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La heterodoxia de dudar

Silvio Berlusconi, magnate de la televisión italiana, en los albores de su mediática carrera política.

Oriol Bartomeus

Para que exista la heterodoxia debe existir su contrario, la ortodoxia, el canon, ese conjunto de verdades asumidas como tales por la mayoría social gracias a la propagación de aquellas por parte de las instituciones, las autoridades, los agentes de intermediación que definen el debate público y delimitan el margen de lo que es correcto y lo que no lo es, es decir, de lo que forma parte del sentido común y lo que es periferia, contracorriente, antisistema.

Una mirada superficial, surfeante, a nuestro mundo pone en cuestión prácticamente todo lo que se ha dicho en el párrafo anterior: ortodoxia, canon, verdades, mayoría social, instituciones y autoridades, agentes de intermediación, sentido común. De todo esto no queda nada, son vestigios de un mundo anterior, la ruina de la Estatua de la Libertad en la playa. Pura nostalgia de un pasado ordenado, estable, previsible. Un fantasma. Un fantasma útil, no obstante. Los nuevos heterodoxos, las fuerzas de la extrema derecha y del nacionalpopulismo utilizan la ortodoxia tanto para atacarla como para reivindicar su vuelta, tanto para propugnar su desmantelamiento como para reclamar un retorno al mundo previsible, ordenado, natural, en el que cada cual conoce su lugar y ni se le pasa por la cabeza abandonarlo para aspirar a algo mejor o simplemente diferente.

Para la derecha radical existe un canon dominado por las fuerzas progresistas, el consenso progre, que ha puesto patas arriba el mundo de ayer al que ésta quiere hacernos volver. Para la izquierda ese mundo antiguo existe aún y es necesario acabar con sus últimos rescoldos, el patriarcado, el poder absoluto de las grandes corporaciones, la insaciable codicia de las élites. ¿En qué quedamos? ¿Cuál es la verdad?

¿Vivimos en una dictadura woke o en una retropía dickensiana? Seguramente vivimos en los dos mundos a la vez. A un barrio de distancia puedes encontrarte con alguien que cree vivir en una dictadura soviética y alguien que está convencido de hacerlo en un régimen prefascista. Nuestra realidad social es cuántica, incoherente, fragmentada hasta el infinito, desordenada y a la carta. No hay canon, o hay cientos. Nuestro mundo es un enjambre de pequeñas ortodoxias, minúsculos sistemas de verdades retroalimentadas a perpetuidad que conviven sin tocarse, sin ni tan siquiera saber que existen unos y otros. Un mundo de alternative facts en el que cada cual elige su verdad y la sigue fielmente, impasible a la posible injerencia (cada vez menos probable) de otras verdades. Feliz en su burbuja sectaria autocomplaciente y tranquilizadora.

El consenso después de la televisión

Cosas como consenso o mayoría social sólo son posibles en un mundo que dispone de altavoces masivos, de agentes de propaganda con capacidad de llegar a la gran mayoría y perfilarla, darle forma, moldearla sobre la base de grandes verdades incontestables. El último que tuvimos fue la televisión. Antes estuvieron la iglesia, el Estado, los partidos políticos. Ya son solo restos de naufragio, personajes errabundos privados de ese asimilador social que fue la televisión. Sin un aparato de propagación masivo no es posible la ortodoxia, porque no es posible la aceptación de una verdad general y de unos comportamientos socialmente aceptados, ya sea por necesidad o por interés. La televisión cumplió esa función a la perfección durante sus años de gloria, que fueron los años de la estabilidad y del progreso, de la emergencia de esa palanca de consenso que fue la clase media.

Sociedad de consumo, Estado del bienestar y televisión fueron los tres pilares de los años gloriosos que algunos siguen añorando y que no pueden volver porque de esos tres pilares dos han desaparecido, y el de la televisión se ha transformado de una manera radical. La televisión clásica se basaba en un modelo de negocio que se fundaba en la mayoría. La supervivencia comercial de los grandes elefantes televisivos (costosísimos) dependía de su capacidad de atraer a una audiencia masiva, millonaria, que se exponía a los mensajes comerciales que financiaban el negocio. De aquí viene la capacidad de la televisión para crear un consenso social. No es una apuesta ideológica, ni tan siquiera un servicio a la democracia, es (era) una necesidad comercial, un modelo de negocio. De ahí que las cadenas de televisión clásicas funcionaran como grandes agentes centrípetos de homogeneización cultural, de asimilación, de ordenación y propagación de los valores sociales dominantes. No se puede disociar el mundo de las grandes cadenas de televisión de la política de las grandes mayorías, de los grandes partidos centrales, catch all, los gobiernos estables, las políticas centristas.

Nuestra realidad social es cuántica, incoherente, fragmentada hasta el infinito, desordenada y a la carta. No hay canon, o hay cientos

Ese tiempo entró en crisis a partir de la proliferación de canales, antes incluso de la aparición de internet y las redes sociales. La mayor competencia y el relativo abaratamiento de los costes cambió el modelo de negocio televisivo y con ello la sociedad entera. Ahora el negocio ya no consistía en atrapar una audiencia masiva sino en conquistar un nicho de fieles seguidores de tu canal, y para conseguirlo no necesitabas darles una programación etérea y para todos los gustos sino todo lo contrario. La oferta de las nuevas televisiones era más sectorializada, más especializada y, sobre todo, más definida en términos políticos, más militante.

Todo ello rompe el consenso social porque crea en los medios la necesidad de establecer una cosmovisión propia, radical, para capturar una audiencia y alimentarla como medio para fidelizarla y así asegurar la supervivencia comercial del negocio, de todo lo cual se deriva un espacio poblado de microaudiencias que habitan burbujas cada cual con un repertorio de verdades propio, militantes, seguidores de ortodoxias particulares, resguardadas de los bárbaros del exterior.

Y a pesar de ello, cada una de estas burbujas se entiende a sí misma como un foco resistente, como una guerrilla que se enfrenta a un poder malvado, como un antisistema, una víctima de la injusticia, un guerrero de la democracia. Sí, incluso los que asaltaron el Capitolio de Washington creían estar luchando contra un leviatán autoritario que estaba poniendo en peligro su democracia, exactamente lo contrario que pensaban los que veían en el asalto un putsch, un golpe de Estado orquestado por alguien que se resistía a ceder el poder a pesar de haber sido derrotado en unas elecciones libres y limpias. ¿Quién es el sistema y quién el antisistema? Todos y ninguno a la vez.

El triunfo de lo freak

Dos fuerzas han configurado nuestro mundo actual. Por un lado, el mercado de la atención surgido de la implosión de los canales de comunicación. Por el otro, la crisis sistémica de 2008, que arrasa con los pilares sobre los que se sostenía el sistema antiguo. La multiplicación de altavoces, la fragmentación hasta el infinito del campo comunicativo impone la lucha descarnada por la atención de las audiencias como medio para existir, para ser escuchado o simplemente para aparecer por unos segundos en el radar de una sociedad sometida a un implacable bombardeo de mensajes. El primero que lo vio venir fue Silvio Berlusconi, que entendió el cambio de mundo (y colaboró intensamente en ello). Berlusconi no creó la televisión de entretenimiento, puesto que la televisión siempre fue un medio de distracción, un pasatiempo. Lo que intuyó Berlusconi fue que, en un mundo con más oferta, ganaba quien fuera capaz de captar la atención del espectador y que eso era más efectivo si se hacían cosas nuevas, inimaginables hasta la fecha, rompedoras, antisistema. Las televisiones de Berlusconi hacían lo que las otras no se atrevían a hacer, o consideraban que no estaba bien hacer.

Si queréis un precursor de la lucha contra lo políticamente correcto, ese es Berlusconi, con sus televisiones llenas de griterío y chicas con poca ropa. Un lenguaje televisivo disruptivo que se vende como auténtico, como popular, alejado de la intelectualidad de las cadenas públicas, de la corrección de su lenguaje. Berlusconi pone sus televisiones al servicio de la expresión popular, vulgar, grosera, pero auténtica. Obviamente se trata de una estrategia puramente comercial, destinada a ganar audiencia y mejorar la cuenta del negocio (con unos resultados extraordinarios), pero su repercusión social es inmensa.

Se trata de una impugnación en toda regla a lo establecido, al canon, al consenso social de cómo debe comportarse la gente en la televisión. Es un torpedo que legitima el mal gusto como expresión sincera de la gente normal, el insulto como lenguaje aceptable y el grito y la violencia (no sólo verbal) como manera de dirimir las diferencias. Y la audiencia simplemente queda fascinada con el carrusel de mujeres semidesnudas, friquis estrafalarios, presentadores que braman, música, luces y color. Berlusconi lo había entendido: para capturar la atención de la gente hay que darles lo que hasta entonces tenía prohibido, lo que nunca había visto en una pantalla de televisión y les coló hasta el comedor de casa su particular parada de los monstruos.

Esta lógica fue imponiéndose a medida que el espacio comunicativo fue troceándose en progresivas explosiones de canales hasta llegar al mundo actual en el que rige con mano de hierro la ley berlusconiana de la atención. Si quieres ser, tienes que romper, sorprender, gritar. ¿A alguien le puede extrañar que sea precisamente la nueva extrema derecha la que lo pete en las redes? ¿O que las teorías más locas tengan una capacidad de propagación espectacular? Es el triunfo del freak, al que antes se le reservaba un lugar en la periferia, marginal, pero que lleva años haciéndose con el centro del escenario, precisamente por ser diferente, por su capacidad de capturar nuestra atención, mucho mayor que cualquier representante de la normalidad con sus mensajes aburridos, previsibles, olvidables.

A este cambio de fondo solo le faltaba el derrumbe del sistema para acabar de afianzarlo. Quizás no somos del todo conscientes aún de la magnitud de la destrucción que supuso la crisis global de 2008 para nuestro sistema político, y eso que desde entonces no han parado de sucederse los acontecimientos inverosímiles, no previstos. A una sociedad sacudida por la pugna por la atención sólo le faltó la caída uno tras otro de todos sus mitos fundacionales, las bases sobre las que se alzaba el gran edificio, el templo sagrado de la democracia liberal de mercado y sus leyes, aquellas que aparentemente aseguraban un futuro brillante y prometedor a todo el que se esforzaba y seguía las normas. A partir de 2008, se impone la renuncia a las antiguas leyes, la impugnación de la lógica de funcionamiento que (en teoría) garantizaba el bienestar presente y futuro de las generaciones mejor preparadas de nuestra historia, que a partir de entonces asumen que vivirán peor que sus padres y, con ello, empiezan a buscar culpables de sus males: el sistema, los políticos, Europa, los inmigrantes, el consenso progre o la derechita cobarde.

Nuestro mundo es el mundo en el que todo se rompe, caen los viejos mitos al tiempo que se derriban las estatuas de los próceres y su reputación. Es el mundo de los juicios sumarios y de los tribunales populares, formados por miles de savonarolas digitales. La conversación social se ha encanallado a medida que se endurecían las posiciones y se vaciaba el otrora mayoritario centro, ese espacio indefinido, volátil y feliz. La sociedad que se presuponía líquida de repente adoptó una consistencia rocosa, áspera y desagradable. Los políticos, que se habían convertido en entertainers a medida que la política se volvía un negocio suave e insulso, adoptan hoy la apariencia de un histrión, de esa especie de clown malvado que arenga a la masa desde Tik Tok o desde una tribuna, motosierra en ristre.

las cadenas de televisión clásicas funcionaran como grandes agentes centrípetos de homogeneización cultural, de asimilación, de ordenación y propagación de los valores sociales dominantes

Miedo al otro, al futuro

Este mundo nuestro está atravesado por el terror al otro, al futuro. Un terror fomentado como la manera más directa de conseguir fieles, adeptos a la causa, individuos aterrorizados dispuestos a combatir el reemplazamiento de la Europa blanca por parte de las hordas musulmanas o la toma del poder por parte de los escuadrones fascistas. El miedo nos convierte en militantes, nos empuja a buscar refugio en las seguridades que se nos ofrecen desde todos lados, apelando a nuestra condición de víctimas, de desposeídos, de agraviados.

El miedo nos convierte en creyentes en un mundo de ortodoxias en paralelo, de burbujas sectarias que deben su existencia a la existencia de la otra, porque son más anti que pro, porque se basan en el rechazo al de al lado más que en la propuesta propia. Nosotros somos los buenos porque ellos son los malos, nosotros defendemos lo que ellos quieren destruir, como si de la defensa de un fuerte se tratara. Todos estamos en nuestro El Álamo particular, rodeados de pieles rojas que quieren acabar con la democracia, España, los valores cristianos, el Estado del bienestar.

Lo que hemos venido a llamar polarización, que no es sino la adaptación de la política a este nuevo tiempo, es una dinámica que acaba por contaminarlo todo, convirtiendo cada posición en un fortín. Ante una oposición visceral resulta complicado mantener el sosiego, más si se tiene en cuenta que el sosiego no vende, no llama la atención, es percibido como falta de carácter. Y aun así, alguien debe parar y decir basta, a riesgo de recibir palos de todos lados.

Tal vez en un mundo de creyentes, la disidencia se encuentra en el intersticio que queda entre las sectas, en ese espacio desamparado entre refugios dominado por la duda. La heterodoxia es la duda, que es la aceptación de que uno se encuentra en un lugar en el que no hay certezas y que desea permanecer en él, avanzando a tientas en la niebla de la incertidumbre. Tal vez lo contrario de la verdad no sea la mentira, sino la duda.

*Oriol Bartomeus es profesor de Ciencias Políticas en la UAB y autor de ‘El peso del tiempo: Relato del relevo generacional en España’ (Debate, 2023).

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