"Pero sé que nos queda muy abierta la herida, / muy cansada la tierra; / que el silencio reemplaza la canción de otros días…"
Angelina Gatell, Poema del soldado
Si el tiempo es algo que se mueve en arenas movedizas, también ahí descubrimos que la memoria de ese tiempo dura hasta la extenuación en ese mismo estancamiento pantanoso. La vida es lo que duran esa vida y su memoria. En el olvido, como escribía Walter Benjamin sobre Franz Kafka, las cosas “están distorsionadas”. Tal vez, lo mismo pasa con la memoria algunas veces. Imposible recordarlo todo. El pasado es demasiado complejo para querer abarcarlo a cazos, como dicen que hacía Agustín de Hipona cuando era un niño jugando a castillos de arena en las orillas de una playa. Lo importante no es el agua acarreada, sino la que en cada viaje se va desprendiendo y llenando gota a gota el foso de los cocodrilos. El agua estancada de lo que nada importa. El desecho. La negación de un tiempo condenado a los estragos de un presente que se niega a enfrentarse al griterío inmundo de la bestia. Mejor dejar que duerma su crueldad en los brazos de la desmemoria. Pasó lo que pasó y nos negamos cabezonamente a recordar. El miedo a meternos en el laberinto sin el hilo que aseguraba el regreso victorioso de Teseo a los brazos de Ariadna, después de derrotar al Minotauro. El foso del castillo no es el del niño que juega junto al mar, sino el que Kafka levantó para, también como apuntaba Benjamin, meternos de cabeza y sin ganas de hacerlo en el asombro. ¿Por qué tanta mentira cuando se trata de escarbar en un pasado que nos avergüenza? ¿De dónde viene el miedo que fragiliza la memoria de la Segunda República contra los desmanes de la desmemoria y el olvido? ¿Cuándo lo que pasó será parte inseparable de lo que nos pasa y tal vez de lo que vaya a ser eso tan incierto y tan a lo mejor inexistente que es lo de mañana? La memoria será siempre la memoria del dolor, del daño seguramente injusto, de eso que se nos fue quedando como un trauma porque las heridas nunca se cerraron, sencillamente porque después de una guerra no llegó la paz sino la victoria. Se lo dice Agustín González a un adolescente Gabino Diego al final de esa rabiosamente hermosa película de Jaime Chávarri que es Las bicicletas son para el verano, basada en una obra teatral de Fernando Fernán Gómez. La arrogancia impúdica de los vencedores.
La Segunda República. El golpe de Estado fascista. La guerra larga. La dictadura franquista. La Transición. Episodios para una democracia que sigue cautiva de un pasado innoble que duró casi cuarenta años. El tiempo y su duración. La huella de esa duración que huele al azufre del daño, a una extraña condena que nos dibuja como en un territorio nuboso de fantasmas. Ser o no ser, como diría el clásico con la calavera en las manos. ¿Qué se es cuando hace más de ochenta años que te sigues muriendo en una fosa sin nombre? Un reloj de bolsillo con la cadena oxidada, una zapatilla retorcida, el chisquero con el que encendiste el último pitillo, un pendiente, la carta de amor a ese hombre, a esa mujer, a esos niños que se quedaban en las solas manos del desasosiego. Un libro de Ceija Stojka titulado Vivimos ocultos. Memorias de una romaní entre los mundos. La adolescente gitana –la misma autora– que acuna a Ossi, su hermano pequeño, en el campo de Auschwitz. El niño enfermo que dos días antes de morir le dice: “Cuando estés en casa, acuérdate de mí, ¿vale?”. Lo mismo que las palabras de Julia Conesa, una de las Trece Rosas, un rato antes de ser asesinada en la tapia del cementerio madrileño de la Almudena: “Que mi nombre no se borre en la historia”. La necesidad de recordar, el deber que nos impone el recuerdo, como decía Primo Levi. El horror de una victoria que lo anula todo. El nazismo. El fascismo. El franquismo, sobre el que aún debatimos si es un profundo inconveniente llamarlo fascismo a secas. El lenguaje es lo primero que roban las dictaduras. Aquí, todavía ahora: fusilamiento en vez de asesinato, nacional en vez de fascista, dos bandos que dividieron encarnizadamente España cuando la guerra. Miren lo que escribe Francisco Espinosa Maestre en su libro Crónicas de la desmemoria: “No. No hubo dos bandos, sino un agresor y un agredido que se vio obligado a defenderse. Bando, en sentido literal, sólo hubo uno, el de los golpistas, frente a un Gobierno y un país a los que se impusieron a la fuerza”. Las tiranías imponen las palabras. En España seguimos usando esas palabras, las mismas de siempre. Como si el dictador no se hubiera muerto el 20 de noviembre de 1975. Llevamos más tiempo de democracia que el que tuvimos de dictadura. Y seguimos hablando como si Franco aún estuviera vivo. A veces lo pensamos. Lo dejó todo atado y bien atado. También el lenguaje. Si somos optimistas, igual no lo dejó todo atado y bien atado: pero mucho de lo que dejó atado, digan lo que digan los forofos de la amnesia, sí que resulta difícil desatarlo.
Llevamos más tiempo de democracia que el que tuvimos de dictadura. Y seguimos hablando como si franco aún estuviera vivo. A veces lo pensamos
La Segunda República fue legítimamente decidida en las urnas. Desde el primer momento sufrió el asedio de sus enemigos de siempre: grandes terratenientes, la iglesia, los militares reaccionarios, los políticos de derechas, el falangismo y sus pistoleros, esos monárquicos que se escondían para que se les viera menos… Un grumo de intereses que nunca dejaron de conspirar para acabar con la voluntad democrática que había decidido la instauración de una República frente a la monarquía corrupta de Alfonso XIII. ¡Ay, las monarquías corruptas! Los tiempos nunca son los mismos, pero a veces se parecen demasiado. Nunca dejaron sus enemigos de asediar a la Segunda República. Nunca. Desde el primer momento fueron convirtiendo sus hallazgos democráticos en un caos y de ahí, con esa excusa que siguen esgrimiendo sus defensores de ahora, surgiría el golpe de Estado en el mes de julio de 1936.
Golpistas y equidistantes
El golpe de Estado no triunfó y de ahí vino la guerra larga preparada desde mucho antes. La de los dos bandos en conflicto, como dicen las versiones que niegan el carácter político, ideológico, cultural y declase de ese golpe de Estado. La guerra fratricida, se dice, para esconder precisamente ese carácter que no conviene a quienes juegan con el lenguaje como si la historia fuera un juego de trileros. La guerra es el territorio moral que interesa para el debate a los defensores de esa idea de enfrentamiento fraterno. El mantra repetido hasta la saciedad: la misma brutalidad llevada a cabo por los defensores de la República y por el ejército al que nunca llaman golpista, al que todavía hoy, unos y otros (unos más que otros, eso sí) seguimos llamando nacional y nos quedamos tan panchos. Hablamos de muertos en la guerra y es como si estuviésemos haciendo un reparto equitativo de responsabilidades a la hora de nombrar a los primeros responsables de esas muertes: los golpistas. Hablar de la guerra sirve a los de la equidistancia y el revisionismo para no hablar de la dictadura franquista. También para inventarse eso tan estrambótico de la Tercera España, aunque tengan que usar el nombre de Chaves Nogales con la intención de sembrar la idea interesada de que entre rojos y azules estaba la España de la inocencia como virtud razonablemente pacificadora. Pero calle lo que calle ese revisionismo, la dictadura franquista estuvo ahí durante casi cuarenta años. Una de las más crueles de la historia contemporánea. Las detenciones, las torturas, el hambre, los crímenes dentro y fuera de las cárceles hasta casi la muerte del dictador. Un país de muertos de verdad y de muertos en vida. Ungido su máximo responsable por un dios que protegía su mandato y a los suyos. Hablar de la dictadura es aún hoy un ejercicio complicado. Sus herederos lo ponen difícil. Sacas nombres de los asesinos y te caen las leyes encima. Somos el país de la Nunca Justicia, de la verdad escurridiza, de las víctimas que, a la que se descuidan en el silencio quieto de una fosa común, se las convierte en victimarios. Una memoria sin justicia siempre será una memoria demediada.
Se hizo lo que se tuvo que hacer, dicen quienes defienden sin fisuras el tiempo de la Transición. Los tiempos sin fisuras no existen. Hubo entonces cosas buenas que tenían que hacerse. Y se dejaron de lado otras que podían haberse hecho o al menos se podía haber dejado abierta la posibilidad de que fueran enmendadas en un futuro cercano. Pero no. El pasado no se cierra con leyes de punto final. La Ley de Amnistía de 1977 y la Constitución de 1978 se promulgaron con esa intención. Mala cosa si alguna ley no admite ninguna revisión. La Transición fue un tiempo con centenares de muertes, no sólo provocadas por ETA, sino también y en múltiples ocasiones por la extrema derecha, la policía y las propias instituciones del Estado. Un reguero de crímenes que no se nos van de la memoria: Atocha, Almería, Vitoria y esa lista de nombres uno a uno que fueron cayendo bajo las balas y otras armas de la policía y la extrema derecha, muchas veces en una siniestra y protegida colaboración. De dónde la tranquila Transición. De dónde su ejemplar consistencia. De dónde esa cerrazón a la hora de restituir la dignidad a las víctimas que se quedaron en las comisarías por las torturas y en la calle abatidas por las balas. Las víctimas de ETA han recibido los honores de un reconocimiento institucional: ¿por qué se les niega ese reconocimiento a las otras víctimas de la Transición? Que me lo expliquen. Pero que me lo expliquen bien y con argumentos de peso porque me cuesta entender y mucho más aceptar ese silencio que nos llena a mucha gente de indignación y de vergüenza. Ya sé que la memoria es selectiva, que recordamos algo y nos pasamos por el forro del olvido lo que no resulta conveniente recordar. Pero ya va siendo hora de que en este país deje de haber víctimas de primera clase y otras que no pertenecen a ninguna sencillamente porque no existen para las instituciones del Estado. El PP y Vox siguen convirtiendo a las víctimas de ETA en carnaza electoral. Las otras –también las republicanas de la guerra y la dictadura– les importan un pito. Nunca condenaron la barbarie de la dictadura franquista. Bien que lo dijo Santiago Abascal cuando saltó a la palestra de la política como estrella del fascismo: “Somos la voz de aquellos que tuvieron padres en el bando nacional”. Ganaron la guerra los padres y los hijos quieren ganar la democracia para convertirla sin tapujos en una desacomplejada franquicia del franquismo.
El tiempo se mueve en arenas movedizas. El de antes y el de ahora. No vale ninguna ocultación para que siga un camino que lo saque de las aguas pantanosas en que se mueve demasiadas veces. Una democracia no lo será del todo si no sacamos al aire lo que la dignifica y también sus vergüenzas. Repetir hasta la saciedad que somos una democracia fuerte y en plenitud de facultades es sacar pecho cuando nadie nos lo pide, sólo a lo mejor para ocultar su propia fragilidad. “Nadie ignora que una democracia plena que lo es de verdad no tiene por qué reafirmarse constantemente en su plenitud”, escribe Sebastiaan Faber en el libro Leyendas negras, marcas blancas. La memoria democrática es una de aquellas cuentas que se le quedaron pendientes, y valga la redundancia, a nuestra propia democracia. Que los crímenes cometidos por el franquismo y durante la Transición tengan que ser dirimidos por la Justicia argentina dice bien poco a favor de una democracia plena como la que decimos disfrutar. Las Leyes de Memoria de 2007 y 2022 son un paso adelante en la rehabilitación de aquella dignidad republicana machacada por la dictadura y menospreciada por la Transición y los sucesivos gobiernos de Felipe González y Alfonso Guerra. Pero son sólo un paso hacia esa recuperación. Sólo un paso. Queda mucho camino por andar, como diría a su manera Antonio Machado. Ese andar, siempre difícil, será siempre el de la memoria. Nunca, definitivamente nunca, el de la desmemoria y el olvido.
Alfons Cervera (Valencia, 1947) es escritor y uno de los más destacados activistas por la recuperación de la memoria histórica, entre sus libros destacan Maquis, Las voces fugitivas o La noche en que los Beatles llegaron a Barcelona.
"Pero sé que nos queda muy abierta la herida, / muy cansada la tierra; / que el silencio reemplaza la canción de otros días…"