Hay dos problemas tenaces que han dejado resonar su sordo bramido a lo largo de todo el pasado “democrático” de Estados Unidos. Podríamos remontarnos a Franklin y a Jefferson, a su anhelante deseo de descartar la existencia de las clases sociales tratando de pregonar las “excepcionales” características del paisaje estadounidense, entendidas como elementos capaces de generar una sociedad igualmente extraordinaria. Los padres fundadores insistieron en que el majestuoso continente norteamericano estaba llamado a resolver, por arte de magia, todos los dilemas demográficos, ya que se hallaba en condiciones de reducir la superpoblación y de allanar las diferencias que pudiera provocar la estructura de clases. Pero a esta compostura medioambiental se le ha añadido además un mito de mayor alcance y pasmosa utilidad: el de que Estados Unidos da voz a todas sus gentes, o el de que cualquier ciudadano puede ejercer una influencia real y perceptible en la gobernación. (Conviene señalar que este mito se formula invariablemente con matices, ya que es una verdad aceptada que hay ciudadanos que valen más que otros: sobre todo aquellos cuya posición social emana de una saneada cartera de propiedades).
Por otra parte, la huella colonial británica no ha llegado a borrarse por completo en ningún caso. El “yeoman”, es decir, el pequeño terrateniente rural, ocupaba uno de los peldaños de la escala social propia de Gran Bretaña, y sus cualidades eran un fiel reflejo de esa inveterada práctica inglesa que consiste en equiparar el valor moral con el cultivo de la tierra. Por su parte, los estadounidenses del siglo XIX hicieron todo lo posible por reproducir las posiciones de clase mediante el matrimonio, el parentesco, el linaje y el árbol genealógico. Si la Confederación vino a suponer la pleamar —es decir, la manifestación más palpable y meridiana— de las pretensiones de la aristocracia rural (y la abierta asunción de que la sociedad necesita contar con una élite destinada a gobernar a las clases bajas), el siglo inmediatamente posterior alumbró el inquietante imperativo de la eugenesia, apoyándose además en la ciencia para justificar la procreación de una clase integrada por amos. Esto no solo indujo a los estadounidenses a conservar el deseo de las distinciones de clase, también los animó a reinventar una y otra vez esas mismas diferencias. Y tan pronto como el gobierno de Estados Unidos empezó a presentarse como el “líder del mundo libre”, las ansias de un jefe de Estado de más regias características progresaron sin traba alguna. Los demócratas se arremolinaron, embelesados, en la Camelot de Kennedy, y los republicanos ennoblecieron a la corte hollywoodiense de Reagan.
La democracia estadounidense nunca ha concedido una voz de peso a todo el mundo. Lo que sí se ha hecho, en cambio, ha sido dar símbolos a las masas, y se trata muchas veces de símbolos huecos. Los estados-nación se fundan tradicionalmente en la ficción de que un jefe de Estado puede representar al conjunto del pueblo y actuar como apoderado suyo. En la versión estadounidense de esta idea, el presidente ha de apelar de manera muy general a toda una serie de valores comunes —valores que por otra parte enmascaran la existencia de profundas divisiones de clase—. Sin embargo, aun en los casos en que la estrategia se revela funcional, la unidad solo se consigue al precio de perpetuar el engaño ideológico. George Washington y Franklin D. Roosevelt han adquirido la condición de padres de la patria, y hoy se les tiene por los amables patriarcas de un dorado pretérito. Andrew Jackson y Teddy Roosevelt se presentaron a nuestros ojos como intrépidos combatientes de diáfana y granítica palabra. El símbolo de los vaqueros se yergue en lo alto de su montura y defiende el honor de la nación frente al imperio del mal, un papel que Reagan interpretó con gran eficacia. Y ya en época más reciente, la sociedad estadounidense ha podido contemplar a un presidente ataviado con un mono de paracaidista, capaz de aterrizar en un portaaviones para mayor impacto teatral. Me refiero, evidentemente, a George W. Bush, que se plantó de esa guisa ante las cámaras para proclamar —prematuramente— el fin de las operaciones de combate en Irak. Fuera de la memoria colectiva han quedado, no obstante, algunos presidentes títere de corte corporativo como William McKinley, al que la gran industria del acero tenía en el bolsillo —y que además fue reo de un sinfín de intereses empresariales—. En 2012, al responder el candidato presidencial Mitt Romney a un espectador molesto diciéndole: “Las fábricas son gente, amigo”, se convirtió sin pretenderlo en un nuevo McKinley. Su electorado se reducía a ese “1%” más rico del país, y los pantalones tejanos que se ponía poco pudieron hacer para contrarrestar esa imagen conservadora.
Rara vez se investiga al poder (ya sea social, económico o puramente simbólico). Y en caso de que se haga, la indagación nunca alcanza el carácter de un imperativo categórico nacional destinado a exigir una solución global susceptible de satisfacer una exigencia moral y de procurar a un tiempo la concreción de un empeño práctico. Sabemos, por ejemplo, que los estadounidenses se resistieron empecinadamente a la ampliación del derecho al voto y, de hecho, quienes han ocupado el poder se han dedicado a recortar de mil maneras las prerrogativas ciudadanas de los negros, las mujeres y los pobres. Somos igualmente conscientes de que, históricamente, las mujeres han tenido siempre menos amparo civil que las autoridades. En lugar de apostar por una democracia plena, los estadounidenses han preferido la escenografía democrática: retóricas rimbombantes acompañadas de una clara magnificación verbal y de unos líderes políticos vestidos de manera informal en una barbacoa o fotografiados de camino a una partida de caza. Se dejan ver en vaqueros o ropas de camuflaje y aparecen tocados con sombreros tejanos o gorritas de “colega”, todo como parte de una esforzada actuación orientada a hacerse pasar por gente normal y corriente. Sin embargo, una vez elegidos, los presidentes y los demás políticos de ámbito nacional son cualquier cosa menos personas comunes. La ocultación de este hecho es el verdadero disfraz, la emboscada que distorsiona la auténtica naturaleza del poder estatal.
Las representaciones teatrales de los políticos que declaran hablar en nombre del “pueblo estadounidense” no contribuyen en nada a esclarecer la historia de la pobreza. El aparcero con su mula y su arado no es una romántica imagen que haya que conservar en la memoria histórica. Sin embargo, ese individuo pertenece y da cuerpo a nuestra historia tanto como cualquier guerra que se haya podido librar o toda elección presidida por una acalorada pugna. El labriego y su chamizo han de permanecer entre nosotros como lo que son: un persistente símbolo de estancamiento social.
Los miembros de las clases inferiores existen aunque no consigan elevarse al plano que los convierte en fuente de problemas, auparse a ese peldaño que los capacita para inducir a la rebelión, sumarse a una algarada, o abandonar las filas de la Confederación y esconderse en los pantanos, creando en ellos una economía sumergida. Los que no desaparecen en los espacios agrestes hacen notar su presencia en los pueblos y las ciudades, o a lo largo de las carreteras y los caminos de todos los estados. Cuando veamos a los pobres, sea en las fotografías de Walker Evans o de Dorothea Lange, o aun en la versión cómica de la “telerrealidad”, tenemos que preguntarnos cómo es posible que se den esas situaciones en medio de la abundancia. Al contemplar los enclaves de caravaneros tirados en mitad de la Segunda Guerra Mundial, la columnista del Washington Post Agnes Meyer lanzó una pertinente pregunta: “Is this America?”.
Pues sí, eso es Estados Unidos; o una parte esencial de la historia de Norteamérica. Y lo mismo cabe decir de las reacciones negativas que se producen como consecuencia de los intentos destinados a mejorar las condiciones de los pobres. Siempre que se realiza un esfuerzo destinado a atajar la desigualdad y la pobreza —ya se trate de las medidas enmarcadas en la nueva política económica de Franklin D. Roosevelt, de los programas de bienestar social de Lyndon B. Johnson, o de la reforma sanitaria de la era Obama— se produce una reacción tan dura como aparentemente inevitable. Los ciudadanos, coléricos, arremeten contra las medidas, ya que tienen la percepción de que el Gobierno se parte el lomo para ayudar a los pobres (con la implicación, o la expresión explícita, de que no son personas que se lo merezcan) y acusan a los burócratas de despilfarrar el dinero que roba a los hombres y mujeres que trabajan duramente para sacarse un sueldo. Esas fueron las proclamas de claro sesgo clasista que esgrimió Nixon y que el personal de su campaña presidencial tildó de llamamiento a la “mayoría silenciosa”. En términos generales, la queja actual que se suele oponer a la intervención del Estado viene a hacerse eco del viejo temor de los ingleses a la nivelación social, que, según se dice, da alas a la población improductiva. Las últimas versiones de este planteamiento aseguran que las ayudas gubernamentales siegan la hierba bajo los pies del sueño americano. Pero, un momento. ¿El sueño de qué americanos?
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La clase es el factor que determina el modo de vida de la gente de carne y hueso. Las personas no viven de mitos. No palpan ese sueño. La política remite siempre a cuestiones que van más allá de lo que se dice, o de lo que alcanza a percibir la vista. Aunque lo nieguen, los políticos abordan temas de clase y trabajan en ellos. Las luchas de la Guerra de Secesión estadounidense alumbraron una jerarquía racial y de clase. La Confederación temía que los blancos pobres se dejaran seducir por los toques a rebato de la Unión y acabaran votando por el fin de la esclavitud —dado que esta era fundamentalmente un reflejo del egoísmo de los plantadores ricos—. En nuestros días, el electorado se halla en gran medida desequilibrado, ya que se le convence una y otra vez para que vote en contra de sus intereses colectivos. Se dice a la gente que los catedráticos de la Costa Este someten a los jóvenes a un lavado de cerebro y que los liberales de Hollywood se ríen de ellos, y no solo porque no tengan nada en común con esos docentes, sino porque odian Estados Unidos y desean imponer un estilo de vida aberrante y ateo. Los que engañan de este modo al pueblo están ofreciendo esencialmente el mismo mensaje del miedo que tuvieron que escuchar la mayor parte de los blancos del sur en la época en la que se sopesaba la posibilidad de la secesión. Animadas por la necesidad de control —el que ejerce sin disputa ni contrapeso el tercio superior del cuerpo social—, las élites que han ocupado el poder a lo largo de la historia de Estados Unidos han ideado la fórmula perfecta para prosperar: la consistente en apaciguar a los más vulnerables y en imbuirles de un falso sentido de la identificación que niega en lo posible la existencia de verdaderas diferencias de clase.
*La editorial Capitán Swing ha publicado este mes de octubre ‘White trash [Escoria blanca]’, de Nancy Isenberg (1958), prestigiosa historiadora norteamericana y profesora de Louisiana State University. White trash [Escoria blanca]’
* Este artículo está publicado en el número de octubre de número de octubretintaLibre. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.aquí
Hay dos problemas tenaces que han dejado resonar su sordo bramido a lo largo de todo el pasado “democrático” de Estados Unidos. Podríamos remontarnos a Franklin y a Jefferson, a su anhelante deseo de descartar la existencia de las clases sociales tratando de pregonar las “excepcionales” características del paisaje estadounidense, entendidas como elementos capaces de generar una sociedad igualmente extraordinaria. Los padres fundadores insistieron en que el majestuoso continente norteamericano estaba llamado a resolver, por arte de magia, todos los dilemas demográficos, ya que se hallaba en condiciones de reducir la superpoblación y de allanar las diferencias que pudiera provocar la estructura de clases. Pero a esta compostura medioambiental se le ha añadido además un mito de mayor alcance y pasmosa utilidad: el de que Estados Unidos da voz a todas sus gentes, o el de que cualquier ciudadano puede ejercer una influencia real y perceptible en la gobernación. (Conviene señalar que este mito se formula invariablemente con matices, ya que es una verdad aceptada que hay ciudadanos que valen más que otros: sobre todo aquellos cuya posición social emana de una saneada cartera de propiedades).