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Julio Gayoso, el condenado por obstinado

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Xosé Manuel Pereiro

Caricatura de Julio Gayoso. ULISSES ARAUJO

Se puede mirar de esta forma. A alguien le tenía que tocar, y él había acumulado muchas papeletas. Después de la quiebra del que se proclamaba uno de los sistemas financieros más sólidos y saneados del mundo occidental y cristiano, que todavía estamos pagando, alguien tenía que ser el símbolo del castigo -dejémoslo en regañina- a los responsables. Julio Fernández Gayoso, JFG, expresidente de Caixanova y de NovaCaixaGalicia, tuvo el muy dudoso honor de ser el primer banquero, y de momento el único, encarcelado a consecuencia de la crisis (el encarcelamiento exprés de Miguel Blesa no cuenta). JFG entró -con tres de los suyos- en prisión, además de porque cometió un delito, quizá porque no tenía padrinos políticos, no frecuentaba el palco del Bernabeu y otros ritos del poder en este país, porque el poder en media Galicia era él. Aunque no es de desdeñar una tercera causa: si eres el banquero más veterano de España y llevas más de medio siglo gobernando una institución financiera, las posibilidades de tener esqueletos en el armario también suman trienios. Pero nadie en Vigo, ni en muchos kilómetros a la redonda, se imaginaba para don Julio otro final que uno con la mesa de despacho puesta y una de esas despedidas fúnebres en la que se estremece el corazón de toda una sociedad. Afortunadamente, JFG vive, pero con una pulsera electrónica que controla sus idas y venidas porque está en tercer grado penitenciario.

Los inicios de la trayectoria de Julio Fernández Gayoso (Vigo, 1931) los podríamos imaginar interpretados en blanco y negro por unos jovencísimos José Luis López Vazquez (sin alopecia) o Fernando Fernán Gómez (en bajito), dirigidos por José Luis Sáenz de Heredia. De familia humilde que emigró a Vigo desde Lugo, JFG, cuando todavía no era don Julio, era un rapaz aplicado y serio que, dado que las limitaciones económicas le impedían acceder a estudios superiores, encarriló su talento a hacerse perito mercantil. Con 16 años, en la academia en donde se preparaba para la Escuela de Peritos, lo ficharon como auxiliar de contabilidad en la Caja de Ahorros y Monte de Piedad Municipal de Vigo. Eso pasó en 1948. Diez años después era el jefe de la sección. JFG y el calendario seguían imparables, y llegó 1965. Ese año le tocaba jubilarse al entonces director general de la entidad.

Serio y cumplidor, mientras en la Caja era el primero en todo, al joven que entonces debía ser simplemente Julio le quedaba tiempo para llevar la contabilidad a las empresas de Rafael Portanet. Que no era poco. Portanet, empresario por parte de padre y de suegro, había entrado en política en 1938 como teniente de alcalde y en 1947 fue nombrado delegado en el Consorcio de la Zona Franca (el “otro ayuntamiento” de Vigo), cargo que mantuvo 37 años, y durante el que se instaló allí la factoría de Citroën. En 1964, fue nombrado además alcalde -del ayuntamiento oficial- y presidente de la Caja de Ahorros Municipal. Era también procurador en Cortes (el puesto de obispo de Tui-Vigo, sin embargo, lo ocupaba otro). Así que cuando quedó vacante el puesto de máximo rector de la Caja de Ahorros, ¿quién mejor que el dispuesto mozo que le llevaba las cuentas y se había convertido en su mano derecha? JFG fue designado para el cargo, a pesar de que, como él mismo confesó en 2008 al periodista Manuel Sola, “tenía 46 puestos en el escalafón delante de mí”. Había cumplido 33 años.

Pasamos al tecnicolor. En la época de Portanet fue cuando, según las crónicas, “se modernizó Vigo”. Es decir, se construyeron avenidas, parques y se alicató la costa con edificios desmesurados. Portanet también acabó con el servicio de tranvías eléctricos que en 1914 había construido y después dirigido el pensador anarquista Ricardo Mella, para sustituirlos por autobuses (el alcalde tenía, entre otras muchas cosas, una gasolinera). Una propuesta política necesita otra económica que permita ejecutarla. La Caja Municipal de Ahorros comandada por el pulcro y serio, a la par que dinámico, nuevo director fue un pilar esencial en ese desarrollo de finales de la década de los sesenta y comienzos de los setenta. El auge de la pesca industrial, de la construcción naval y automovilística atraía multitud de población, con sueldos que le permitían en gran parte ser propietarios de una vivienda. La Caja aportaba el crédito para engrasar ese motor del desarrollismo, desde los nuevos barrios hasta la construcción de buques para conquistar los nuevos caladeros descubiertos en aguas africanas y australes -la Caja llegó a ser la mayor armadora de buques de pesca de España-; promovió el Colegio Universitario de Vigo, una Escuela de Negocios… JFG se fue convirtiendo en don Julio.

Nada iba con él

Don Julio poseía una casa en Canido, donde tenían sus residencias armadores y constructores navales, en la que celebraba comidas para la clase dirigente política y económica, que acababa amenizando cantando boleros, dicen que bien. “Siempre fue un banquero muy clásico, en todos los aspectos. Paternalista, humilde en el sentido de carecer de esa soberbia que se puso de moda desde los ochenta, y entrando siempre a las ocho, como si siguiera al frente de la sección de contabilidad”, cuenta un analista económico. Se pueden encontrar empleados que incluso lo definen como “entrañable”, pero la entidad tenía una abundante plantilla. Curiosamente, tenía también rasgos de independencia, o de contradicción. De niño fue educado en castellano por unos padres gallegohablantes, para que progresase en la vida, pero buscaba a compañeros de los alrededores de Vigo para hablar en el idioma prohibido. Ahora, no se sabe que hable gallego ni en la intimidad. Sorprendió a los presentes haciendo que el arzobispo de Santiago no sólo bendijese el último centro cultural que inauguró, sino que dirigiese una especie de rezo. Pero no hizo caso de las insinuaciones de la Xunta de que no asistiese al estreno de El lápiz del carpintero, sobre la represión franquista, en cuya financiación había participado.

Lograr estar medio siglo en la cima de una entidad, sin ser su propietario, debe producir una sensación muy parecida a la omnipotencia. (Lo de la cima no es figurado: JFG residió encima de la sede de la entidad, una vivienda que siempre conservó y se dice que algunas noches bajaba, en zapatillas, a dar una vuelta). Vio cómo su némesis del norte, José Luis Méndez, expandía en A Coruña su caja para fundar Caixa Galicia, la sexta de España y él agrandó la suya, en 2000, con las de Pontevedra y Ourense, creando Caixanova. Mientras subía, Gayoso vio la agonía de un régimen político, el confuso nacimiento de otro, y los monstruos que aparecieron en ese claroscuro, sin acabar de irse. Vio asimismo la llegada de la autonomía a Galicia, la de Fraga, su relevo por un gobierno de socialistas y nacionalistas, y también alcaldes de todos los colores -de los tres que tradicionalmente conformaban el espectro político gallego-… Nada iba con él.

Al contrario del relato que se ha construido sobre la influencia de la política en las cajas, sin duda cierto, en las gallegas pasaba exactamente lo contrario. En teoría, los consejos de Administración de las cajas estaban compuestos por representantes de corporaciones locales y provinciales y entidades de interés social o cultural. En la práctica, por quien considerase el jefe. O los jefes. Cuando el BNG tenía el 25% de los votos en Galicia y alcaldías como las de Ferrol, Pontevedra o Vigo, no tenía ni uno del medio centenar de puestos en el consejo de la entidad norteña y tenía uno en la del sur. En Caixanova los representantes de los impositores se designaban por sorteo, pero la diosa fortuna debería tener la ídem depositada allí, porque los elegidos eran siempre los mismos. En su día el alcalde vigués Carlos Príncipe intentó colocar alguno de los consejeros que le correspondían al Ayuntamiento -en concreto al cantante de Semen Up y Amistades Peligrosas, Alberto Comesaña- pero Gayoso, fiel a los boleros, mantuvo su lista sin cambios. Es más, consiguió que el mismísimo Fraga, tan comeniños, cambiase la ley de Cajas en 1996 para evitar tener que jubilarse como director de la suya al cumplir los 65. Y cuatro años después, reformó los estatutos para crear una presidencia ejecutiva desde la que seguir dirigiendo los destinos de su caja.

Gayoso, como Méndez, estaba por encima de la política. Tenía una inquina mutua con Príncipe, el socialista que intentó descabalgarlo de la dirección general, pero una muy sólida amistad con Pepe Blanco. Y ninguna con Alberto Núñez Feijóo. Cuando al inicio de la crisis del sistema bancario más solvente del mundo, el presidente de la Xunta convocó a los líderes de las cajas gallegas a una reunión en la sede del gobierno para proponerles la fusión de ambas, y no con socios foráneos, JFG no sólo se negó de plano. En cuanto cerró la puerta, dejando tras ella a Feijóo y Méndez, sacó el teléfono y comenzó a preparar una guerra abierta. Con batallas como una manifestación antifusión que, según el alcalde vigués Abel Caballero, congregó a 300.000 personas (el censo de Vigo era aquel año de 297.241 habitantes, con unos 120.000 más en su área metropolitana).

Perdida la batalla de la no-fusión, emprendió otra: a pesar de que CaixaGalicia era la más grande de las dos, la dirección de la entidad resultante sería la meridional con algunas incorporaciones septentrionales, y con él, por descontado, al frente. “Ahora la gente aguanta bien hasta los 100 años”, argumentaba. Perdió también esa, al determinar el Banco de España que la nave conjunta que pretendía pilotar necesitaba, más que un capitán, unas buenas bombas de achique. Se quedó de copresidente de la Fundación de la nueva entidad (eso sí, a él le correspondería el primer turno en la alternancia). El mismo día en que se convertía en el único presidente, porque su compañero de cargo tuvo que dimitir por unas, más que desafortunadas, desafortunadísimas, declaraciones sobre los que se habían enfangando en las preferentes, tuvo la noticia de que había sido imputado (como se decía antes) por la Fiscalía Anticorrupción.

El cargo era de “administración desleal o apropiación indebida”. Un mes antes de la fusión, sin encomendarse ni al consejo de Administración ni al Banco de España, había autorizado indemnizaciones por prejubilación a cuatro directivos. En total, 19 millones de euros. Los cuatro cobrarán otros 33 millones en planes de pensiones cuando cumplan 65 años. El director de la otra caja, José Luis Méndez, se había jubilado dos meses antes de que los dineros repartidos fuesen del rescate público, llevándose legalmente 16,5 millones. Nunca tan cierto fue eso de que hay que saber retirarse a tiempo. Gayoso no dimitió por la imputación, ni tenía intención de hacerlo tres días después, en la decisiva reunión del consejo de Administración que iba a aprobar convertir NovaCaixaGalicia en una fundación. Pero lo decidió allí mismo, al ver que se lo iban a pedir algunos miembros de aquel organismo en el que antes casi nadie abría la boca. Repasó toda su trayectoria, dio las gracias y fundamentó su decisión en “el bien de la Caja”. Ni una palabra sobre la imputación. En lo esencial, el mismo discurso que realizó después en su comparecencia en la Comisión de Economía del Congreso por la crisis de las cajas. Allí dijo: “No tiene sentido mirar al pasado”, como si la crisis fuese la de 1929 o la imputación fuese por algo relacionado con Tráfico. Repitió lo mismo un año exacto después al comparecer en el Parlamento gallego.

En realidad, estaba poniendo en la balanza sus 64 años en la Caja, y su gestión de 45 como director como contrapeso de todo lo que estaba ocurriendo. Después de haber estado en la entidad la mitad exacta del tiempo que duró (de 1880 a 2010), no debe de ser fácil asumir la separación. De hecho, entre el asombro y la alarma de los nuevos y viejos dirigentes, durante un par de semanas después de dimitir continuó yendo como si no pasara nada a su despacho. También desgranó sus servicios en la vista oral en la Audiencia Nacional, que el 22 de octubre de 2015 lo acabó condenando a dos años de cárcel y 75.000 euros de multa por “cooperador necesario en un delito de administración desleal y apropiación indebida”. Un año después, el Supremo no sólo desestimó su recurso contra la sentencia, sino que consideró escasa la pena. El pasado enero, la Audiencia Nacional ordenó su detención para que cumpliese su condena. La película sería ahora Al rojo vivo, con James Cagney proclamando al final: “¡Estoy en la cima del mundo!”.

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Gayoso y sus tres subordinados entraron en la prisión de A Lama invitando a café a todos sus nuevos compañeros y los alojaron en el módulo de respeto. “Desde el juicio estaba desaparecido, muy avergonzado -devolvió la medalla de Oro de la ciudad, entre otros honores-, y la verdad es que en los círculos financieros y empresariales no se habla bien de él, pero tampoco mal”, confiesa alguien que fue colaborador suyo. La cárcel lo machacó seis meses, antes de concederle el permiso para dormir en casa, con una pulsera que asegura que está en su hogar a las horas que debe. Durante el día, va al trabajo que le ha permitido disfrutar de ese tercer grado. Colabora con la asociación antidroga Érguete, cuya presidenta, Carmen Avendaño, es amiga suya. Allí ayuda a servir el desayuno a medio centenar de toxicómanos o extoxicómanos y anda por Internet buscando líneas de subvención para la ONG. Él, que durante medio siglo las repartió.

*Este artículo está publicado en el número de diciembre de tintaLibre. Puedes consultar todos los temas de la revista haciendo clic aquí.  aquí

 

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