Cristina Rivera Garza: "Se habla mucho de la culpa, pero no lo suficiente de la vergüenza"

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Es, ni más ni menos, que “la historia fundamental” de su vida. Cristina Rivera Garza lleva 30 años dedicada a lo mismo, aunque no lo parezca. Aunque en el camino se haya desviado o haya tratado de camuflarlo en ficciones. La explicación de la muerte de su hermana, la narración de lo que es perder a un ser tan próximo, la investigación de un suceso inconcluso o la expiación de ese vacío le han llevado tres décadas. 

Tres décadas que, en realidad, no se pueden contar con el mismo calendario que el del resto de mortales. Porque el duelo, un duelo tan profundo, “tortuoso”, deja el mundo en suspenso. Mezcla el pasado con el presente. Trastoca los tiempos verbales. Y la autora mexicana, de 56 años, se quedó en ese limbo intangible el 16 de julio de 1990, cuando el exnovio de su hermana la asesinó.

Parece haberlo archivado. Por fin. Gracias a El invencible verano de Liliana, recientemente publicado en España por Literatura Random House, Cristina Rivera Garza ha dado carpetazo a esa llama lacerante que arrastraba, a esa suntuosa imprecisión. Lo ha hecho, precisamente, abriendo carpetas. Y cajas. Aquellas en las que se guardaban los documentos de Liliana. Sus cartas, sus recortes: su voz, en suma. Aunque advierte desde el principio, a través de una cita de Chris Marker: “El tiempo lo cura todo, excepto las heridas”. 

“Me parecía muy importante que apareciera ella, darle un espacio”, asegura la autora, reconociendo que Liliana ha estado “de manera oblicua” en toda su producción, que comenzó a principios de los noventa y acumula decenas de galardones. “Para mí era necesario. Lo había intentado antes, pero había fracasado estrepitosamente”, insiste durante una visita a España para presentar el libro. “Me he ido acercando a fórmulas que mezclan la ficción y la no ficción, estudiando sus límites, sus herramientas, hasta que acudí al archivo y se acabó el silencio”. 

En el ensayo, cuyo título se debe a una frase de Albert Camus (“En medio del invierno aprendí por fin que había en mí un verano invencible”), se mezcla la crónica, las reflexiones personales o las palabras juveniles de Liliana, impresas en papeles desempolvados. El resultado es un catálogo de emociones y, a la vez, un manual de resiliencia. Se habla de los sentimientos más inmediatos, de esa mutación a largo plazo en la que deriva esa inconsistencia, de la búsqueda de justicia o del trasfondo que lo contextualiza: la violencia estructural contra las mujeres.

La culpa del sobreviviente

Cristina Rivera Garza tira de una prosa envolvente para hacer partícipe al lector. Expresa su pesar con mimo, sin escatimar en detalles, y sin cortarse a la hora de ser crítica consigo misma. “Hay mucha culpa, mucha rabia, mucha impotencia. Comparto todo eso con muchas personas que se quedaron sin un familiar. Pero a raíz del libro he encontrado mucha solidaridad”, arguye quien repite en varias ocasiones su hartazgo, el odio a una misma, el “carácter discontinuo” del duelo, como lo cataloga el filósofo Roland Barthes.

“¿Se puede ser feliz mientras se vive en duelo? La pregunta, que no es nueva, surge una y otra vez durante esa eternidad que es el quebranto. Se habla mucho de la culpa, pero no lo suficiente de la vergüenza. La culpa del sobreviviente puede atraer una sospecha acaso saludable, un titubeo incluso razonable, acerca del placer, del gusto, de la compañía. La vergüenza es una puerta cerrada a piedra y lodo. Pocas actividades requieren más energía, tanta atención al más mínimo detalle, como odiarse a sí mismo. Es una tarea milimétrica. Agotadora. De tiempo completo. Durante los primeros años de su ausencia, cuando los años se fueron acumulando uno sobre el otro y todavía era imposible siquiera pronunciar su nombre, fue fundamental prohibirse cualquier actividad que pudiera interrumpir la danza de la vergüenza y el dolor. Una ceremonia muchas veces repetida. Algo acaso religioso. Nunca es una decisión consciente, pero sí es brutal”, escribe en las primeras páginas.

Otro pasaje describe los instantes posteriores a la noticia: “Un día después del entierro de Liliana, cuando los parientes y amigos se habían esfumado rumbo a sus rutinas cotidianas, lloré de esa misma manera animal ya sola en casa. Un grito es un sonido agudo y estridente que se emite de una manera violenta. Un alarido expresa dolor o miedo. Pero esto que se esparció en ese cuarto solo, eso que no escuchó nadie y que desgarró, al mismo tiempo, al aire en dos, o en muchos pedazos, era algo que venía de un mundo desconocido y se comunicaba, igual, con mundos todavía por nacer. La fricción lenta, chirriante, entre materiales disímiles. Algo con bordes maltrechos y con hedor. Algo todavía informe. Hay que agarrarse el abdomen y hacerse bolita sobre el piso. Hay que esconder el rostro. Hay que suplicar. Sobre todo, sí, hay que suplicar. El tiempo no pasa en absoluto. El pasado nunca es el pasado. Aquí estaba todo eso, intacto, una vez más. Y, como entonces, hubo noches en que me despertó la certeza de que no iba a poder, de que tampoco esta vez iba a poder”.

Una de las causas de ese regodeo emocional es la falta de vocabulario para definir la ausencia de una hermana. Piensa igual que la chilena Marcela Serrano, que en El manto, sobre la muerte de su hermana, sostiene que hay categorías “innombrables” que empeoran la recuperación. Si se muere el marido, dice, eres viuda. Si se mueren los padres, te conviertes en huérfana. Pero no hay un término para los quebrantos “horizontales” ni forma de cerrar “la válvula del dolor”. “Es muy cierto que no tenemos un vocabulario para posicionarnos frente a esta pérdida, y más cuando se debe a la violencia machista”, afirma.

Rivera Garza ha intentado hacer una “escucha amorosa” para poder conceptualizarse. Para entender a su hermana, entenderse a sí misma y entender a su país, México. Cada elemento, cada objeto, no solo está ensombrecido por la carencia del cuerpo fraternal, sino que viene determinado por un contexto concreto: “Hay un hecho incontrovertible y es que existe una guerra no declarada, llamada contra el narcotráfico pero que es contra la población. Y eso se evidencia en la muerte y desaparición de mucha gente, pero especialmente de las mujeres”. 

Hay un estado de emergencia mundial en este sentido, puntualiza, que no se reduce a México, donde en enero de 2012 se tipificó el feminicidio como delito. “Hay violencias cotidianas, laborales”, expone, “que son estructurales”. Ocurre en su país, pero también en el vecino estadounidense, en España o a lo largo del Cono Sur. Allá se hizo célebre la canción Un violador en el camino, que también ejerció de catapulta para el libro y que dice así: “El patriarcado es un juez que nos juzga por nacer y nuestro castigo es la violencia que no ves. Es feminicidio. Impunidad para el asesino. Es la desaparición. Es la violación. Y la culpa no era mía, ni dónde estaba, ni cómo vestía. El violador eras tú”.

A lo largo de las páginas, de hecho, se percibe el acoso psicológico. Se ve cómo relata Liliana el agobio, la desesperanza. En sus anotaciones, esta veinteañera universitaria habla de quien ha sido su pareja desde hace tres años, pero también del interés por otros hombres. La hermana de Cristina Rivera dejó retales de su cotidianeidad en esos cuadernos. Maneja con gran precisión la revelación de un fuero interno cargado de incertidumbre, de ese abismo que se produce mientras se desvanece la juventud y se asoma la adultez. Las dudas rondan a esta estudiante de arquitectura que no puede desprenderse de un novio hostigador. De un “tonto” o “agresivo” que le impide volar libre, pero no llega a ser “mala persona”.

“Los recuerdos. Me ahogo en imágenes, monstruos sin cara me engullen. Se acabó. ¿Cuántas veces te lo dije, Ángel? Nada es eterno. Y la rabia, más allá de la lógica, más allá de la razón. Sería cruel si dijera, mejor así. No lo concibo. ¿Será acaso eso lo que duele? ¿Será que el terrible fin de la niñez llegó? ¿Será que la adolescencia ya pasó? ¿Será? ¿Por qué, Ángel? Ángel loco, Ángel bueno, Ángel ángel. ¿Cómo no repetir tu nombre? No hay espacio para el rencor. No lo hay para el odio. No volverás a oír nada de mí. Soy un punto difuso. Vamos a contar los soles que no salieron. Las nubes rasas. El sudor asfixiante. Vamos a contar los amores excluidos”, apunta Liliana en una de las hojas.

Una víctima de feminicidio

Sabía Liliana que atravesaba tiempos difíciles, indica Cristina Rivera Garza, pero confiaba “en su fuerza, en su talento, en su capacidad de amar”. Confiaba en ese “invencible verano” que se erguiría en medio del invierno. Y, no obstante, no pudo disfrutarlo. Ese Ángel terminó cercenando ese futuro. Y huyendo. De hecho, el libro es también un intento de zanjar el caso, aún sin resolver. “Se levantó una orden de aprehensión contra el presunto asesino en 1990, pero nunca fue capturado ni pasó por un juicio”, rememora, “y creo que nadie en este mundo puede escapar a la justicia sin el apoyo de familia, vecinos; nadie desaparece de este mundo así como así. Mi esperanza es que alguien pueda reconocerlo”.

Usa para lograr este fin la foto que se imprimió en los periódicos. “Ángel González Ramos fue identificado como el presunto responsable de haber asesinado a la joven estudiante Liliana Rivera Garza. Según las investigaciones de la Policía, a la estudiante le quitó la vida su exnovio, por lo que este es afanosamente buscado en todo el país. Contundente, la Policía reveló ayer que a la estudiante Liliana Rivera la mató su exnovio, quien enseguida se dio a la fuga”, se puede leer en una de las noticias de entonces.

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Gracias a aquellos documentos y a conversaciones con amigas o compañeros de Liliana ha averiguado nuevas facetas de su hermana y cicatrizar, en parte, la herida. “He descubierto un montón de cosas. Me ha encantado saber que tenía mucho sentido del humor, que estaba lista para comerse el mundo, que era una mujer avanzando a pasos agigantados”, confiesa. También le sorprendió un aborto o las fantasías propias de la edad, aunque no haya querido centrarse en ellas ni enmarcarla en un “estereotipo”. 

“El libro ha servido para transformar lo que por años fue un duelo solitario, sostenido solo entre mis padres y yo misma, a un duelo con otros, compartido, y llorarla como se debe, como una víctima de feminicidio”, concluye, refiriéndose a esa recapitulación de algo esencial en su vida y a ese objetivo logrado, más de tres décadas después.

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