Hay quien definió a los clásicos como aquellos libros que, como si estuvieran muy dentro de nosotros ya, siempre tienen cosas nuevas que decirnos y que no pueden leerse de nuevas. Otros prefirieron hablar de ellos como los fundamentos de nuestra cultura o de nuestra civilización, allá donde volvemos siempre como punto de referencia. Son, en todo caso, los libros a los que siempre hay que regresar, una y otra vez, pero que cambian también cada vez que los abrimos y a medida que cambiamos nosotros. Casi como si fueran ellos los que nos fueran hojeando a lo largo de nuestras vidas. Evolucionamos y crecemos junto a ellos: representan nuestra educación, no solo literaria sino también sentimental, y hemos aprendido a amar y a odiar con ellos, a vivir y a morir. No hay pasión humana que no esté consignada en las páginas de nuestros grandes clásicos, no hay suceso político o causa histórica de la que no den cuenta. Todo lo que alguna vez hemos sentido está en ellos. En Cervantes y Shakespeare, claro, pero más allá —y en común para toda la humanidad, mas allá de brechas nacionales o culturales— en los clásicos por excelencia, que son grecolatinos: véanse por ejemplo las emociones que transmiten los versos de Sófocles o Eurípides, los relatos de odio y crueldad, pasión y ambición de Cicerón, Tácito o Plutarco. Pero sus lecciones no atañen solo al ayer y al hoy: son también para mañana, pues antes de abrir el periódico del día ellos se habrán anticipado a lo que ocurre en nuestro día a día, no solo en nuestro interior, sino en el entorno. También en la escena pública nacional o internacional.
Se habla de la actualidad de los clásicos y hace poco, a raíz del confinamiento pandémico, pudieron ser definidos también como aquellos libros con los que uno se podría confinar con garantías: no ya en una isla desierta, sino en el alienante y casi foucaultiano aislamiento preventivo que, por motivos sanitarios, nos fue impuesto, como a gran parte del planeta, en la crisis sanitaria más importante del último siglo y que aún estamos viviendo. Ahora vienen otros tiempos y los clásicos nos siguen acompañando. Ya no es el encierro temeroso, sino el tiempo esperanzador de la vacuna. Acaso hay otra definición con la que podríamos repensar a los clásicos al hilo de su perenne vigencia. Los clásicos nos proporcionan la inmunidad necesaria para afrontar los vaivenes de la vida y de la historia, de la política y de las diversas crisis que azacanean al ser humano en estos tiempos convulsos de descreencias ante todas las cosas y, especialmente, de dudas sobre el sistema sociopolítico y económico.
Los ejemplos de la actualidad de los clásicos están claros si se repara en los parecidos de nuestra época con algunos momentos de la antigüedad. Pienso en el helenismo o el Bajo Imperio Romano. Nuestro mundo de hoy, globalizado y agitado por diversos frentes, por la crisis migratoria y pandémica, se parece mucho al mundo antiguo, pero no al clásico de las polis griegas sino más bien al mundo de la época helenística y romana, y sobre todo al final de esta. En tiempos de turbación política, migratoria o sanitaria —casi como en la era tardoantigua— podemos volver la vista atrás y encontrar en lo que dijeron algunos libros de esos momentos experiencia y consejos que suponen una cierta dosis salvífica para vacunarnos y arrostrar lo que se nos ha venido encima en los últimos tiempos. Qué curioso, por ejemplo, el énfasis en la filosofía antigua para orientarnos hoy día. Y sobre todo la vuelta a la actualidad de la filosofía helenística y romana. Pienso en libros recientes que abordan la utilidad de la filosofía de esta época para darnos respuestas hoy: Cómo ser un estoico (Ariel), de Massimo Pigliucci, y Cómo ser un epicúreoCómo ser un epicúreo (Ariel), de Catherine Wilson, a la sazón profesores de la misma universidad, explican mediante las dos grandes escuelas rivales de la época la vigencia de la filosofía helenística en el mundo global contemporáneo.
El énfasis en ser feliz, vivir bien, permanecer imperturbable, ser ciudadano del mundo, estar en simbiosis con el entorno o poner en tela de juicio las convenciones sociales son algunas notas que caracterizan a la filosofía de la época helenística, como recuerdan García Gual e Imaz en el manual clásico sobre el tema (La filosofía helenística: éticas y sistemas, Síntesis). Carlos García Gual se ha dedicado especialmente al epicureísmo, desde su Epicuro (Alianza) a El sabio camino hacia la felicidad (Ariel). Su actualidad llama poderosamente a un mundo como el nuestro, interconectado y con una fuerte tendencia a la individualidad que intenta encontrar una vía ética y metafísica hacia el bien y la felicidad. Pensemos por último en cómo algunos de los pensadores más actuales, de Sloterdijk a Žižek, han recuperado también el cinismo en el marco de nuestra sociedad tardocapitalista y multicultural. En tono de filosofía callejera, Eduardo Infante ha rescatado el cinismo en su libro No me tapes el sol. Cómo ser un cínico de los buenos (Ariel).
Vacuna ante la desesperanza
Sobre la inmunidad que nos proporcionan los clásicos, la filosofía es solo un ejemplo, quizá el más poderoso. Pero pensemos también en la ficción: cómo la literatura clásica nos vacuna ante la desesperanza con sus mitos y héroes. Y cómo regresan a la pantalla hoy en el cine o en las series sus antiguos motivos transformados y actualizados en eterno rodar. El ser humano, siguiendo el viejo leitmotiv mítico de la “edad de oro”, ha tenido que empezar de cero en diversas ocasiones. Uno de los mitos clave de nuestro momento es la sucesión circular de cada raza humana, desde la de oro a la de hierro, que va extinguiéndose en lenta degeneración. Pero la fuerza y el empuje de la vida y la comunidad humana regresan siempre: tras la cruel edad de hierro, marcada por la violencia y la enfermedad, volverá en eterno retorno la de oro. De hecho, el mito alude a que la historia, la civilización siempre se vuelve a levantar de nuevo, incluso cuando las cotas de la caída son abisales y se llega a perder no solo cualquier tipo de comodidad sino incluso la memoria y escritura del ser humano. Esto lo hemos pasado antes, nos dice el mito, y siempre volveremos a empezar.
Cuando creíamos que el mundo no podía cambiar y que se mantenía con el timón estable en una calma relativa, dirigido hacia un puerto seguro, nos sorprendió una borrasca imprevista en el horizonte. Nos entendemos muy bien siguiendo el hilo de los esquemas de pensamiento que nos dan los clásicos: por ejemplo, ahí está este símil de la navegación, la nave del Estado o la sociedad a la deriva. Y es que una de las más antiguas metáforas políticas que existen es esa: desde la lírica griega arcaica a la poesía romana, pensamos en estos y otros muchos términos metafóricos que hemos heredado de ellos. Así, los textos que nuestra tradición cultural ha consagrado ya como clásicos contienen esa peculiar virtud de hablarnos a la subestructura de nuestro pensamiento y servirnos como portulano o mapa de navegación con las rutas más certeras y apropiadas para los momentos de tormenta.
En efecto, volver la vista atrás nos proporciona seguridades para tomar nuevo ímpetu. Sobre todo al constatar que griegos y romanos pensaron como nosotros y pasaron por las mismas peripecias: leer, releer y reflexionar acerca de las ideas que dejaron consignadas sobre el caso es una buena manera de conjurar los males del presente y de prevenir los del futuro. Estos textos nos ayudan a salir del laberinto al modo de hilo de oro de Ariadna, como una suerte de conexión providencial con unos mentores que nos guían, como sabias voces que emergen del pasado. Así me gustaría entender a los clásicos en la edad pandémica, como aquellos auxiliares sobrenaturales que asisten al héroe en los cuentos o los mitos en su camino y le ayudan a superar sus momentos de zozobra. Por eso he dedicado recientemente un libro a este tema, animando a los lectores a enfocar de nuevo las ideas y el debate sobre los antiguos textos que hemos elegido como referente, y que son especialmente cruciales en una convulsión mundial como la que hemos vivido.
Ver másRegreso a la tierra
Cerrando este círculo, esta es la idea central: que los clásicos nos inmunizan con una vacuna de sosiego y equilibrio (la aequam mentem de Horacio) ante cualquier turbulencia de nuestro tiempo. Estos libros y autores, casi oraculares, predicen una historia circular en el futuro y representan el retorno del pasado en el futuro. Por eso tenemos que volver a ellos con la veneración de los lectores que aprenden de la vieja memoria de la humanidad. Narrativa patrimonial, como la de los mitos o los cuentos, crónicas de la historia antigua, como las de Heródoto o Tácito, lírica que pulsa las cuerdas de las emociones más primarias, de los griegos arcaicos a Catulo, sátiras y comedias en torno a la vida en sociedad y a la política, como las de Aristófanes o Juvenal. Todas estas y otras muchas obras más nos recuerdan la eterna vigencia de esa vieja vacuna que son los clásicos grecolatinos.
*David Hernández de la Fuente es profesor de Filología Clásica en la Universidad Complutense de Madrid. Su último libro publicado es ‘El hilo de oro’, en la editorial Ariel.
*Este artículo está publicado en el número de junio de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquíaquí
Hay quien definió a los clásicos como aquellos libros que, como si estuvieran muy dentro de nosotros ya, siempre tienen cosas nuevas que decirnos y que no pueden leerse de nuevas. Otros prefirieron hablar de ellos como los fundamentos de nuestra cultura o de nuestra civilización, allá donde volvemos siempre como punto de referencia. Son, en todo caso, los libros a los que siempre hay que regresar, una y otra vez, pero que cambian también cada vez que los abrimos y a medida que cambiamos nosotros. Casi como si fueran ellos los que nos fueran hojeando a lo largo de nuestras vidas. Evolucionamos y crecemos junto a ellos: representan nuestra educación, no solo literaria sino también sentimental, y hemos aprendido a amar y a odiar con ellos, a vivir y a morir. No hay pasión humana que no esté consignada en las páginas de nuestros grandes clásicos, no hay suceso político o causa histórica de la que no den cuenta. Todo lo que alguna vez hemos sentido está en ellos. En Cervantes y Shakespeare, claro, pero más allá —y en común para toda la humanidad, mas allá de brechas nacionales o culturales— en los clásicos por excelencia, que son grecolatinos: véanse por ejemplo las emociones que transmiten los versos de Sófocles o Eurípides, los relatos de odio y crueldad, pasión y ambición de Cicerón, Tácito o Plutarco. Pero sus lecciones no atañen solo al ayer y al hoy: son también para mañana, pues antes de abrir el periódico del día ellos se habrán anticipado a lo que ocurre en nuestro día a día, no solo en nuestro interior, sino en el entorno. También en la escena pública nacional o internacional.