La genialidad del principiante
Hace una docena de años escogí algunas columnas de prensa de la primera época de Gabriel García Márquez como periodista. Este, su periodo de iniciación, transcurre al principio en Cartagena de Indias, entre el 21 de mayo de 1948 y finales de 1949, y luego en Barranquilla, entre el 5 de enero de 1950, hasta el 24 de diciembre de 1952. Durante estos cuatro años y medio, fuera de algunos cuentos, García Márquez escribirá su primera novela, La Hojarasca, y dejará inconclusa otra que nunca se editó, La Casa, de la cual extrae material, cuando se ve sin tema, para algunos de los artículos de los que vive en esta época. El valor de esas columnas no es puramente anecdótico; tampoco son simples curiosidades que ejemplifiquen el trabajoso periodo de formación de cualquier escritor. Sostengo que hay, desde este amanecer de su escritura, deslumbrantes chispazos de genialidad, tanto en la insólita selección de los temas como en las ocurrencias verbales y el estilo general.
Cartagena
El 9 de abril de 1948, fecha del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y el consiguiente Bogotazo, Gabriel José García Márquez era un estudiante de segundo año de Derecho que apenas un mes antes, el 6 de marzo, había llegado a la mayoría de edad (21 años, en aquel entonces). Este muchacho flaco y mal vestido asistía con desgano a sus clases en la Universidad Nacional, vivía en una pensión de costeños por el centro de Bogotá, y soñaba con dejar de obedecerle al padre –que quería un abogado en la familia– para dedicarse de lleno a escribir. Que su ilusión no fuera del todo descabellada acababa de demostrárselo un éxito reciente: sus primeros tres cuentos habían sido publicados (en septiembre y octubre del 47, y enero del 48), con grandes elogios de Eduardo Zalamea Borda, en el suplemento literario Fin de semana de El Espectador.
El Bogotazo, una tragedia para Colombia, significó para el joven García Márquez una paradójica liberación. La Universidad Nacional fue cerrada el 11 de abril, la pensión de estudiantes costeños donde vivía fue allanada por el ejército en busca de revoltosos, algunos de sus cuentos se quemaron en las hogueras de aquellos días, antes de que El Espectador pudiera publicarlos, y el 20 de abril, más ligero de equipaje que nunca, García Márquez tomó el primer avión de su vida, un DC-3, y regresó a su Caribe natal, primero a Barranquilla, y luego, hacia mediados de mayo, a Cartagena de Indias. Una de las peores tragedias nacionales tuvo para Colombia al menos una consecuencia feliz: gracias a ella, el mejor escritor de nuestra historia abandonó los códigos y se dedicó definitivamente a escribir.
Para decir toda la verdad, lo cierto es que aquel estudiante, presionado por la familia, se matriculó también en la Universidad de Cartagena, en la misma carrera, pero al cabo de poco tiempo perdería casi todas las materias por inasistencia. Gracias a un encuentro azaroso con el escritor Manuel Zapata Olivella, que lo presentaría con Clemente Manuel Zabala, redactor de un nuevo periódico liberal, el desgarbado muchacho de Aracataca consiguió su primer empleo como periodista en El Universal, el diario fundado hacía pocas semanas por Domingo López Escauriaza, un hermano del Tuerto López, el más grande poeta de la Costa caribe colombiana.
Su debut como columnista ocurre el 21 de mayo de 1948. En esa fecha empieza a aparecer, en la cuarta página, la columna Punto y aparte, firmada con su nombre y apellidos. En El Universal, durante el año y medio que siguió, escribiría también editoriales y numerosas notas anónimas. Algunas de estas han sido rescatadas con los años, con atribuciones más o menos seguras (1). El pago que le daban en El Universal era tan miserable que el periodista, al terminar su trabajo después de la media noche, muchas veces se quedaba a dormir en la redacción, para ahorrarse la noche de pensión, y llegaba (si iba) a las clases en la universidad, sin siquiera bañarse y con la ropa repetida durante semanas. Pero entre tanto, escribía y escribía, que era el oficio al que con mayor pasión se quería dedicar.
Como bien observa Dasso Saldívar en su biografía del escritor, García Márquez “fue haciendo de su columna Punto y aparte una especie de laboratorio para […] ensayar un estilo propio en el que se difuminaran las fronteras entre periodismo y literatura. Se puede constatar, como se ve también en sus primeros cuentos, que el autor de Cien años de soledad no siempre escribió bien y que su estilo claro, ordenado, musical y sugerente es el producto de una ardua y larga búsqueda”. (2) Pero también debe decirse lo contrario: no siempre escribió mal. Con la influencia y las observaciones de Zabala, un hombre ponderado y culto, más los comentarios de otros dos colegas y amigos del periódico (Héctor Rojas Herazo y Gustavo Ibarra Merlano), aquel muchacho al que llamaban Gabito, escribió varias columnas maravillosas en las que, precisamente, las fronteras entre periodismo y literatura resultaban muy difusas, lo que le daba a las notas mayor encanto.
Una, quizá la mejor lograda de aquellos años de Cartagena, es del 4 de julio de 1948, es decir, de cuando llevaba menos de dos meses en el periódico. Por mucho que se hable de sus lecturas de formación, por mucho que se diga todo lo que sus mentores le corrigieron y enseñaron en aquellos años, este Punto y aparte que comienza diciendo “Y pensar que todo esto estará alguna vez habitado por la muerte”, no es solamente un artículo de antología: es una hondísima reflexión sobre la precariedad de algo que parece tan absoluto y definitivo como el amor. Habrá en el tono influencias de los poetas piedracielistas; habrá quizá también alguna reminiscencia de Quevedo, pero ese muchacho recién contratado tenía ya vuelo propio, y, como si hubiera aprendido sin aprendizaje, como si hubiera nacido escritor, ya sabía escribir.
Si el artículo al que acabo de referirme es grave y en cierto sentido desolador, la otra vena, mucho más ligera y festiva, del gran periodista de notas intrascendentes, aparece en otro ejemplo que da idea del tono y de los temas que en ese entonces le interesaban a García Márquez. Su publicación es incluso anterior, y el tema puede parecer frívolo: es la caracterización psicológica de un día de la semana, el jueves. La divagación no pretende nada extraordinario, pero quien haya tenido la sensación de que todos los días de la semana tienen su propio carácter y su propia temperatura, verán que lo que decía aquel muchacho de 21 años indicaba ya una gran capacidad de penetración y ensueño. Y su escritura poseía ya esa gracia y ese ángel tan difíciles de definir que lo acompañarían desde estos, sus primeros vagidos como escritor, hasta sus obras maestras de la madurez.
Ambos artículos son mucho más poéticos que otra cosa. No son, en rigor, columnas de opinión; no se manifiestan de un modo tajante sobre ningún acontecimiento político o violento de la realidad del país. Son, más bien, paseos de la imaginación y divagaciones sobre cosas graves o livianas que parecen flotar en el aire. Este tono quizá esté motivado también por las circunstancias políticas del momento: con el arreciar de La Violencia la censura estatal conservadora se hacía mucho más dura con los diarios liberales. Sus páginas de opinión, en ocasiones, venían con fragmentos en blanco, por notas suprimidas a última hora por los censores. Es posible que el joven García Márquez se adaptara, desde entonces, a escribir sobre temas menos comprometidos y polémicos; pero es posible también que esa haya sido siempre la inclinación más genuina de su escritura: no la denuncia o el panfleto, no el interés de entrar en la lucha partidista, sino más bien la concepción del ejercicio literario como un oasis de libertad donde él simplemente hacía lo que le daba la gana.
Comentando el estado de ánimo con el que escribía en aquellos años, y su distancia de la crisis política que vivía el país, el García Márquez memorialista, en Vivir para contarla, escribe lo siguiente: “La verdad de mi alma era que el drama de Colombia me llegaba como un eco remoto y sólo me conmovía cuando se desbordaba en ríos de sangre. Encendía un cigarrillo sin terminar el anterior, aspiraba el humo con las ansias de vida con que los asmáticos se beben el aire, y las tres cajetillas que consumía en un día se me notaban en las uñas y en una tos de perro viejo que perturbó mi juventud. Estaba convencido de que mi mala suerte era congénita y sin remedio, sobre todo con las mujeres y el dinero, pero no me importaba, pues creía que la buena suerte no me hacía falta para escribir bien.” (3)
Es posible que García Márquez se adaptara a escribir sobre temas menos polémicos; pero es posible también que esa haya sido su inclinación más genuina: la concepción del ejercicio literario como un oasis de libertad donde él hacía lo que le daba la gana
Barranquilla
García Márquez trabajó tanto, tan mal pagado y en condiciones tan precarias en El Universal, que terminó por enfermarse de neumonía y tuvo que irse un mes a casa de sus padres, en la población de Sucre, para intentar reponerse. Cuando vuelve a Cartagena, en los últimos meses del 49, tiene ya el plan de cambiar de periódico e irse a vivir a Barranquilla. Durante ese mes largo de convalecencia sus amigos del puerto sobre el Magdalena le han mandado montones de libros recientes de autores ingleses y norteamericanos: Faulkner, Capote, Dos Passos, Huxley, Virginia Woolf…(4) Cuando regresa ya repuesto a Cartagena, publica una nota, el 24 de junio del 49, que no está bien escrita y habla de un insulso reinado de belleza, pero de la que quiero destacar lo siguiente: en ella emplea por primera vez un seudónimo, Septimus, que luego usará siempre en sus columnas de El Heraldo, el diario que lo acogerá a partir de 1950, cuando se va a vivir a Barranquilla.
Quién es Septimus lo explica el mismo García Márquez en sus memorias: “Tomado de Septimus Warren Smith, el personaje alucinado de Virginia Woolf en La señora Dalloway”. Éste es una especie de loco con ataques de cordura, que habla solo y tiene visiones premonitorias. El pasaje fundamental del libro, y el que explica cabalmente el seudónimo escogido por García Márquez, dice así: “¿Había algo en él que indujera a sospechar al transeúnte: he aquí a un joven que lleva el más importante mensaje del mundo y que es, además, el hombre más feliz del mundo y el más desdichado?” (5)
Cuando García Márquez, animado por Alfonso Fuenmayor y los demás amigos de La Cueva se va a vivir a Barranquilla, además de Gabito, era conocido también con el apodo de Trapoloco, por sus camisas vistosas de pájaros y flores, sus pantalones remendados, su única chaqueta a cuadros siempre repetida y sus calcetines de colores estridentes (anaranjados, verdes, rojos). Semejante pinta, cuenta él mismo en sus memorias, “por un tiempo me merecieron una fama secreta de maricón de buque”. ¿Podía alguien pensar que Trapoloco tenía algo importante que decir? De la fundamental importancia de sus palabras, de la confianza absoluta en sus escritos, había una única persona convencida: él mismo. El genio, dijo alguien, consiste en creerse genio, pero además, y sobre todo, en acertar.
A la genialidad, sin embargo, para no perderse en elucubraciones gaseosas, le conviene también alguna buena dosis de realidad. Si el periodismo es el sitio donde la literatura se cruza con la vida, el lugar donde los vuelos de la imaginación, sin cortarse, ponen los pies en la tierra, nada más conveniente para un escritor que tiende a la fantasía y a la exageración que amarrarse a los tobillos ese lastre de afán y de verdad periodística, esa necesidad de referirse a algo concreto y verdadero, por extraño que sea, que es lo que esperamos leer quienes queremos enterarnos de lo que pasa en el mundo. Dice García Márquez en sus memorias: “En mis notas de ‘La Jirafa’ me mostraba muy sensible a la cultura popular, al contrario de mis cuentos, que más bien parecían acertijos kafkianos escritos por alguien que no sabía en qué país vivía.”
Se ha derramado muchísima tinta para destacar lo importantes que fueron los años de Cartagena y Barranquilla para pulir el diamante en bruto que era el joven García Márquez. Ya me he referido, muy brevemente, a los personajes fundamentales durante su ejercicio periodístico en la ciudad heroica. Debo referirme, ahora, con igual brevedad, al sabio catalán, a José Félix Fuenmayor y a “los mamadores de gallo de La Cueva”. Los dos primeros eran personas mayores, de una generación anterior, y ambos tenían ya un pesado bagaje de vida, de lecturas y de trabajo creativo y editorial. Ellos representaron para el Gabito de entonces un ancla segura de madurez y serenidad. Los amigos de su generación (Álvaro Cepeda Samudio, Alejandro Obregón, Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas y, más esporádicamente, Álvaro Mutis) fueron otra cosa, más asociada a la bohemia que a la madurez: las farras, las casas de citas, la conversación, las noches en vela hablando de literatura, los libros devorados, las discusiones políticas interminables, los bares, los cines, los cafés, los cigarrillos y el ron. Unos y otros eran lectores críticos y duros de sus columnas de prensa.
Dasso Saldívar lo resume mejor que nadie en su biografía: “Con dos maestros tan completos como Ramón Vinyes y José Félix Fuenmayor y unos amigos tan fraternales, emprendedores y ‘mamagallistas’ como los del grupo, en una ciudad abierta y cosmopolita como la Barranquilla de comienzos de los cincuenta, no es de extrañar que, muchos años después, García Márquez confesara y repitiera hasta la exageración que los años más fructíferos y deslumbrantes de su vida habían sido los tres o cuatro que pasó con sus amigos en aquella ciudad, y que éstos, como se lee en Cien años de soledad, habían sido ‘los primeros y últimos amigos que tuvo en la vida’.” (6)
Si es cierto que estos fueron los años más “fructíferos y deslumbrantes” de la vida de García Márquez, es extraño que no se lean con más cuidado sus columnas de entonces, los casi 400 artículos que escribió, frenéticamente y varias veces a la semana, durante los mil días que pasó en Barranquilla. La columna aparecía casi todos los días en la tercera página de El Heraldo y tenía un nombre, La Jirafa, que también merece una pequeña glosa. Esto le dice a Gustavo Arango uno de los amigos de García Márquez de aquella época: “Yo creo que él se fue a Barranquilla buscando más aires, más libertad y una mejor remuneración. En cuanto a novias, de la única que hablaba era de Mercedes. Le decía ‘La Jirafa’ y así tituló la columna que escribía después en El Heraldo”. (7) Algo parecido dice García Márquez en sus memorias, aunque sin darle nombre propio a la mujer: “El título de la columna —La Jirafa— era el sobrenombre confidencial con que sólo yo conocía a mi pareja única en los bailes de Sucre”.
En cuanto a la “mejor remuneración” barranquillera, habrá que anotar que en El Heraldo a García Márquez le pagaban 3 pesos por columna, 2 pesos por noticia y 4 por editorial. Si se tiene en cuenta que una botella de whisky de contrabando costaba 15 pesos y que por su cuarto en un burdel de mala muerte le cobraban un peso con cincuenta por noche, se entenderá que aquel muchacho tenía a duras penas para comer y dormir, aunque vivía algo mejor que en Cartagena, donde por cada artículo le pagaban menos de cincuenta centavos y muchas veces no podía permitirse un catre para pasar la noche.
En algunas de aquellas Jirafas están, desde ya, las obsesiones que poblarán sus grandes novelas del porvenir, y son interesantes para ver la gestación de un mundo imaginario que es una mezcla de recuerdo, lecturas y ensoñación. En otras hay comentarios más ligeros o anécdotas intrascendentes. Muchas de ellas muestran la rica variedad de formas que puede asumir el género periodístico en el que, quizá, es posible permitirse la mayor libertad: los artículos sueltos de opinión. Su esencia no es, como parece ser casi obligatorio en nuestros países, la catilinaria política o la denuncia social. Su alma verdadera es mucho más grande y más simple al mismo tiempo: se trata de un ensayo breve. Y este puede ocuparse de algo que tiene que ver con la actualidad política o social, pero también con cualquier otra cosa: una noticia curiosa, una visita importante (o no), un libro leído, un personaje fallecido, un hecho intrascendente presenciado en la calle, el comentario de un amigo, un sueño real o inventado, una noche dormida o una noche de desvelo…
Ya he dado el contexto vital y el fermento cultural en los que García Márquez ejerció su oficio de columnista en aquella primera época (más tarde, en los años ochenta, volvería a hacerlo en El Espectador, cuando a pesar del peso de la fama seguía escribiendo con la misma frescura de sus veinte años). Me queda por hacer, simplemente, un recuento rápido de algunos artículos destacados, según los temas elegidos y las formas por las que optó al abordarlos. Motivos para ser perro, por ejemplo, es del 20 de marzo de 1950, a pocos meses de llegar a Barranquilla. El tema es un perro manso, sabio y real que vivía en uno de los cafés frecuentados por los mamagallistas, el Japi. La vida del animal se compara con la de los humanos, con la de algunos perros literarios, y al fin el redactor envidia su sosegada vida casi con ansias de hacer un intercambio de almas.
Otro es el caso de La importancia de la letra X (5 de mayo de 1950), una breve divagación en el mismo tono despreocupado y jovial del artículo sobre el día jueves: las letras también tienen personalidad, y lo más interesante de la X es que sirve para tachar, es decir, para borrar las huellas, para dejar invisibles los arrepentimientos y las correcciones de que está hecho el oficio de escribir, por lo menos cuando se escribe, como escribía García Márquez, a máquina. Por su parte, Día en blanco (9 de mayo del mismo año) no es otra cosa que la alucinada descripción de un guayabo terciario, el cuento de una borrachera con laguna que se prolonga hasta la mañana siguiente hasta convertirse casi en un relato fantástico. Debe tenerse en cuenta, además, que el estilo también es una opinión. Elegir un tono en la escritura es como mostrar una bandera de la postura que asumimos frente a la vida.
Otras piezas pueden ser directamente literarias. El escritor, animado por la inminente llegada de Álvaro Cepeda Samudio, se ha enfrascado en una novela, La Casa, y quizá para no distraerse demasiado con su columna diaria, publica fragmentos de lo que va escribiendo en el libro. La hija del coronel (apuntes para una novela) es del 13 de junio de 1950 y no está firmado con seudónimo sino con su nombre, lo mismo que El hijo del coronel, del día 23 del mismo mes. Ambas piezas son fragmentos desordenados, casi bocetos rápidos, incluso con saltos que parecen hacer perder el hilo de la historia. Lo interesante aquí es notar la calistenia (verbal, imaginaria) literaria del futuro autor de Cien años de soledad. Están los nombres de algunos persojanes memorables, el coronel Aureliano Buendía, Remedios, y una mujer que, por el mismo título del libro, después ya no podrá llamarse Soledad sino Úrsula Iguarán. Como columnas de opinión no son muy valiosas, pero como arqueología literaria son invaluables.
Para la columna del 8 de septiembre de 1950, Disparatorio, opta por dividirla en diez parágrafos numerados. Cada uno es, en realidad, el boceto rápido de un cuento posible, o de un artículo no escrito. No son despropósitos sino las semillas no sembradas ni cultivadas de diez nuevas especies de relatos. Algunos son mejores que otros, pues dos o tres abusan de recursos surrealistas. El numeral 9 merecería estar en la Antología de cuentos breves y extraordinarios de Bioy y de Borges. El pesimista, del 9 de octubre del año 50, es una especie de apólogo sobre la hipocondría, o la capacidad que tiene la imaginación de jodernos para siempre la vida. Una burla fantástica a la solemnidad y el puritanismo de la ciudad donde he vivido, Medellín, es lo que contiene La manera de ser nudista, del 2 de noviembre de 1950. Se trata, imagínense, de una asociación de nudistas que nunca se quitan la ropa. El estilo irónico distante, como decía, es ya una opinión; un escritor conservador haría párrafos rimbombantes impostando la voz.
En Cartagena ya había dedicado García Márquez un artículo a George Bernard Shaw, bastante bueno, donde discutía el tema de cuando un escritor quiere volverse rico vendiendo sus palabras. Se titula La última anécdota de J.B.S. y es la nota necrológica sobre el escritor recién fallecido (la jota del título es por lo del Jorge traducido). Es de ocasión pero es un buen ejemplo del género del obituario, con el que tocaría cimas mucho más altas, años más tarde, con el suicidio de Hemingway. Faulkner, premio Nobel, otro artículo del mismo mes y año, es interesante también por ver lo que pensaba sobre el Nobel un joven que quizá no sospechaba (si bien yo creo que lo sabía desde entonces) que llegaría a ganárselo.
También las columnas pueden entroncar con sus lecturas y con la vida, como en El cuento más corto del mund”, que es La Jirafa del 10 de marzo del 51. En aquellos días Mercedes, su novia, estaba estudiando interna en Medellín, y Gabo viajaba en avión a la capital de Antioquia cada vez que podía. De ahí le salen varias anécdotas de aviones. Esta culmina con una triste historia de agencia de noticias, leída en el avión durante el vuelo. Ese es el cuento más corto del mundo. Del 27 de junio del 51 es La verdad del cuento, un boceto, ya más personal, de otro cuento posible, que esta vez no es trágico, sino de amor, y que quizá tenga que ver con su vida en el burdel, donde apenas unos tabiques de madera lo separaban de los amores mercenarios a los que se veía obligado a asistir noche tras noche.
Del García Márquez de aquella primera época nos intriga averiguar cuál era la verdadera causa de su felicidad y cuál era el recóndito motivo de su desdicha. Su único triunfo completo es que siempre lo leemos, sin saber bien por qué, hasta la última letra
Muchos lectores recordarán aquella frase magistral de El ahogado más hermoso del mundo: “Tiene cara de llamarse Esteban”. Pues bien, Hay que parecerse al nombre fue publicado el 21 de marzo del año 52 y en ese artículo está el germen lejano de la ocurrencia, que García Márquez cita como ajena: “Tenía cara de llamarse Roberto, pero se llamaba José.” Todo escritor sabe que en el bautismo de un personaje se juega buena parte de su vida literaria; un mal nombre lo puede desterrar de la literatura, y lo que es peor, también de la memoria. Aquí el mamagallista Gabo juega con los nombres más adecuados para algunos políticos colombianos. Lo más increíble es que García Márquez diga en ese artículo que Laureano Gómez, el sanguinario líder conservador, tuviera cara de llamarse Esteban.
La Jirafa titulada Una ciudad reclama su bobo, de junio del mismo año, recurre al tema del bobo del pueblo, que puede parecer muy bobo. No lo es, y así como ellos tienen su lugar importante y necesario en una pequeña ciudad, también las notas bobas tienen el suyo en la trayectoria de un buen columnista. Ya al final de la experiencia de García Márquez como periodista de El Heraldo de Barranquilla hay otras destacables, y entre ellas, Hay que tener mala ortografía y El bus de las nueve, ambas de septiembre de 1952. El joven tiene ya 25 años y entre éxitos y decepciones está listo para empezar otra etapa de su vida. Ha escrito sin parar durante cuatro años y medio, no solamente estos artículos propios, sino muchos otros sin firma, que tenía que hacer para llegar a fin de mes.
Quizá el único secreto de la escritura que García Márquez ha reconocido no dominar nunca es el de la ortografía. “Tengo ortografía de holandés”, ha repetido muchas veces, e incluso en un Congreso de la lengua de no hace muchos años propuso, quizá perorando para su propio beneficio, que se suprimieran muchas reglas. No fue escuchado. Este viejo artículo sobre el mismo tema habla del francés, básicamente, pero luego incursiona también en el castellano. Su propuesta sobre la hache es muy original. Pide que no se suprima, de ninguna manera, sino que “se permita a cada quien colocarla donde le venga en gana”.
Pero hubo más obsesiones ya en aquel García Márquez, y otra de ellas son los horarios en que cierto tipo de mujer hace las cosas. En una de sus columnas de El Espectador sostendría, muchos años más tarde, que las mujeres casadas se suicidan a las cinco. O las mujeres gordas toman el bus de las nueve de la mañana. Acaso estas ocurrencias no sean verdaderas. Tienen, en todo caso, una oscura intuición que nos hace pensar que, en todo caso, no son tampoco falsas. Las columnas de Gabo, al contrario del habitual género de la opinión, no fueron pensadas para convencer a nadie de nada. Los grandes escritores no convencen, sino que seducen. Del García Márquez de aquella primera época, en el fondo, nos intriga averiguar cuál era la verdadera causa de su felicidad y cuál era el recóndito motivo de su desdicha. Su único triunfo completo es que siempre lo leemos, sin saber bien por qué, hasta la última letra. Hasta el último punto.
1.- Para quienes quieran profundizar en el tema recomiendo estas lecturas: el prólogo de Jacques Gillard en Gabriel García Márquez, Obra periodística Vol. 1, Textos costeños, Barcelona, Bruguera, 1981, Recopilación y prólogo de Jacques Gillard. Gustavo Arango, Un ramo de nomeolvides, García Márquez en El Universal, Cartagena, El Universal, 1995. Y finalmente: Jorge García Usta, García Márquez en Cartagena, sus inicios literarios, Bogotá, Seix Barral, 2007.
2.- Dasso Saldívar, El viaje a la semilla, Madrid, Alfaguara, 1997, p. 214
3.-Gabriel García Márquez, Vivir para contarla, Bogotá, Norma, 2002, p. 437
4.- Cfr. Dasso Saldívar, Op.cit. p. 211
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5.- Citado por Gustavo Arango, Op.cit. p. 163
6.- Dasso Saldívar, Op.cit. p. 237
7.- Gustavo Arango, Op.cit. p. 222