Jorge Semprún en Madrid o el descubrimiento de lo real

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Antonio Muñoz Molina

Hay un poema de W. H. Auden que me viene a la memoria cuando leo, en la biografía recién reeditada de Soledad Maura sobre Jorge Semprún, el relato de su llegada clandestina a Madrid en 1953, y de sus años de vida secreta y conspiración en la ciudad durante toda una década. En el poema de Auden, titulado Gare de Midi, alguien llega en tren a una ciudad sin nombre, A nondescript express in from the South, sin que nadie venga a recibirlo o advierta su llegada. En sus mejores momentos, Auden puede ser a la vez narrativo y ambiguo, centrado en lo concreto y dejando anchos espacios en sombra. Está nevando cuando llega ese viajero sin nombre. Sujetando una pequeña maleta,/ sale rápidamente para infectar una ciudad. Leo ese poema y esa figura masculina anónima que tiene una expresión “de alarma y de piedad”, cobra los rasgos del joven Jorge Semprún, con su gabardina de buen corte entre la pobretería indumentaria del Madrid de los primeros cincuenta, con sus documentos de identidad cuidadosamente fabricados en un bolsillo y una actitud no de aturdimiento ante lo desconocido ni de cautela ante el peligro, sino de plena seguridad, la que se ve en sus fotos desde que era muy joven hasta la última vejez, con su mechón blanco de suprema coquetería masculina.

De Madrid salió apresuradamente con trece años hacia el primer exilio familiar y a él regresaba no ya solo como un adulto joven, sino como un superviviente y un héroe, luchador de la Resistencia francesa, cautivo en Buchenwald, militante del Partido Comunista francés, y nada menos que miembro de la célula más cargada de prestigio intelectual y hasta de mundanidad chic de la izquierda en la Rive Gauche. El propio Semprún escribió copiosamente sobre sus largas estancias intermitentes de aquellos años en Madrid, sus idas y vueltas en las que había más riesgo del que él parecía ser consciente, y hasta hace muy poco quedaban en Madrid muchas personas todavía lúcidas y habladoras que lo conocieron entonces (ni siquiera ahora faltan testigos dispuestos a contar). Soledad Maura ha recogido muchos de aquellos testimonios, que a mí me traen ahora la nostalgia de amigos admirados a los que escuché tanto como pude, como Santos Juliá y Javier Pradera.

Semprún me parece, más que un novelista, un personaje de novela; y un testigo esencial, más que un cronista

Y sin embargo persiste una opacidad central del personaje, como la de un rostro en una foto algo desenfocada, o que no acabó de revelarse bien, en aquellos tiempos en los que las figuras humanas cobraban forma lentamente, en el papel fotográfico sumergido en una cubeta de productos químicos. Sabemos mucho de Jorge Semprún en Madrid, y también sabemos muy poco. Sus escritos confesionales contienen siempre un grado muy alto de reserva. Y su tendencia literaria a moverse en un terreno ambiguo entre la memoria y la ficción agravan el problema, y a veces lo vuelven irritante –al menos para mí, que tengo poca inclinación hacia ese tipo de juegos–. Hablando de sí mismo, Semprún se envuelve en sus juegos de identidad plural, favorecidos por la variedad de los nombres falsos que manejaba y también por las vidas tan diversas y separadas entre sí que había tenido casi desde su nacimiento, tan múltiples como los idiomas por los que transitaba con soltura. Y cuando lo vemos a través de los ojos de otros, el misterio se agranda porque quien ellos ven es un desconocido al que rodea una leyenda casi mitológica, el que viene de fuera, de los inalcanzables países extranjeros de la libertad, con sus zapatos caros, su ropa de marca, esa colonia francesa que tiene algo de incongruencia en los pisos modestos de clase trabajadora y militante en los que llega como invitado y emisario secreto y de los que se marcha dejando ese rastro tan invisible como poderoso. Hasta en una novela de Juan Marsé, Últimas tardes con Teresa, aparece un fantasma atractivo e inquietante, muy bien vestido, que seduce con su presencia a los señoritos del antifranquismo intelectual catalán.

Ha sido al releer al cabo de unos años esta segunda edición de la biografía de Soledad Maura cuando he logrado formular mi propia percepción de Jorge Semprún, a quien recuerdo haber visto solo dos veces, una de ellas cuando me entregó, como ministro de Cultura, un premio que yo había ganado, y la otra, de más relieve, en la Feria del Libro de Frankfurt. Semprún daba un discurso, y yo lo escuchaba sentado junto al que entonces era mi editor alemán, un hombre bien intencionado que me preguntó: “¿Dónde ha aprendido su ministro ese alemán tan bueno que habla?” “En Buchenwald”, le contesté, y el hombre se puso rojo y bajó la mirada.

Lo que he pensado ahora tiene que ver con mi escaso apego a la literatura de Jorge Semprún, en cada una de sus diversas manifestaciones, y en toda su evidente coherencia. Semprún me parece, más que un novelista, un personaje de novela; y un testigo esencial, más que un cronista. Como escritor, su prosa es muchas veces excesiva, verbosa, retórica a una cierta manera intelectual francesa, como en los debates intelectuales de la televisión, en los que él mismo fue muchas veces una estrella, perfectamente en su sitio en ese mundo. En sus relatos del campo falta la limpidez enunciativa de Primo Levi, o el terror alucinado de Imre Kertesz, o la lucidez trágica de Jean Améry, o la vocación apasionada de contarlo todo de Margaret Buber-Neumann. Como memorialista, su libro más atractivo me resulta uno que sin duda es tardío y menor, Federico Sánchez se despide de ustedes, quizás porque al escribirlo en español y para un público local Semprún no sintió la necesidad de envolverlo en los espesores de la prosa francesa.

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Como personaje, personaje de otros, gente que evoca en voz alta su recuerdo, Jorge Semprún es inagotable. Es ese emisario secreto y bien vestido que llega a una ciudad con documentación falsa, sin que nadie lo sepa, el que lleva en la mano una maleta pequeña y deja atrás el crujido de sus zapatos de máxima calidad y el olor de su colonia cara y extranjera, el que mira a su alrededor con ojos atentos de espía y ve poco a poco, con creciente claridad, que el país a donde lo han enviado no se parece ya al que recuerdan o imaginan los dirigentes del Partido, en sus despachos de París, de Moscú o de Praga, ni tampoco al que él dejó en su primera adolescencia. Los episodios de su tarea clandestina se corresponden con el aprendizaje de una lucidez que se va infiltrando a los informes enviados regularmente a la Dirección, que se van despojando sin que él se dé mucha cuenta de la jerga ortodoxa y cobran una calidad de crónica de lo cotidiano. En la novela conjetural de la vida de Jorge Semprún, Madrid es la ciudad del descubrimiento de lo real. Quien vino a ella ya no será el mismo cuando se marche, cuando huya. Lo único seguro sobre el porvenir es que no se parecerá en nada a las profecías alucinatorias de los burócratas con los que este Semprún se reúne puntualmente al regreso, para contarles cosas que no quieren oír.

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La última novela de Antonio Muñoz Molina es ‘No veré tu muerte’ (Seix Barral).

Hay un poema de W. H. Auden que me viene a la memoria cuando leo, en la biografía recién reeditada de Soledad Maura sobre Jorge Semprún, el relato de su llegada clandestina a Madrid en 1953, y de sus años de vida secreta y conspiración en la ciudad durante toda una década. En el poema de Auden, titulado Gare de Midi, alguien llega en tren a una ciudad sin nombre, A nondescript express in from the South, sin que nadie venga a recibirlo o advierta su llegada. En sus mejores momentos, Auden puede ser a la vez narrativo y ambiguo, centrado en lo concreto y dejando anchos espacios en sombra. Está nevando cuando llega ese viajero sin nombre. Sujetando una pequeña maleta,/ sale rápidamente para infectar una ciudad. Leo ese poema y esa figura masculina anónima que tiene una expresión “de alarma y de piedad”, cobra los rasgos del joven Jorge Semprún, con su gabardina de buen corte entre la pobretería indumentaria del Madrid de los primeros cincuenta, con sus documentos de identidad cuidadosamente fabricados en un bolsillo y una actitud no de aturdimiento ante lo desconocido ni de cautela ante el peligro, sino de plena seguridad, la que se ve en sus fotos desde que era muy joven hasta la última vejez, con su mechón blanco de suprema coquetería masculina.

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