Desde que las tropas francesas desembarcaron en las costas de Alejandría en 1798, con la misión de conquistar Egipto y el Levante mediterráneo y cortar el paso de los británicos a la India por Oriente Próximo, el islam es una “pasión” francesa. Tanto o más que l’Egypte, la pasión bien conocida y estudiada en el célebre libro de Robert Solé. Es algo que se venía anunciando entre su intelectualidad —Pascal, Montesquieu, Voltaire ya “pensaron” el islam— pero que no se había convertido aún en obsesión, y con ello, en cuestión nacional. El todavía general Bonaparte proclamó en unos pasquines, legendarios por fondo y forma (se los tiene por la primera impresión en lengua árabe en suelo árabe), que “los franceses son también verdaderos musulmanes”. En los 200 años largos transcurridos desde entonces, los retruécanos entre el islam y la política francesa no han dejado de sucederse, hasta llegar al pequeño Bonaparte que, al menos en su puesta en escena, se siente el actual presidente, Emmanuel Macron (recuérdese su avance en solitario por la explanada del Louvre, camino del estrado, el día que ganó las elecciones presidenciales).
La diferencia entre ambos tiempos se resume en que el islam para la Francia del siglo XXI no forma parte de la hermandad revolucionaria, ni mucho menos de la igualdad y la fraternidad que completan el lema nacional. El islam, hoy, es el del conflicto y la alteridad, el de la alimentación, hasta casi la indigestión, de un otro que refuerce una identidad, la francesa, que siente o presiente su debilidad tras haber dado forma a la Europa que conocemos.
La Francia de las Luces, de la Revolución, de la Comuna, de la República, de la escuela laica, de la Resistencia y del 68 está a punto de desaparecer, devorada por ella misma, como ya pronosticó Fanon en pleno abismo de la guerra de liberación argelina. Pero aunque la Francia oficial y oficialista está enferma de islam, la enfermedad de Francia no es el islam, sino ella misma perdida en sus deudas coloniales, con un indisimulado complejo de potencia de segunda en busca de un nuevo destino. Y si no, que se lo pregunten a los señores de la guerra del Sahel, o a otro personaje imperial de segunda como Erdogan, con el que se mide el presidente francés a cuenta del control de un Mediterráneo mortífero. Macron es un síntoma, pero lo terrible es que el presidente francés se quiere, por el contrario, médico.
En los dos discursos institucionales del pasado octubre a cuenta de los desafíos del islam para Francia, el presidente de la República situó el debate en unos límites que tienen difícil marcha atrás: “El islam es una religión que vive hoy una crisis en todo el mundo. No es algo que se vea solo en nuestro país”, dijo, y llamó a “liberar” el islam, primero en Francia, como abanderada que siempre ha sido de la razón ilustrada, y por descarte, en el resto del mundo. Liberar al islam de sí mismo, hacerlo ilustrado, tal es la receta. A los cinco años de los atentados de la sala Bataclan, de que el país descubriera con asombro naif que los hermanos Kouachi eran hijos de las instituciones republicanas, un producto del proceso de radicalización sistémico que alimenta sus centros de menores y penitenciarías, poco parece haber cambiado en el diagnóstico oficial del islam en Francia.
En lugar de pensar en “la parte de responsabilidad que tenemos en nuestro infortunio yihadista”, como ya entonces advirtió François Burgat, arabista e investigador del IRENAM, la nebulosa de especialistas regimentales en políticas de seguridad sigue enfangada en una de las dos grandes escuelas francesas que “explican” lo que sucede. Por un lado, se halla la escuela de lo que podríamos caracterizar como la “radicalización mundial del islam”, liderada por Gilles Kepel, catedrático de la Escuela Normal Superior y caballero de la Legión de Honor, que ha dado pie a la actual teoría de la guetización, según la cual los valores republicanos han sido subvertidos en las “barriadas del islam”, convertidas en territorios irredentos del “islamismo”. Por otro lado, la escuela de la “islamización del radicalismo”, abanderada por Olivier Roy, profesor del Instituto Universitario Europeo de Florencia, ofrece una explicación culturalista de la religiosización del actual sistema/mundo, que afectaría indefectiblemente a la juventud musulmana francesa.
La herida colonial
El enfrentamiento entre ambas teorías es el resultado de las herramientas de las que se sirve su análisis (ideología/religión, local/global), y también, por qué no decirlo, de altas dosis de personalismo, de cierto ego mal placé. Pero ambas explicaciones nacen de la asunción de un “nosotros” patriarcal, blanco y cristiano, y ambas se fijan en las consecuencias del islam como problema, en el “cómo” en lugar de en el “por qué”. Y así, mientras las formas en que se manifiesta la exclusión del islam de la vida francesa van cambiando, sus causas se perpetúan. Desde los atentados del 11-S, el terrorismo yihadista ha ido modulando estrategias cada vez más descentralizadas, hasta llegar a los actuales atentados materializados por “lobos solitarios”, a los que se responde con nuevas leyes antiterroristas y recortes de las libertades públicas, sin atajar sus raíces. Más bien al contrario, estas políticas las afianzan. Se da además el agravante de que una y otra escuela, con sus partidarios y detractores que ofician de consejeros áulicos del resto de Gobiernos europeos, marginan el profundo conocimiento del islam del arabismo crítico francés, con una línea de continuidad desde los estudios marxistas clásicos de Maxime Rodinson en los años sesenta a los gramscianos de Alain Roussillon en los noventa. Por no hablar del acoso y derribo al que se ven sometidos los estudios decoloniales en Francia —la activista Houria Bouteldja y el Movimiento de los Indígenas de la República, escindido y casi desintegrado, han sido su último chivo expiatorio—, acusados por el ministro de Educación, Jean-Michel Blanquer, de ser una conspiración estadounidense para sembrar “el separatismo y el extremismo” en la vida académica francesa, ajena, según él, a los problemas de la racialización.
Son la política y la historia, junto a la geopolítica, las que explican el actual callejón en que se encuentran los musulmanes en Francia, y no sus prácticas o creencias religiosas. La herida colonial sigue abierta tanto en las viejas colonias como entre las comunidades musulmanas instaladas en la antigua metrópoli. Y con distintos ribetes nacionales, la grieta social se reproduce en el resto de una Europa cada día más diluida en sus ideales. El cinismo y el apoyo más o menos directo y antidemocrático de los Gobiernos europeos a los dictadores árabes de turno no contribuyen a cicatrizar el pasado: la incapacidad de la UE frente a Al-Asad; el seguidismo con las políticas de limpieza étnica de Israel; la voladura de las revoluciones de Egipto, Yemen o Libia; la vulneración de los derechos humanos de los refugiados; o el alineamiento oficial con las petromonarquías, que han hecho del islamismo democrático el enemigo número uno de su estabilidad, son, en una enumeración rápida, las causas abiertas contra sus Gobiernos por buena parte de los musulmanes europeos, y también por muchos musulmanes de otras latitudes contra Europa. Así, estos días vemos a árabes, turcos o malayos responder a la “afrenta” francesa recreando una suerte de solidaridad de umma, que igual emula la libertad de expresión republicana dando un zapatazo a una efigie de Macron que promueve el boicot a La Vache qui rit. Todo un poco ingenuo, pero muy simbólico.
Domesticar el islam
La respuesta de la Francia jacobina, bien engrasada por sus potentes medios de comunicación, viene consistiendo en conformar una entente antiislamista cuyo objetivo declarado es domesticar el islam. En el plano político, la domesticación del islam francés ha sido declarada prioridad nacional por el Ejecutivo de Macron, y apunta sobre todo a las instituciones, a diferencia de los esfuerzos de anteriores Gobiernos, más volcados en la regulación de los individuos. Si Nicolas Sarkozy primero y François Hollande después (en esto, como en tantas otras cosas, no hay excesivas diferencias entre izquierda y derecha conservadoras) declararon su particular guerra al uso de símbolos religiosos en el espacio público, símbolos reducidos, en esencia, a una indumentaria femenina etiquetada de islámica y vejatoria para las mujeres, el actual presidente está decidido a desmontar el sistema que ha venido rigiendo las instituciones musulmanas en Francia. Su propuesta incluye la formación estatal de los imames, el control gubernamental de la elección de los mandos de las asociaciones y mezquitas, y la prohibición de financiación extranjera del culto islámico, todo ello anunciado a espaldas del Consejo Francés del Culto Musulmán, entidad creada en 2003 por el Estado precisamente para tener una interlocución islámica oficial en el turbulento mundo post 11-S.
Los recientes atentados yihadistas, justo en las semanas siguientes al primer discurso de Macron contra el “separatismo islamista”, no deben aislarse de este contexto general. Costaron la vida a Samuel Paty, profesor de secundaria que explicaba a sus alumnos en qué consiste la libertad de expresión recurriendo a las caricaturas de Mahoma publicadas por Charlie Hebdo, y a tres feligreses en la basílica de Notre-Dame de Niza, y han venido, a ojos de la oficialidad francesa, a refrendar la “guerra contra el islamismo” decretada por el presidente.
En esta guerra, como en todas, las palabras son armas poderosas. Llamar islamismo al yihadismo tiene su propia tradición, con ribetes islamófobos, tanto en Francia como en España. Y lo mismo puede decirse de la confusión entre islam e islamismo. Lo que venía sucediendo es que, por suerte, en los últimos 20 años estaba empezando a quedar clara la disociación entre el uso de “islam” para la religión, el de islamismo para las ideologías políticas que se sirven del islam en su legitimación, y el de yihadismo para la teoría y práctica terroristas con el subterfugio de ser islámicas. Pero, como por ensalmo, se revierte todo este proceso y el islam se identifica otra vez con el islamismo y el islamismo con el yihadismo. Y volvemos a la casilla de salida: el islam es una opción política que promueve la violencia, la misoginia y la secesión, se afirma. A los musulmanes franceses se les pone ante una elección binaria que hasta ahora se venían barruntando pero que hoy tiene el sello presidencial: o sois franceses, o sois musulmanes. La colectividad se encarna en cada individuo, que tiene que elegir. De nada sirven los imames contemporizadores que, como Tareq Oubrou, de la mezquita de Burdeos, promueven una sharía de la República, releyendo la tradición islámica a la luz de la historia de la inmigración musulmana en Francia. El ministro del Interior, Gérald Darmanin, ya se ha encargado de atizar el fuego anunciando una posible ilegalización de los Hermanos Musulmanes, tradicionales intermediarios de las instituciones islámicas europeas, a los que, reproduciendo un discurso importado de Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos, acusa de ser más peligrosos que los “salafistas”, el mayor espantajo radical hasta no hace mucho.
Ver másAl menos tres gendarmes muertos por disparos de un hombre que había agredido a su mujer en una casa del sureste de Francia
Como destaca Joseph Massad, profesor de la Universidad de Columbia con el buen ojo de quien mira Europa desde fuera, si algo hay que agradecer siempre a la clase intelectual francesa es que, a la hora de expresar su islamofobia, no se anda con eufemismos (ahí están Houellebecq, Zemmour, Renaud Camus), a diferencia de lo que sucede en otros países de la Unión Europea. Y lo mismo es cada vez más habitual entre sus políticos. Al acusar al islam actual de secesionista, contrario a los valores de la República y exógeno, los ciudadanos musulmanes practicantes (¿dos, tres, cuatro millones de franceses?) se han visto de un plumazo excluidos por voz presidencial de una patria común y convertidos en objetivo de un estado de excepción selectivo. Hace apenas un año una encuesta encargada por el Gobierno arrojaba un preocupante 42% de musulmanes franceses que decía haber sido víctima de alguna práctica discriminatoria por su religión. Si hoy Sartre le pidiera a alguno de ellos que le explicara cuál es el problema del islam en Francia, como hizo con Richard Wright a propósito del “problema negro” en Estados Unidos, muy posiblemente este musulmán o musulmana anónimo le respondería adaptando a los tiempos la respuesta de Wright: “¿Que qué problema hay con el islam? No hay un problema con el islam en Francia, hay un problema con Francia en Francia”.
*Luz Gómez es profesora de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid.
*Este artículo está publicado en el número de diciembre de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquíaquí
Desde que las tropas francesas desembarcaron en las costas de Alejandría en 1798, con la misión de conquistar Egipto y el Levante mediterráneo y cortar el paso de los británicos a la India por Oriente Próximo, el islam es una “pasión” francesa. Tanto o más que l’Egypte, la pasión bien conocida y estudiada en el célebre libro de Robert Solé. Es algo que se venía anunciando entre su intelectualidad —Pascal, Montesquieu, Voltaire ya “pensaron” el islam— pero que no se había convertido aún en obsesión, y con ello, en cuestión nacional. El todavía general Bonaparte proclamó en unos pasquines, legendarios por fondo y forma (se los tiene por la primera impresión en lengua árabe en suelo árabe), que “los franceses son también verdaderos musulmanes”. En los 200 años largos transcurridos desde entonces, los retruécanos entre el islam y la política francesa no han dejado de sucederse, hasta llegar al pequeño Bonaparte que, al menos en su puesta en escena, se siente el actual presidente, Emmanuel Macron (recuérdese su avance en solitario por la explanada del Louvre, camino del estrado, el día que ganó las elecciones presidenciales).