El Ecuador indígena se planta
Según la RAE, podemos definir resurgir como “volver a aparecer”. El movimiento indígena nunca desapareció. Sin embargo, como bien señala la historiadora Erin O´Connor, Ecuador se ha caracterizado por ser una comunidad inimaginada, debido al imaginario tan distinto que tienen de este país las élites mestizas urbanas con respecto a las comunidades indígenas que viven en la ruralidad. Esta desconexión dio lugar a la primera gran rebelión indígena de 1990 o, como lo llaman de puertas hacia dentro, “el levantamiento del Inti Raymi”. Esta fiesta del sol de origen inca que se traduce en agradecimiento hacia la fertilidad de la Pacha Mama (o Madre Tierra), se combinó en 1990 con protestas donde el movimiento indígena reclamó que se le dejara de excluir de los procesos políticos que vivía el Ecuador.
Durante los siguientes veinte años el Movimiento Indígena fue protagonista de algunos momentos históricos de la política ecuatoriana (el ascenso y la caída del presidente Lucio Gutiérrez o la discusión de la actual Constitución ecuatoriana de 2008, por citar solo dos), pero no fue hasta los años 2019 y 2022 cuándo volvió a erigirse como principal contrapoder del Estado ecuatoriano.
La subida de los precios de los combustibles que a su vez provoca la subida de la canasta básica han sido los detonantes de las rebeliones indígenas recientes. También la defensa del territorio, piedra angular de la existencia de las comunidades. Sin embargo, hay un hilo conductor (tal vez invisible) desde el levantamiento de 1990 hasta las rebeliones de 2019 y 2022, y tiene que ver con un concepto que en teoría tendría que estar superado en el actual siglo XXI: estamos hablando de la raza.
Leónidas Iza, presidente de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE) y principal líder de la rebelión de 2022, nos explica por qué la raza sigue permeando las relaciones sociales en el Ecuador de hoy: “Ha sido tan doloroso nuestro proceso histórico. Han pasado 522 años desde la invasión. Porque no hay otra palabra. La República para nosotros significó mucho. Túpac Amaru, cuando en 1783 le descuartizaron en Perú, le pidió a las independentistas que los pueblos indígenas fuéramos tomados en cuenta como seres humanos. Pero cuando se dan los procesos de independencia (1810-1830) nos preguntamos, ¿los indios fuimos tomados en cuenta? No. Fuimos vendidos con todas las haciendas en las nuevas repúblicas. Por lo tanto, hay un resentimiento. Hay que zanjar ese resentimiento. Hay que superar esa realidad. No pretendemos quedarnos allí. Pero la República nos ha destrozado. Nos ha generado racismo”.
Este racismo histórico salió a la superficie en Ecuador en respuesta al paro indígena como pocas veces se recuerda en el país. La rebelión de 2019 había sido un estallido donde la espontaneidad y la intensidad de las revueltas cogió por sorpresa tanto al Estado ecuatoriano como a las propias organizaciones indígenas. Con este precedente tan cercano la rebelión de 2022 no pilló a ningún actor político por sorpresa. Si en 2019 el Movimiento Indígena encontró poca oposición social y mucha carga policial, en 2022 la intensidad de la represión de las fuerzas del Estado fue parecida, pero además hay que añadir la organización de las clases acomodadas ecuatorianas en el rechazo a la protesta.
Una convivencia intercultural
La existencia de estos dos grupos (los que pedían orden vs los que pedían justicia social) nos retrotraía a unas líneas discursivas que los viejos marxistas europeos calificarían como lucha de clases. Sin embargo, no podemos olvidar que la lucha del movimiento indígena trasciende este concepto: “Nosotros nunca hemos hablado de un Estado aparte. Nunca hemos hablado de separarnos del resto de la sociedad ecuatoriana, más bien de una convivencia intercultural. El problema es que los indígenas somos bonitos y chéveres cuando estamos para el folclore. Estamos para poder hacer plata para ellos. Pero cuando queremos reclamar un espacio político en la sociedad, ahí si ya no. Cuando tenemos tesis que confrontamos, ahí ya no valemos”. Desde este testimonio de Severino Sharupi, Presidente de la Federación de la Nacionalidad Shuar de Pastaza, entendemos cómo a diferencia de 2019, en 2022 la posibilidad (aunque fuese muy lejana) de una guerra civil sobrevoló por las cabezas de algunos ciudadanos ecuatorianos. Y este es precisamente el gran obstáculo que va a tener que afrontar el Movimiento Indígena durante las siguientes décadas, el miedo.
Es posible que las clases trabajadoras ecuatorianas se vean reflejadas en las reivindicaciones del Movimiento Indígena. Pero no hay que olvidar que tenderos, artesanos, comerciantes y demás sectores que disponen de unos pequeños ahorros que han ido generando a lo largo de su vida, no están dispuestos a arriesgarlo todo. En este sentido, Sharupi nos recuerda uno de los principales lemas históricos del Movimiento Indígena: “Nada solo para los indios.”
"Los indígenas somos bonitos y chéveres para el folclores, pero cuando queremos reclamar un espacio político propio, ahí si ya no"
Estos intentos del Movimiento Indígena de ser escuchado por sus propios compatriotas encuentran una respuesta bien diferente en el contexto internacional. Si el gobierno de Rafael Correa (2007-2017) culpó a varias ONG de hacer política en beneficio de los intereses de Estados Unidos o de países europeos, el Movimiento Indígena siempre ha tenido claro que una de sus principales bazas es captar la atención de los actores internacionales: “España hace cooperación con el Ecuador. Y esa cooperación es porque ellos son conscientes de que hay una brecha de desigualdad muy grande. Y ahora el Movimiento Indígena está tratando de impedir que las brechas entre clases sociales se hagan aún más grandes.” Katy Machoa, ex dirigente de la mujer en la CONAIE, recoge un pensamiento que tiene su origen en los comienzos del proceso de colonización (inicios del siglo XVI) de la mano de Fray Bartolomé de las Casas. Los intentos de De las Casas por ‘humanizar’ al indígena siguen teniendo eco en una cooperación española que, al igual que el Estado ecuatoriano, nunca ha tenido muy claro si realmente el estilo de vida de estas comunidades es compatible con la modernidad. Seguramente, la principal diferencia entre la cooperación española y el Estado ecuatoriano sea que a la primera no le hace falta lidiar con las aspiraciones del Movimiento Indígena, mientras que el segundo sabe que su existencia depende de cumplir o no con dichas aspiraciones.
Según el Instituto Nacional de Estadística y Censos, hoy en día un 59,1% de los indígenas en Ecuador son pobres, mientras que la pobreza entre mestizos y blancos llega al 21,8%. Estas estadísticas tan terribles hacen referencia a dos factores esenciales. Primero: una región como América Latina lastrada por la pandemia creada por el covid-19 y por la actual guerra entre Rusia y Ucrania que no ha hecho más que incrementar el precio de la canasta básica en la región. Segundo: dos gobiernos consecutivos (primero el de Lenín Moreno y después el de Guillemo Lasso) que apenas han hecho políticas públicas de redistribución de la riqueza en Ecuador. Lo que el Movimiento Indígena califica (de forma despectiva) como izquierda institucional (un ejemplo sería el gobierno de Rafael Correa, 2007-2017), es seguramente el único periodo prolongado en la historia reciente de Ecuador donde el Estado ha hecho unas políticas públicas que han beneficiado de gran manera a los sectores más desfavorecidos de la población.
Sin embargo, los errores del correísmo, como las grandes concesiones de tierras que pertenecían a comunidades indígenas y que fueron entregadas a empresas transnacionales mineras y petroleras, o las estructuras de corrupción que se crearon en algunas administraciones del Estado, aún lastran la imagen de la izquierda institucional en Ecuador. Este país está más necesitado que nunca de políticas públicas que pongan a la vida humana y a la naturaleza en el centro. ¿Conseguirá la izquierda (urbana y mestiza) ponerse de acuerdo con el Movimiento Indígena? Está por ver.
Nicolás Buckley, es doctor en Filosofía por la Universidad de Londres y docente de la Universidad Metropolitana de Ecuador. Publica a finales de este año el ensayo “Los últimos guerrilleros del Ecuador. Historia de un desencuentro con la modernidad”, (Postmetrópolis).