En la primera página de Todos los hombres del presidente, el libro que escribieron Bob Woodward y Carl Bernstein sobre el Watergate, hay un error. “La enorme redacción del periódico –más de 150 pies cuadrados de filas de escritorios de colores brillantes sobre un acre de alfombra que absorbe el sonido– suele estar tranquila el sábado por la mañana”, escriben. Ciento cincuenta pies cuadrados son unos 14 metros cuadrados, es decir un espacio infinitamente más pequeño del que ocupaba la redacción del Washington Post entonces. A Woodward y Bernstein les faltaron ceros y exactitud. El complejo que ocupaba el Post el 17 de junio de 1972, cuando cinco hombres asaltaron la oficina del Partido Demócrata en el Watergate, tenía hasta 37.000 metros cuadrados de “espacio utilizable”, según contaba el Washington Post cuando se mudó a una sede más pequeña y moderna en 2015. La antigua sede de la calle 15 de Washington fue demolida poco después.
El “error inocente” lo señala Garrett Graff, historiador y periodista que ha escrito el libro más completo hasta la fecha sobre la historia del Watergate y sus consecuencias, Watergate: A New History (Simon & Schuster, 2022). “A pesar de la infinidad de crónicas contemporáneas, muchas son relatos imperfectos”, escribe Graff. “En la era preinternet, cuando la comprobación de hechos de artículos, memorias e historias orales era mucho más difícil, los relatos de la época están a menudo contaminados por errores obvios, desde nombres de restaurantes hasta fechas”. El historiador pone otros ejemplos de errores básicos en crónicas de la época, algunos de ellos provocados por fuentes malintencionadas. “Más allá de pequeñas erratas o errores inadvertidos, es difícil saber a quién creer cuando cuentas una historia donde casi cualquier actor principal fue acusado de mentiras, perjurio u obstrucción a la justicia”, escribe Graff, que ha conseguido la versión más precisa de qué pasó comparando memorias y notas y ayudándose de la tecnología.
El pequeño error sobre el tamaño de la redacción del Washington Post es fácil de verificar con unos pocos clics. Se puede comprobar que en la última edición del libro en inglés, de 2006, sigue la errata, ver un vídeo donde Woodward habla de la vieja redacción, y observar los colores de los escritorios mencionados. Como ya no me fío del todo de esa primera página del libro, miro en el mapa si el apartamento de Woodward en 1972 estaba efectivamente a “seis manzanas” de la redacción, como dice el texto de entonces. La dirección del apartamento, junto a Dupont Circle, está online y hasta hay una foto del balcón porque hace unos meses se puso en venta. La medición de manzanas es debatible, pero el trayecto sugerido por Google de 12 minutos a pie más o menos encaja con la descripción.
La investigación periodística tal vez más mitificada hasta nuestros días está llena de erratas, pequeños errores y equivocaciones graves que el Post y otros tuvieron que rectificar sobre la marcha. Una de las paradojas es que ni siquiera conocemos la historia completa de qué pasó en el Watergate, por ejemplo, cuáles eran exactamente las intenciones de los asaltantes. Pero la labor minuciosa de periodistas que llamaban a la puerta de sus fuentes, el romanticismo de las portadas históricas y, por supuesto, el resultado de la dimisión del presidente han apuntalado uno de los símbolos del buen periodismo.
El periodismo moderno, menos partidista, más crítico con el poder y más basado en investigación profesional, se consolidó en aquellos años en Estados Unidos y también en parte de Europa. En Italia, se toma como un antes y un después el atentado de Piazza Fontana de diciembre de 1969 y las investigaciones periodísticas de entonces que desmintieron la versión oficial. En España, la nueva ola no llegó hasta finales de los 70 con los nuevos periódicos de la joven democracia.
Cogiendo esa referencia temporal y la revolución tecnológica desde entonces, ¿el periodismo ha mejorado o empeorado? La respuesta es que en los países con libertad de prensa hay muchos más medios y periodistas que hacen buen periodismo y que el mejor es sustancialmente mejor que el de hace cinco décadas, pero también se ha multiplicado la cantidad de mal periodismo mientras la definición de qué es un medio y qué es un periodista está en cuestión: para parte del público, confundido por los propios medios, es difícil distinguir un reportero de un tertuliano, un busto parlante o un agitador.
El Washington Post es ahora mucho mejor periódico que en 1972, como les sucede a casi todos los grandes diarios de la época que sobreviven, que no sólo estaban plagados de errores fácticos sino de clichés y vacíos con un espejo muy incompleto de su propia sociedad.
El New York Times, tal vez el mejor periódico del mundo, mira ahora de manera crítica a su pasado por no haber cubierto bien el principio de la lucha por los derechos civiles, la epidemia de SIDA, y más recientemente, la inteligencia defectuosa con la que la Administración Bush justificó la invasión de Irak. Lo hace con una redacción más variada en raza, género y edad, y que refleja mejor la sociedad en la que vive.
Y lo mismo podríamos decir de la mayoría de las redacciones en España, en especial de las que tienen más historia a sus espaldas como la radiotelevisión pública, Abc, la SER, El País o El Mundo. Le sucede incluso a las nacidas en la última década, que también han evolucionado respecto a los “dinosaurios de Internet”.
No se trata sólo de que esas redacciones tengan más instrumentos en tiempo real para comprobar cada dato que publican y para corregirlo en caso de error de manera instantánea. Sus equipos tienen más mujeres, más personas de distintos orígenes nacionales y más profesionales con margen para quejarse. El supuesto pasado mejor de unos pocos medios explicando el mundo con menos herramientas no es sólo engañoso en cuanto a la idealización de la información, sino que suele obviar quiénes eran los periodistas y los propietarios de las empresas que podían despedirlos a su antojo con más facilidad y oscuridad.
La exposición pública continua es un arma de doble filo. Supone que la rendición de cuentas es más transparente y automática. La parte negativa es que esa respuesta en redes sociales se ha convertido a menudo en acoso poco productivo.
Pese a la fragmentación de la atención de la audiencia y la pérdida del monopolio de la información, los medios periodísticos más profesionales siguen siendo centrales en la conversación pública. Se nota más en los momentos cruciales: no es casual que durante la pandemia los principales medios subieran en audiencia y suscripciones. ¿De quién te vas a fiar para saber los últimos datos de contagios o qué hacer? ¿De un pantallazo de no se sabe quién en el chat de la comunidad de vecinos o de Oriol Güell, que lleva una década escribiendo de sanidad en El País? Ni yo ni millones de lectores teníamos duda.
La facilidad que permite la creación de redacciones sin la inversión inicial que requerían las sedes, las rotativas y la dependencia inmediata de la publicidad ha permitido a periodistas crear sus propias empresas con más libertad y menos recursos. Esto, en general, es bueno para el pluralismo, y para ampliar el alcance de noticias que llegan a más personas que nunca, aunque sea de manera superficial.
España destaca en Europa como un caso de éxito por la cantidad de medios nativos digitales en las últimas dos décadas que no sólo son rentables, sino que ocupan un lugar prominente en cuanto a audiencia e influencia en la vida pública: El Confidencial, elDiario.es, El Español o infoLibre son algunos ejemplos. También medios especializados en la lucha contra los bulos o a favor de la transparencia de las instituciones, como Maldita, Newtral, Civio y Datadista.
La digitalización ha ocurrido más rápido en España que en algunos de sus vecinos europeos. Para el 75% de los españoles la principal vía de entrada en las noticias es su teléfono móvil, según el Instituto Reuters para el Estudio del Periodismo de la Universidad de Oxford.
En su denuncia de los bulos, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, cargó en abril contra “las páginas webs” y “los digitales”, que son el formato ahora de todo el periodismo que se hace en el mundo. Se supone que Sánchez quería referirse a unos pocos medios con poca audiencia que no han respetado estándares mínimos de comprobación de los hechos, pero no concretó sus críticas. Sus palabras genéricas contra “los digitales” recuerdan a las denuncias contra la radio en su nacimiento como “un show con aire de venta ambulante y pontificación” que apela “a las emociones que el oyente equivoca con pensamientos”, según escribía en 1936 Will Irwin, reportero de diarios impresos, como recoge Jeff Jarvis en The Gutenberg Parenthesis (Bloomsbury, 2023). En los años 20 y los años 30 del siglo XX, los diarios denunciaban que la radio hacía “peligrar los valores de la democracia” e incluso “la supervivencia” del sistema político, porque sólo sería utilizada por “políticos demagogos”, como cuenta la historiadora de medios Gwyneth Jackaway en Media at War: Radio’s Challenge to the Newspapers, 1924-1939 (Praeger, 1995).
En realidad, la desinformación que más preocupa ahora a la Unión Europea, la producida por Estados malintencionados y políticos domésticos y relacionada con seguridad, salud y elecciones, apenas pasa por lo que podemos reconocer como medios.
En su anatomía de una campaña de desinformación clásica, The Economist detallaba hace unas semanas el recorrido de la mentira de que Olena Zelenska, la esposa del presidente ucraniano, había gastado en joyas un millón de dólares de ayuda para su país. La falsedad empezó con un vídeo de YouTube de una supuesta extrabajadora de Cartier en Nueva York, se convirtió en un “contenido patrocinado” en varios medios africanos, luego apareció en una web llamada “DC Weekly” que simula ser un medio con contenido generado con inteligencia artificial, y después la empujó el canal estatal ruso RT. De ahí se filtró a discursos de políticos extremistas en Europa y Estados Unidos. El desmentido con detalles que probaban la falsedad de la historia está publicado en medios especializados en verificación, pero el bulo y otros parecidos siguen rodando en redes, donde los medios –los de verdad– encuentran poca recompensa.
La batalla del periodismo que tal vez puede ayudar a distinguir la avalancha de información contaminada con bulos, falsedades y manipulaciones es atraer más audiencia a su “página web” o un equivalente como un lugar donde ir que presenta una selección de noticias y donde habitualmente hay información sobre quién está detrás de ese medio y si de verdad lo es más allá de un enlace o un pantallazo que corre en X o se repite en una televisión. “La revancha de la home page” era el título del artículo de Kyle Chayka hace unas semanas en el New Yorker, un semanario nacido en 1925 y que desde hace años vive también en web, email y pódcast.
La caída del tráfico online que viene de redes sociales, la toxicidad de X bajo la batuta de Elon Musk y los cambios de Facebook para darle menos peso a las noticias están reenfocando a las principales cabeceras hacia maneras más directas de llegar a la audiencia, sin la mediación de las plataformas que han dominado la comunicación periodística en la última década. En muchos casos, no tienen otra opción: en 2023, el porcentaje de audiencia que llegó a medios de comunicación a través de Facebook cayó un 48% respecto al año anterior; el de X, un 27%, y el de Instagram, ya muy minoritario, un 10%, según datos de Chartbeat, la empresa de analítica de medios online recogidos por el Instituto Reuters.
La radio pública estadounidense NPR, en un gesto emulado por otros medios, dejó de compartir su contenido en X en 2023 después de que este medio que se nutre sobre todo de las donaciones de oyentes fuera etiquetado erróneamente como “afiliado al Estado”. Seis meses después, NPR aseguraba que apenas había notado ningún efecto.
Uno de los retos contra la contaminación de la esfera pública no es sólo producir mejor información, sino llegar de manera más directa a la audiencia para que tenga más información sobre lo que está leyendo o viendo más allá de los fragmentos en redes. En una página web, o en su equivalente entendido como un espacio más desarrollado y propio, se puede entender la información en contexto, ver el tipo de medio del que se trata y encontrar una explicación de la propiedad, el equipo y otros detalles básicos como el contacto para quejarte o reclamar. La ausencia de estos detalles ya denota un problema. No es una batalla fácil porque la mayoría del público no llegará hasta ahí y muchos medios buscan sobre todo la audiencia más leal que puede pagar.
El periodismo, como la sociedad, ha pasado por una montaña rusa desde la difusión masiva de Internet. Después de años en que las versiones digitales se veían como un experimento o un borrador peor del periódico que se vendía en los quioscos, los diarios se entregaron a la carrera por el clic hasta descubrir que incluso para sostener un medio solo con publicidad hacía falta algo más.
En abril de 2016, BuzzFeed hizo estallar una sandía en un directo de Facebook rodeándola poco a poco de gomas elásticas. Sus periodistas presumían de su capacidad de conectar con la audiencia en congresos de periodismo. Un momento surrealista pensando en las dos noticias que hoy recordamos de aquel año: el Brexit y la victoria de Donald Trump. Lo que también pasó fue que los medios dedicados al escrutinio del poder batieron récord de suscriptores y lectores aquel otoño y en los años siguientes. Los tiempos más serios de esta última década, con la pandemia, las guerras en Ucrania y Gaza y otras catástrofes, piden más periodismo y más estándares.
Sigue habiendo espacio para ver una lechuga con una peluca pudrirse poco a poco a la espera de la dimisión de Liz Truss, como hizo en 2022 el Daily Star, con su mezcla de información ligera y sátira propia del Reino Unido. Pero el futuro del periodismo se parece más a lo esencial de su mejor pasado y presente.
Más personas consumen información que en ningún otro momento anterior. La gran cuestión es cómo llegar mejor a esa audiencia, saturada de trocitos de información, desconfiada con razón porque parte de lo que ve casi siempre de refilón es incorrecto o está sesgado, y con pocas ganas de una actualidad chillona y a menudo irrelevante para su vida diaria.
En España, desde 2017, el porcentaje de personas que dicen que confían en las noticias “la mayoría del tiempo” ha bajado 18 puntos, según el estudio anual del Instituto Reuters. A la vez, son cada día más quienes aseguran que evitan las noticias de manera activa: cerca de la mitad las evita “a veces” o “a menudo”.
Ruth Palmer, profesora de Comunicación del Instituto de Empresa en Madrid y que ha escrito con sus colegas Rasmus Nielsen y Benjamin Toff Avoiding the News (Columbia University Press, 2024), destaca que en España el enfado con el sesgo partidista de los medios es especialmente alto en comparación con otros países donde han hecho entrevistas: “Los británicos que evitan las noticias hablaron a veces de manipulación, pero entre los entrevistados españoles la frustración era más pronunciada”. En las encuestas para el libro, “casi cada uno de los españoles entrevistados” señaló diferentes enfoques de una noticia como prueba de manipulación a favor o en contra de un partido.
El partidismo estaba en el origen de los periódicos siglos antes de Internet, pero el ideal de imparcialidad ha sido tal vez una de las mayores conquistas de la profesión. Consiste en algo tan simple y tan complicado como acercarse a la información con curiosidad y ganas de entender y descubrir más que de reafirmar los prejuicios propios o los imaginados de la audiencia. Requiere apertura de mente y tiempo.
El periodismo es un esfuerzo colectivo que empieza con una tarea casi siempre individual. Hace unas semanas, leía las reflexiones de mi profesor de Periodismo de la Universidad de Columbia, el reportero Mike Shapiro, acerca de su experiencia y la de sus estudiantes informando sobre las protestas en su campus, y su lección sigue valiendo para hoy y siempre: “Los periodistas tienen el poder o, mejor dicho, el potencial para jugar un papel poderoso, pero sólo si hacen bien su trabajo. Esto empieza no tomando una posición sobre una historia con la que te sientes conectado sino cogiendo un bloc de notas”.
Lo que tal vez hemos perdido –los periodistas y los que nos leen, los que nos ven, los que nos oyen– es la calma para afrontar los dilemas diarios antes y después de coger ese bloc. Los ritmos de la redacción que no estaba sometida a la presión de la competencia 24 horas al día y de la producción instantánea permitían pararse y pensar. Las decisiones se podían medir en horas, no en segundos. La batalla por recuperar el tiempo es el desafío de nuestra época, y no sólo en el periodismo. Coger el bloc de notas, sea un papel o un móvil, y tener tiempo para utilizarlo bien es lo que todavía puede marcar la diferencia.
María Ramírez es periodista.
En la primera página de Todos los hombres del presidente, el libro que escribieron Bob Woodward y Carl Bernstein sobre el Watergate, hay un error. “La enorme redacción del periódico –más de 150 pies cuadrados de filas de escritorios de colores brillantes sobre un acre de alfombra que absorbe el sonido– suele estar tranquila el sábado por la mañana”, escriben. Ciento cincuenta pies cuadrados son unos 14 metros cuadrados, es decir un espacio infinitamente más pequeño del que ocupaba la redacción del Washington Post entonces. A Woodward y Bernstein les faltaron ceros y exactitud. El complejo que ocupaba el Post el 17 de junio de 1972, cuando cinco hombres asaltaron la oficina del Partido Demócrata en el Watergate, tenía hasta 37.000 metros cuadrados de “espacio utilizable”, según contaba el Washington Post cuando se mudó a una sede más pequeña y moderna en 2015. La antigua sede de la calle 15 de Washington fue demolida poco después.