios interiores viven en una perniciosa espiral de falta de inversión, ausencia de empleo y pérdida de dinamismo y población. Buena parte de las ciudades pequeñas e intermedias de nuestro país están en declive, como ocurre con las estadounidenses, las británicas o las francesas y son donde más se aprecia ese hálito decadente bajo el que se construyó una expresión como “España vaciada”.
En el terreno de las clases sociales, la separación ha sido similar: las populares han visto cómo sus ingresos disminuían, en parte por el paso de los trabajos industriales e institucionales al sector servicios, y las medias viven en un descenso acentuado por el aumento del coste de los bienes esenciales para la subsistencia, que se han encarecido mucho: vivienda, energía, transporte y alimentación consumen una parte muy importante de los ingresos mensuales. Mientras tanto, las capas sociales con más recursos han experimentado un gran auge porque sus ingresos se multiplicaron. La globalización produjo mucha riqueza, que fluyó de manera insistente hacia un porcentaje minoritario de la sociedad, pero no permeó en el resto. Unas caen, otras crecen: ese movimiento descendente generalizado y el ascendente limitado es el que da forma a nuestra sociedad, y no el de quienes se anclan en el centro.
Subir o bajar
El otro aspecto en el que las capas intermedias se han vuelto mucho más débiles ha sido en el empresarial, porque se convirtieron en productivamente disfuncionales.
La globalización produjo mucha riqueza que fluyó hacia un porcentaje muy minoritario de la sociedad
El tipo de capitalismo dominante apostó por eliminar cuadros intermedios y por abaratar el trabajo cualificado, incluido el de las profesionales liberales, que eran espacios típicos de ascenso social a través de la formación. Lo usual es que, en este tipo de empleos, la mayoría de los trabajadores obtengan salarios bajos mientras que la cúspide de la pirámide profesional ha conseguido grandes bonus. Esa separación entre las retribuciones al CEO de la empresa y las de los empleados de la misma, cuya distancia se ha hecho abismal respecto de las tres décadas anteriores, se reproduce entre los directivos de alto nivel y los cuadros intermedios. La esencia de la gestión empresarial, habitualmente instigada por las consultoras, ha sido la de abaratar costes sin parar, y el trabajo cualificado y los escalones medios fueron sectores prioritarios sobre los que llevar a cabo esa reducción. Una vez que la lógica deslocalizadora entró en juego y redujo notablemente el peso del factor trabajo en la relación capital/trabajo, el siguiente paso fueron los escalones intermedios: la descualificación jugó también su papel.
Al mismo tiempo, las pymes, otro camino típico de ascenso social en la época de los estados del bienestar, quedaron sometidas a una poderosa reorganización productiva que condujo hacia la concentración del poder y los recursos. Un ejemplo significativo: hace no demasiado tiempo, en todas las ciudades existían algunas calles en las que se ubicaban pequeñas tiendas de ropa. Desaparecieron, y en su lugar las prendas han de adquirirse en cuatro o cinco grandes firmas, globalmente establecidas, en algún gran almacén o en Amazon. Los bares están siguiendo hoy esa misma pauta: en las ciudades grandes están desapareciendo, especialmente de sus centros urbanos, y son sustituidos por franquicias de diferentes clases, en general propiedad de fondos de inversión.
Si los negocios a pie de calle han sido fagocitados por ese proceso de concentración, no sucede algo muy diferente con el resto de las pymes, que suelen operar como proveedores de compañías más grandes, y a menudo funcionan como una suerte de subcontratas. Esa estructura de mercado los hace soportar presiones que conducen a una rebaja sustancial de sus márgenes, de sus beneficios y de los salarios de sus empleados.
Todos estos movimientos, el operado sobre la mano de obra, sobre las profesiones liberales y sobre las pequeñas empresas, forman parte de pérdida de funcionalidad para el sistema de las clases medias. Como todo lo intermedio en sí, por otra parte: el sistema económico decidió prescindir de aquello que le aportaba estabilidad y continuidad, y fracturó la vida laboral en dos direcciones: la de aquellos que ofrecen valor añadido, y la de quienes son considerados como prescindibles y fácilmente sustituibles.
La esencia de la gestión empresarial, hábilmente instigada por las consultoras, ha sido la de abaratar costes sin parar
El medio se vacía porque se debe subir o bajar; la función de apuntalamiento ya no es percibida como pragmática.
Después de las medias, las medias altas
Esta guerra contra lo intermedio es producto de la mentalidad dominante en las dos últimas décadas, según la cual lo importante era la fluidez, la rapidez y la orientación a resultados veloces, en lugar de fomentar el medio plazo, la continuidad y el futuro de las firmas. Pero para llegar a ese resultado, hubo que deteriorar primero el factor trabajo, y con él a las clases obreras, y después a las clases medias. En consecuencia, ese estrato social es considerado como un espacio sin valor, como un lugar en transición, a mejor o a peor, hacia arriba o hacia abajo, pero siempre temporal.
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El movimiento no se detiene aquí. En su nueva fase, está debilitando a las clases medias altas, que cada vez deben invertir más recursos para mantenerse en su posición. Gozan de condiciones de vida más que aceptables, pero que ya no son seguras. Una parte importante de ellas basa su buena situación en un salario elevado, justo en el momento en que los ingresos del trabajo han dejado de ser el factor principal para situarse socialmente. Ahora son las rentas el elemento determinante, y todo lo que provenga del salario no es más que un elemento coyuntural. Por eso, la ruptura en cuanto a nivel de vida entre las clases medias altas y las altas es ya tan profunda como la que se operó entre las primeras y las medias. El rentismo, particularmente el financiarizado, es lo que hace ricos, no el trabajo.
Las clases medias, por tanto, no son un estrato social determinado, sino una forma de ver la sociedad, de entender la necesidad de un buen reparto de los recursos, de la creación de contextos sociales que permitan observar el futuro con esperanza, de entender que las sociedades se gestionan mucho mejor desde la legitimidad que desde la fuerza. Todo esto es lo que está desapareciendo con la clase media, y eso explica también los motivos de nuestra debilidad geopolítica frente a la emergente Asia.
*Esteban Hernández (Madrid, 1965), periodista y ensayista, acaba de publicar en FOCA el libro El rencor de la clase media-alta y el fin de una era.
Somos una sociedad convencida de su pertenencia a la clase media en una época en que las clases medias están desapareciendo, una contradicción que explica muchas de las tensiones sociales, políticas y económicas, españolas y europeas, de los últimos años. Una buena parte de la población cuenta con un nivel de ingresos que son típicos de clases trabajadoras, muy alejado de la estabilidad y seguridad que definen a las capas intermedias. A pesar de ese hecho ineludible, ya sea por factores educativos, sociales o aspiracionales, se sienten miembros de la que distan mucho. Al mismo tiempo, sectores con un nivel elevado de recursos perciben de forma nítida la distancia que los separa de los verdaderamente ricos, y tienden a definirse, quizá por comparación, como clases medias.